Esta novela de la premiada escritora chilena Daniela Catrileo elige un formato no cronológico para contar la vida de su protagonista, alternando un “presente” en la isla de Chilco con momentos esenciales de su pasado en la ciudad Capital a la que nunca se nombra. No hay fechas concretas, pero se insinúa que se trata o de un futuro distópico de violencia generalizada o tal vez de nuestro propio tiempo dentro de pocos meses, una época descripta como un infierno de brutalidad permanente.

Mari, la narradora, es quechua como Catrileo. Vivía en la ciudad hasta que siguió a su pareja, Pascale, a la isla. Ya desde el epígrafe, la oposición “isla/continente” se convierte en uno de los ejes de la historia, contada siempre desde la mirada de una mujer “continental”. Pero la isla es el centro y por eso, el libro está dedicado a esos territorios cerrados y a las “vidas insulares que resisten”. Otro de los ejes es, justamente, la resistencia: no solo la de los pueblos originarios, representados aquí por los quechuas y los mapuches (Pascale es mapuche), sino también la de las mujeres en un mundo dominado por el machismo, la de los empleados maltratados por la burocracia, la de las víctimas de la violencia y la de los que defienden al planeta de la crisis ecológica creada por actos humanos.

Daniela Catrileo pinta un mundo de enorme diversidad. En Chilco, se hablan dos idiomas además del castellano: el quechua y el mapudungun, y en toda la novela se describen con cuidado paisajes opuestos: los de una ciudad desolada, en decadencia, por un lado, y por otro, los de una isla aislada en la que todos se conocen y sostienen una relación profunda con lo natural. A nivel de los recursos literarios, la autora apela a una gran variedad de tipos de textos: desde carteles hasta cartas y publicidad, pasando por listas y enumeraciones y, sobre todo, textos de un archivo que le regalan a Pascale, originario de Chilco, Mari y sus compañeras de trabajo en un museo. El archivo es una descripción breve y científica de la isla. Catrileo la repite tres veces: en el índice general; en los siete “sobres”, intercalados con la historia en prosa sobre páginas de fondo gris, diferenciadas de las demás; y en una especie de lista de esos sobres, que aparece en el capítulo III, cuando se describe el regalo. Esas páginas pintan la flora, la historia, la geografía, la literatura, la música, los mapas y las “ilustraciones” de la isla. Son el armazón que sostiene el relato.

Los personajes principales viven dentro de las visiones del mundo de los pueblos originarios de América del Sur, que, aunque se mestizaron por el contacto con las europeas, siguen sin perder sus valores esenciales: la vida en comunidad, la relación con la naturaleza y lo sobrenatural y los recuerdos de la colonización, tema permanente en el libro. Un buen ejemplo de esto último es la acusación directa a la Antropología como campo de estudio: “nos ven como a una pieza de museo”, se dice, quieren que sigamos “en el pasado”; otro, que se afirma que la colonización continúa actualmente: los blancos del presente se “aprovechan de que sus abuelos mataron a los nuestros”, afirma uno de los personajes.

La oposición ciudad versus isla explica la tensión entre Mari y Pascale, y también sus problemas de identidad. La identidad aborigen subsiste tanto en la isla como la ciudad, entre otras cosas, en la forma en que se ve a la naturaleza. En Chilco, como en toda la obra de los autores amerindios del continente, lo humano y lo natural están ligados. No hay una cosa sin la otra. Aquí, la rebelión humana y la natural van de la mano como pasa en El suelo bajo sus pies de Salman Rushdie. En ambos libros, la Tierra apoya la rebelión humana con terremotos. La narradora dice de ese momento: Todos “ondulábamos al ritmo de la corteza terrestre”.

En cuanto a la vida humana en particular, lo esencial es la comunidad: en la ciudad y la isla, Mari encuentra comunidades de distinto tipo y se refugia en ellas. En particular, en la isla todos se reconocen y fundan algo mágico porque Chilco es la última isla “sin colonizar”, el último territorio que sufrió “despojo, colonialismo y genocidio”. En ese lugar (que no es el propio), la narradora ve el amor, de un grupo humano y un medio natural decididos a sobrevivir pese a lo que ella (apelando a la teoría occidental) llama la “banalidad de la crueldad”.

Los que ejercen esa crueldad son el gobierno, las mafias y los negocios, representados, entre otros, por la Inmobiliaria Mayor, que hasta se aprovecha de las rebeliones populares para extender sus dominios. El símbolo de las consecuencias de esa expansión es la extinción de las ballenas, de la que se habla varias veces. En la ciudad, por ejemplo, en el museo en que trabaja, Mari le muestra a Pascale el esqueleto de una ballena azul a la que llama “la última” y Pascale se conmueve enormemente porque las ballenas eran parte de su vida de mapuche. Y Catrileo cierra la narración con un avistamiento inesperado: vistas desde la isla, las ballenas “nadan en círculos, sin miedo a la extinción”; “los corazones más grandes del mundo retoman sus latidos”. Tal vez (ese final es muy abierto e intencionalmente confuso), ese regreso también implique que empieza a latir de nuevo el corazón de la isla, a la que los chilqueños “conciben como un ser vivo que los cobija y al mismo tiempo los expulsa”.

Tanto Pascale como su padre, León, están ligados a Chilco: “llevan adentro todo un territorio”. Mari, la narradora, en cambio, nació en la Capital, lejos de sus raíces quechuas. Pero lo originario la rodea y se puede rastrear en todos los niveles de la historia. Un ejemplo entre muchos: en Chilco, como en muchos pueblos originarios, hay una naturalización del amor homosexual. Mari tiene primero un amor con una mujer y después con Pascale y no hay ni comentarios ni reflexiones al respecto. No hacen falta. Se acepta lo que le pasa como lo que es: un sentimiento. En ese plano también, la novela de Catrileo tiene la belleza dura, áspera, que le da su carácter de literatura política.