“Nunca usé celular. No sabría ni siquiera encenderlo. Nunca descubrí la ventaja del estar siempre disponible para los demás. Es un artefacto muy absorbente, además. Adictivo”, dice Mauricio Kartun. Tiene un teléfono fijo con contestador y usa el mail, que responde casi con la inmediatez que se le exige al móvil. No tener celular le da rienda suelta a la imaginación y ensancha su mundo: “Hace poco, en un viaje en subte desde Villa Crespo hasta San Telmo, mientras el resto del vagón escroleaba, anoté en mi libretita cuatro imágenes con las cuales al otro día escribí ocho horas. Mi cabeza funciona muchas horas por día en lo que en el oficio llamamos ‘modo abierto’, imaginación libre; sin esos acopios no hay manera de laburar luego en ‘modo cerrado’. ¿Cuál sería la ventaja de distraerla?”, se pregunta.
El living de su casa remite a un pequeño escenario: hay máscaras y caretas por todos lados, libros apilados en cada rincón y premios y estatuillas aquí y allá. Expresivo hasta la médula, el prestigioso dramaturgo y director teatral argentino responde con entusiasmo, con los ojos, las manos, con el cuerpo y los acentos cada vez que necesita enfatizar y dejar en claro dónde está parado.
Mauricio Kartun estudió dramaturgia, dirección teatral y actuación. Creó la carrera de Dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático y dictó clases en la Escuela Superior de Teatro de la Universidad Nacional del Centro, en Tandil. En 1973 estrenó su primera obra, Civilización… ¿o barbarie?, en colaboración con Humberto Riva. Con el tiempo llegaron Gente muy así, Chau Misterix, Pericones, Salto al cielo y Desde la lona. Autor de El niño argentino, El partener, La casita de los viejos, Sacco y Vanzetti, La Madonnita, Ala de criados, Salomé de chacra, Terrenal, Pequeño misterio ácrata, La Vis Cómica y la novela Salo Solo, el patrullero del amor, de reciente publicación y escrita en plena pandemia. Recientemente estrenó en el Cervantes la premiada Salvajada, una adaptación teatral del cuento “Juan Darién”, de Horacio Quiroga, dirigida por Luis Rivera López. Obras suyas en cartel, La vis cómica, en el Centro Cultural de la Cooperación, y El zoo de cristal, en el Teatro Picadero.
Por su trabajo recibió una gran cantidad de premios y reconocimientos, entre los más recientes, el Premio “María Guerrero” por su trayectoria y, junto a Griselda Gambaro, Néstor Tirri y Tito Cossa, “La Rosa de Cobre”, galardón creado en 2013 por la Biblioteca Nacional que, en esta oportunidad distinguió la dramaturgia “de autores en plena vigencia que, con su obra, dejaron un aporte mayúsculo a la cultura nacional”.
En diálogo con Página/12, el dramaturgo comparte sus sensaciones de la Argentina de estos días y recorre el camino del arte en estos cuarenta años de recuperación de la democracia. Además, el teatro como lenguaje, la trascendencia de la Ley Nacional del Teatro y la necesidad de “defender lo logrado”.
-¿Qué sensaciones le dejó el resultado de la segunda vuelta electoral?
-Desde cierto punto de vista, la historia del mundo es la historia de sus transformaciones sociales o, si se lo quiere ver desde el punto de vista de la acción popular, de sus conquistas sociales. Si uno piensa al mundo desde una evolución en la cual lo que hemos ido ganando son mayores estadios de felicidad, luchando siempre por conseguir mejores condiciones en lo laboral, lo social, lo cultural o lo educativo, la alternativa de un pensamiento que plantea mecanismos económicos a costa de esas conquistas resulta un bruto derrumbe histórico. Un retroceso doloroso, siendo que cada uno de los pequeños pasos de avance que ha habido en términos de conquista social, de felicidad, han costado muchísimo. Vienen épocas de defender lo logrado. O, frente al derrumbe, como ya lo hemos hecho, volver a construir con paciencia.
-A 40 años de la recuperación de la democracia, ¿qué imágenes se le hacen presentes cuando recuerda los tiempos de la última dictadura cívico militar?
-Muchas, claro, y siniestras. Elijo no obstante una muy conmovedora del momento mismo de aquella recuperación. Apenas vuelta la democracia se abrieron posibilidades de trabajo que no habíamos tenido en todos esos años. Me convocaron para un taller en la ciudad de Trelew. Siempre recuerdo esta imagen: recién llegado conocí a alguien que había vivido ahí su exilio interno, un militante popular que había decidido irse con su familia a vivir a la ciudad más lejana y más desconocida, para alejarse del miedo. Recuerdo su relato del día en que volvió la democracia: “viví anónimo durante todos estos años. No era nadie. El día de la vuelta de la democracia salí con un bombo a la mañana y estuve hasta la noche recorriendo las calles sin parar de tocar”. El estallido de la identidad tras el silencio forzado. No podría encontrar una imagen más elocuente de lo que fue aquel momento, que la de ese tipo silenciado que necesita atronar con el bombo todo un día para poder decir al fin “este soy yo”.
-Teatro Abierto fue un movimiento cultural que comenzó en 1981 contra la dictadura. ¿Cómo fue esa experiencia?
-Los años de la dictadura fueron de una extraordinaria oscuridad cultural, años de mucho miedo, mucha retracción y autocensura. Las luces se prendieron únicamente en los sótanos. Teatro Abierto fue un ejemplo de esto. La gente se empezó a juntar, a decir algo. Hacíamos obras que hablaban de la realidad y la situación política, pero a través de metáforas, con mucho uso de lo figurado. Y aun hablando a través de figuras, a Teatro Abierto le incendiaron el Teatro Picadero. Apenas vuelta la democracia aparecieron en teatro movimientos jóvenes que reivindicaban la posibilidad de hablar literalmente y de no quedar atrapados en la temática política. Y eso que al principio produjo un poco de escozor, al contrario, lo viví con esperanza. Sentí en ese momento que se estaban haciendo cargo de una nueva época, de un optimismo sobre el que nosotros todavía dudábamos. A ese cambio generacional lo recuerdo como un momento de gran fe; ver en los más jóvenes la posibilidad de volver a escribir un teatro en el que simplemente pudiésemos divertirnos. El teatro ya no era más esa mezcla de arma, herramienta y medio de difusión requerido por la situación política, sino que podía volver a sus orígenes lúdicos. Recuerdo el retorno de la democracia como un momento de una extraordinaria vitalidad y una gran alegría. En mi caso, además, se junta nada más y nada menos que con el nacimiento de mis dos hijos.
-¿Cómo se vincula el arte con el poder?
-Es una relación controvertida, inevitablemente. La del arte es una función desorganizadora; la función del arte es la de desconcertar y la del poder es la de concertar (sobre todo alrededor suyo). El arte supone la hipótesis de permitirle ver al espectador la realidad desde un punto de vista diferente; desconcertar frente a la realidad para poder crear un punto de vista propio, nuevo, original, que nos permita ver la realidad fuera de sus redes conceptuales, que es lo que termina atrapando a nuestra cabeza siempre: entrar en el rulo y pensar de una manera circular sin poder salir de allí, sin poder cuestionarla. Las pocas maneras que tiene nuestro cerebro de cuestionar la red conceptual es mirarla desde el desafío de la filosofía, desde el estado extático de la religión o desde el arte. No tenemos muchas más alternativas para que nuestra cabeza salga del rollo. En términos de conflictiva personal, podríamos pensar quizá en el psicoanálisis, que no deja de ser una forma de filosofía personalizada. Pero no tenemos muchas otras posibilidades. Entonces, si el arte se acepta como mano expresiva del poder inevitablemente se acepta como mano ejecutora de ese rulo, queda atrapado en el ciclo, en el círculo, en el rollo de esa red conceptual.
-¿Cuál es la condición primera del arte?
-Creo en cierta condición rebelde, a veces fastidiosamente rebelde, que tiene el arte. El arte es en ese sentido una forma joven de pensamiento siempre en tanto es alternativa. Cuando pierde esa condición pierde justamente alternativas, pierde posibilidades, se queda con un solo punto de vista y ya no sirve.
-¿El arte se transforma o lo que cambia son los modos de transmitir contenidos?
-El arte en su esencia se sigue apareciendo mucho a sí mismo, no hay una gran diferencia entre el teatro de hace 2400 años, por ejemplo, y el teatro de hoy. Los mecanismos y los procedimientos son los mismos, lo que cambian son las convenciones. Le corresponden las generales de la ley de la fenomenología de lo poético. La poesía es siempre la misma, lo que cambian son las convenciones, aparecen nuevas metáforas, nuevas paradojas, nuevas figuras, pero la poesía sigue siendo la misma. Con el teatro pasa igual. No así cuando uno lo mira en el devenir de la pequeña sociedad que nos rodea.
-¿Por qué allí se circunscribe a una realidad más local?
-Lo que yo veo allí en los últimos 40 años en principio son dos fenómenos muy fuertes. El primero es la consolidación del teatro como lenguaje después de haber atravesado un momento de decadencia, en el que parecía que los lenguajes audiovisuales definitivamente lo desplazaban y lo dejaban como lenguaje ya anacrónico. Pero el teatro se rearmó; sobre todo en los últimos 20 años se rearmó aquí con una fuerza sorprendente. Hay razones, o al menos hipótesis. Con la Ley Nacional del Teatro -hoy en peligro- apareció un apoyo desde el Estado de la actividad teatral que produjo una multiplicación de salas, maestros, nuevos artistas, subsidios a las producciones. Esto permitió que el teatro se vuelva lengua y medio de expresión para miles de personas. Hace poco leí una estadística que decía que Buenos Aires tiene más del triple de estudiante de teatro que cualquier capital europea. La cantidad de estrenos que tiene Buenos Aires supera a cualquier capital teatral importante. El teatro es un lenguaje que se ha asumido como posible y sin reserva, cualquiera puede hacer teatro, requiere solo de cuerpos. Si pienso en los años que he vivido haciendo teatro, diría que estos últimos 20 son aquellos en los que siento que este es el sistema teatral que quiero habitar. El segundo fenómeno es la llegada de gente muy joven a un lenguaje considerado viejo. Cuando alguien joven toma un lenguaje lo modifica con absoluta soltura, con espontaneidad, le pone su propia realidad, lo vuelve espontáneamente inclusivo. El teatro se ha vuelto una herramienta a la que se toma desde su conocimiento, pero también desde la frescura de su desconocimiento.
-¿Cuánto aportan al mundo del arte las plataformas de streaming?
-Por un lado, en tanto ofrecen una enorme variedad de contenidos y una accesibilidad grande, son positivas, naturalmente. Nunca vi tanto cine como estoy viendo en los últimos años gracias a ellas. Por otro lado las corporaciones, en tanto trabajan a demanda, empiezan inevitablemente a crear una estética que trata de quedar bien con Dios y con el diablo, es decir, intenta que todas las producciones, para tratar de llegar a la mayor cantidad de gente posible, eviten zonas de compromiso que sectorizan. Esa necesidad patética de los finales felices forzados, la manera que tiene el productor de que nadie quede irritado en el final y que, por supuesto, haya posibilidades de continuación a una nueva temporada. Eso me irrita, me fastidia la sensación de una ficción que le hace fiestas al espectador como los perritos cuando quieren que los saques a pasear. Pero al mismo tiempo eso crea una sectorización positiva desde el punto de vista del teatro.
-¿En qué sentido?
-Si yo quiero ir a buscar lo disruptivo, o lo más profundo, lo distinto, no lo voy a ir a buscar a una plataforma. Buscaré en el teatro ese otro punto de vista alejado de todo compromiso empresarial. Voy a ir al teatro porque las que mandan allí son cabezas que no tienen dependencia con una empresa sino con su propia necesidad de expresión poética. Es el artista y no su empresario. El buen teatro se valoriza muchísimo más como alternativa en contraste con estas producciones industriales. Y hay todavía una tercera diferencia: lo solitario y lo convivial. El teatro sigue proponiendo la convivencia. El teatro propone a la gente juntarse codo con codo para palpitar. Palpitar tiene dos acepciones: por un lado, la palpitación, vibrar y hacerlo juntos; y por otro lado, el pálpito, mirar hacia el futuro y ver hipótesis. El teatro permite y ha permitido la ronda del convivio desde el viejo círculo de la tribu que se juntaba alrededor de alguien que contaba una historia y lo que permitiera eso, palpitar, vibrar juntos y crear por lo tanto hipótesis de futuro. Nos quieren aislados. El teatro nos junta. Cómo no sería preciosamente antisistema.
-¿Cuánta posibilidad hay de escribir con absoluta libertad sin pensar en la recepción del espectador?
-Siempre hay un momento para el escritor en el que la historia se vuelve más apasionante que el contexto en el que es escrita. Es como pasa con el amor. Vivir un amor, por ejemplo, alejado de la moral y de los prejuicios de una sociedad. Bueno, es muy difícil hasta que los dos cuerpos se juntan y crean un territorio nuevo, común, entonces todo lo que está afuera desaparece y los dos cuerpos abrazados dejan afuera a todo el resto. En la escritura pasa algo parecido: hay un momento de relación, un momento erótico en el que la realidad desaparece y uno escribe con una extraordinaria libertad. Siempre es una negociación entre lo más rupturista, que es lo que propone el artista, y los límites de recepción de esa ruptura, que es lo que hace que ese material tenga vigencia; tampoco tendría sentido crear algo que en esa negociación resulte insoportable para el espectador.
-¿Alguna obra, en el teatro de todos los tiempos, que por algún motivo se destaque por sobre el resto?
-Hay varias. Pero hay una que sin ser universalmente valorada, aparece en mi propio sistema de valores siempre como una perla preciosa: Babilonia, de Armando Discépolo. Por varias razones. En principio, porque en términos de construcción tiene cosas sorprendentes, por ejemplo, que sea una obra de muchos personajes y extremadamente breve. Una proporción rara y virtuosa. Es una obra de una hora en la que el protagonismo es coral y consigue el prodigio de que todos los personajes tengan sus pasajes de bravura, todos tienen su gran momento, todos son coro, pero cada uno de ellos tiene una voz solista. Una obra de un humor extraordinario, un sentido muy profundo y un final escalofriante. Diría que es una metáfora notable y muy impiadosa de la Argentina.
-¿Por qué de la Argentina?
-Alguna vez jodiendo dije que, si así como la Argentina tiene al ceibo como flor nacional y tiene la rodocrosita como la piedra nacional, deberíamos proponer que tenga también su obra de teatro nacional y en ese caso propondría que fuese Babilonia. La pieza tiene de todo; es una metáfora de la Argentina: no quiere ser buenita con el espectador, no viene con eso de “cantemos el himno abrazados hermanos que este país es hermoso…”. Por el contrario: habla de orígenes controvertidos, habla de mediocridades, habla de traiciones; es una obra extremadamente impiadosa y sin embargo cuando llega al final lo que uno siente es “de allí venimos”.