La masacre de Gaza se globalizó. La agenda mediática, los claustros académicos y los debates públicos se rehúsan a invisibilizar lo que indudablemente se constituye en un crimen de lesa humanidad. Los predios universitarios de diferentes países occidentales, entre ellos los de Estados Unidos y los de Europa occidental, exhiben las protestas estudiantiles donde se repudian tanto las hambrunas como los bombardeos que se llevan a cabo sobre la población civil. A siete meses de las elecciones, Joe Biden puja por calmar a la opinión pública para evitar que las movilizaciones en solidaridad con Palestina impacten en forma negativa entre los votantes demócratas.
Esos antecedentes son los que motivan al Jefe del Departamento de Estado, Antony Blinken, a insistir en un cese del fuego útil para permitir el ingreso de ayuda humanitaria a la población palestina sitiada por Israel y Egipto. Esa es también la razón por la que Washington ha promovido las imputaciones contra cinco unidades de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), bajo la denuncia de violar los derechos humanos de la población civil.
En la última semana, la policía de Nueva York desalojó el Hamilton Hall, un emblemático edificio de la Universidad de Columbia. Dos días después, los organismos de seguridad irrumpieron en el campamento estudiantil de la Universidad de California (UCLA), deteniendo a decenas de manifestantes. Hechos similares se han sucedido –desde el 18 de abril– en tres docenas de universidades estadounidenses donde se procedió a la detención de dos mil estudiantes. En las universidades francesas también se llevaron a cabo múltiples expresiones de condena a la política del gobierno israelí: en Sciences Po, de París, los colectivos estudiantiles han solicitado suspender sus vínculos con los centros de investigación israelíes e iniciado una huelga de hambre en protesta. En América Latina, Colombia ha imitado los pasos de Bolivia y a partir del 2 de mayo implementó la ruptura de las relaciones diplomáticas con Tel Aviv.
Las manifestaciones que se suceden en diferentes países buscan ser tergiversadas por las usinas de propaganda occidental, funcional a los intereses de la derecha israelí. Mientras que las múltiples expresiones se orientan a cuestionar las políticas coloniales de Israel respecto a los territorios palestinos ocupados y/o sitiados y el trato a la población civil, los periodistas de chequera catalogan a los manifestantes como antisemitas y judeófobos. Para instalar y naturalizar ese malentendido, los encargados de defender las política de Bibi Netanyahu apelan a la definición acordada por la Alianza Internacional para la Conmemoración del Holocausto (IRHA), olvidando que la propia institución advierte taxativamente, que “las críticas contra Israel, similares a las dirigidas contra cualquier otro país, no pueden considerarse como antisemitismo”.
Quienes justifican los bombardeos sobre población civil en Gaza buscan silenciar a sus detractores haciéndole creer a la opinión pública que las manifestaciones contra las masacres –y la compasión con los miles de asesinados y encarcelados palestinos– suponen una automática legitimación de los crímenes ejecutados por Hamás. Una de las intelectuales que han cuestionado con mayor precisión estos malentendidos intencionales ha sido Judith Butler quien se ha solidarizado con las organizaciones judías francesas que repudian la opresión, la ocupación y la masacre contra los gazatíes: “Tsedek y la Union Juive Française pour la Paix, representan principios que resuenan en Jewish Voice for Peace, la organización a la que he pertenecido durante muchos años en Estados Unidos”. Esa posición la llevó a negarse a participar de una marcha organizada por la ultraderecha francesa, convocada, entre otros, por los neofascistas Eric Zemmour y Marine Le Pen, para respaldar las políticas de Netanyahu, advirtiendo que “el Estado de Israel no representa a todo el pueblo judío, y que la crítica y la oposición al Estado de Israel en sus acciones genocidas es en realidad, para mí, una obligación de ética judía”.
Por su parte, Naomi Klein –la intelectual canadiense autora de La doctrina del shock– precisó en un reciente artículo en The Guardian que “Nuestro judaísmo no puede ser contenido por un etnoestado, porque nuestro judaísmo es internacionalista por naturaleza (…) Nuestro judaísmo no se ve amenazado por personas que alcen sus voces en solidaridad con Palestina (…) Queremos liberarnos del proyecto que comete genocidio en nuestro nombre…”. La solidaridad con el pueblo palestino, que tiene el derecho inalienable a contar con un Estado soberano, ni implica de ninguna forma justificar el acto criminal cometido por Hamás. La socióloga israelí Eva Illouz, autora de ¿Por qué duele el amor?, articuló ambos principios en un párrafo: “no hay contradicción entre oponerse firmemente a la subyugación y ocupación de los palestinos por parte de Israel y condenar inequívocamente los brutales actos de violencia contra civiles inocentes”.