El hombre joven lleva un vaso hacia la boca, el trago es largo y dice: —Me dijo que era un buen momento para tener una mascota, no sé para qué le doy bola.

—Peor es que te pidan un hijo—contesta el compañero mientras pasa levemente la palma de la mano derecha sobre su frente que parece nunca acabar.

—Me la veo venir, al principio que se va a encargar de sacarlo, de ponerle la comida, de llevarlo a veterinario y una vez que te encariñas, ¡chau! —dice el hombre joven y toma otro trago largo de cerveza. El cuadro en la pared del disco London Calling  The Clash es de una notable calidad de imagen, piensa mientras habla. La voz de su compañero lo interrumpe.

—Conseguite una mascota, que pueda subir las escaleras y esté con ustedes.

—No sé, ya me pasó con el gato.

—Con los gatos no tenés problemas con las escaleras—dice mientras mira a la moza que pasa por detrás del hombre joven.

—Hermoso gato tenía cuando la conocí, vivían juntos en un noveno piso. Yo pensaba que no había problemas con la altura, que con un gato se podía vivir tranquilo, hasta dentro del mirador del Monumento a la Bandera.

—Los gatos siempre caen bien parados, ni un problema te traen.

—Yo creía lo mismo amigo. Ni se me ocurrió decirle lo de la red.

—No sabía que habían tenido un gato…

—No con ella, con Alejandra. Al tiempo se terminó —dice el hombre joven y bebe.

—¿Qué les pasó?

—No sé, ella tenía un contacto muy especial con la naturaleza. Le gustaba ir a las plazas, parques y abrazar los árboles. Decía que tenían una energía especial, que eran testigo de todo. Una vez me contó que en Aracataca había un árbol de doscientos años; que había inspirado a García Marquez a escribir no sé qué capítulo de Cien años de soledad, donde Aureliano Buendía quedaba atado. “Hay que hablarles a las plantas” me decía, “pedirles permisos, tienen derecho y hay que respetarlas”.

—Con una mascota las mujeres no te hincha las pelotas, y la tenés que cuidar, así se siente cuidada ella.

—¿Qué sabé vos?, cuarenta años con la misma mina.

—Sos un boludo, no se te puede caer un gato por el balcón. ¡Y no me vas a decir que se pelearon por eso!

—Vos porque sos un monovagina, ahora las minas son diferentes…

—Múdate a una casa antigua, así como este bar, de un piso y con techo alto. Que tenga una escalera con una pieza arriba, no mucho más. Una casa de frente, a la calle.

—¿Estás loco? No se cae, pero se me va a la calle y acá manejan como loco —dice el hombre joven.

—Una mascota, que duerma arriba, en la escalera. Un perro si te trae tantos problemas el gato —interrumpe estirando el cuello, y mirando más allá del hombre joven—, atienden bien en este bar—agrega y bebe de la pinta —cuando yo era pibe no había bares así.

—La conozco, va a ir por más. Cuando querés acordar está durmiendo en la cama con nosotros. Ya me pasó con Alejandra.

—Hagan cucharita entre los tres, vas a estar con mejor cara —dice el compañero mientras con el índice y el pulgar de la mano derecha aprieta la mejilla izquierda del hombre joven.

Dice el hombre joven mientras le retira la mano con un gesto técnico de su brazo izquierdo que parece propio de un arte marcial: —Vos porque sos un viejo pajero.

Al rato, la moza renueva una vuelta de pintas en la mesa de la izquierda y el compañero del hombre joven espera que haga lo mismo en la suya. Observa cómo el hombre joven apoya el vaso que sostiene con la mano derecha, lo mira a los ojos y habla:

—Me quedé pensando en el árbol de Aracataca, lo vio a García Marquez, ahí, caminando, imaginando. También debe haber visto al padre y a la madre, testigo de todo lo que dio paso a la magia. ¿Te das cuenta lo que te falta?

—Te hubieras llevado bien con Alejandra —contesta el hombre joven mientras mueve el índice de la mano derecha de forma circular sobre el centro de la mesa, sin mirar la cara de su compañero, sino el cuadro de The Smiths que está a pocos centímetros del cuadro de The Clash.— Por suerte tenemos la música todavía y este lugar.

—La música de mi época, ¡cómo sonaban en los casetes!

—Estás viejo, no lo digo por la música.

—Te hace falta leer poesía y mirarla a los ojos.

—También le gusta mucho ir de camping. A mí no. Mucha falopa hippie, esto del cosmos y la energía. Conmigo no va. Alejandra pensaba más o menos igual y el gato tenía que ser libre, así le fue—dice el hombre joven.

—Bueno, las loquitas hippies cogen bien, que no es poca cosa en estos tiempos, y por lo que me contás, ella te quiere.

—Se hizo mierda. Era un buen gato, blanco y mimoso. Shiro se llamaba, porque andaba de acá para allá.

—Viste como es, hay una química especial entre las mujeres bellas, los gatos y la naturaleza —le dice al hombre joven y toma el último trago de la pinta.

—Pero no, ella no acepta ningún error en el vínculo y dice que me va a salvar, que yo estoy mal y que la necesito, y lo hace todo por mí. Por eso dice que quiere una mascota, por mí dice que la quiere.

—Entonces te quiere…

—Que la mascota me va a hacer bien y que nos va a unir.

—Algo le tenés que dar, sin proyectos la pareja se cae. Dale la mascota.

—Quiere la mascota para ella, ya sé cómo es. Voy a tener que poner una red en el balcón.

 

—De los gatos se aprende, vivís en un lugar bajo —dice el compañero, mientras busca a la moza que parece haberse ido del bar.