Es difícil decir que uno es fan de algo que siempre estuvo ahí, de algo que no se puede elegir. Porque detrás de todo lo que me gusta están los beatles. Y lo escribo en minúsculas porque a esta altura, más que una banda, es un componente que se puede reconocer tanto en un cantautor indie, como en los Rolling Stones –la banda que se supone había venido a rivalizar con ellos–. Esto es innegable más allá de que Lennon y McCartney efectivamente les hayan enseñado cómo hacer canciones a sus amigos. Es decir que, desde que escucho música, están los beatles: como estrategia de marketing (falsas rivalidades), y como plantilla para entender la música en módulos. A mí, que me encantan las canzonetas napolitanas, no sé si estoy reconociendo su influencia dentro del rock inglés, o sólo reacciono a “lo beatle” que tienen las composiciones del siglo XIX. Porque las canciones de los Beatles pueden ser apacibles o furiosas, pero lo importante es que por su culpa ahora la ópera se divide en arias, y en todo lo demás. Una chacarera había pasado de ser acervo santiagueño a una canción exótica, y un tango: a algo parecido a "The long and winding road".

Cuando tenía ocho años era difícil caminar por Caleta Olivia sin sentirse en un musical de Alta Tensión. Es que una amiga de mamá trabajaba pasando música por los altoparlantes de esa colonia petrolera, y era imposible salir a la calle sin parecer un bailarín. En mi ingenuidad daba dos pasitos y cambiaba el ritmo, para descoordinar con la música, para dejar en claro mi simple propósito de caminar. Pero tempranamente me di cuenta de que esta Nueva Ola era en realidad un mar profundo. En la boutique conseguimos mis vistosos anteojos celestes con los oxfords cuadrillé que luzco en esas fotos familiares, donde todos aparecen con el pelo hasta los ojos. Eran los ‘70 y un rincón de la Patagonia podía verse como cualquier capital del mundo. No hacía falta estudiar Schumann para armar una orquesta.

¿Se puede ser fan de algo así sin ser conformista? ¿De algo que todo lo reformateó? La rebeldía contra el sistema, contra la guerra, contra el consumo, la conocimos por las canciones de los beatles, y por sus declaraciones atrevidas. Después, todo comenzó a diluirse, como pasa con lo que queda expuesto al tiempo lo suficiente. El punk tomó la rebeldía, el pop lo almibarado, los centros de estudiantes la conciencia social, y eso también sufrió una degradación: los rockeros vernáculos rebelándose contra el idioma inglés, las boybands o el trap contra el tecno, y los centros de estudiantes enfrentados a los troll centers. Pareciera un escenario muy alejado al de los Beatles, pero es el resultado del mismo marketing fundado en los ‘60.

Las bandas tributo pueden verse como el empujón final que sepultó a aquellos héroes en el campo de la necrofilia. Por eso es más transgresor que de esta zona inofensiva del homenaje se proponga recuperar aquel propósito de cambiarlo todo, de parar la guerra. Para eso hay que rebelarse primero contra la función domesticadora del entretenimiento. Y después, rebelarse contra la imitación congelada del fanático. Ayer fui a ver a The Beats, y me encontré con esta transfiguración de una banda tributo, donde los artistas de la mímesis se volvían el centro histórico del fenómeno beat. Es decir, una apropiación de la memorabilia para volverla inquietante al espectador desprevenido. Si la acción de John y Yoko en el Hilton resultó incómoda, fue por la transgresión de usar una cama con fines no sexuales, más que por el mensaje antibelicista de estos hippies ricos. Ayer en el Gran Rex mientras se proyectaban las imágenes de Luther King, el Che Guevara, y Evita, nos sentimos trasladados a un tiempo de rebeldía sin izquierdas ni derechas. Un mundo lejano donde se podía distinguir la paz y el amor, de la falsa moral. En estos días las viejas consignas pacifistas de pronto recuperaron su sentido en una Argentina que compra aviones de guerra y se inmiscuye en conflictos mundiales. Se necesita mucha vitalidad para desafiar la gigantesca fuerza de aquello que nos contiene. Para cuestionar el mercado de consumo desde el lugar de la moda. Confrontar la lógica de la guerra con música estruendosa e indumentaria militar. –Los micrófonos y parlantes fueron desarrollados por la industria armamentista–. Esta apropiación de símbolos y herramientas para volverlas contra la matriz, parece ser el mayor legado del Pop. Es lo que hicieron nuestros héroes, y en ese camino también The Beats, la mejor banda tributo de los beatles, en el mundo.

Sergio Pangaro nació en 1965, Comodoro Rivadavia. Al año de nacer se mudó a Caleta Olivia donde cursó el jardín de infantes y tres grados de la primaria. El resto de su formación la completó mayormente en La Plata. Grabó varios discos con sus agrupaciones Baccarat y San Martin Vampire. Recibió un Cóndor de Plata por la banda sonora de la película El hombre de al lado. Actuó en las películas Vaquero, El artista, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, Armonías del caos, Juan y Eva, Penélope, Como funcionan casi todas las cosas, Moacir, Gran Orquesta. Escribió Señores chinos, la biografía de Margarita Kenny, y colaboró regularmente en la revista literaria Tokonoma.