Del 6 al 9 de junio próximo se llevarán a cabo las elecciones para el Parlamento Europeo y existen grandes posibilidades de que la derecha y la ultraderecha de origen fascista logren su mejor resultado electoral desde que se instauró en 1979 la elección por sufragio directo y universal. La votación suele ser un termómetro de la orientación ideológica y del estado de ánimo de las casi 380 millones de personas habilitadas para elegir 720 escaños. Se conjetura que las corrientes neoliberales, identitarias, xenófobas, islamofóbicas, enemigas de las perspectivas de género y orgullosas de su pasado (y presente) imperial, serán las encargadas de orientar la política comunitaria en el próximo lustro.
Las causas de esta deriva reaccionaria se explican tanto por el fracaso del capitalismo financiarista y depredador como por la pérdida relativa de la centralidad hegemónica atlantista frente al poderío militar ruso y la emergencia económica y productiva china. El intento más reciente por impedir la pérdida de centralidad –que estas derechas radicales pretenden garantizar– se lleva a cabo a través de la instauración de algoritmos de control y la proliferación de información confusa y desjerarquizada. Esta operación pretende, al mismo tiempo, quebrar las redes comunitarias (todo lazo o tejido social) y al mismo tiempo monetizar y manipular las subjetividades.
Las derechas conservadoras europeas has mutado, como respuesta a estos desafíos: deben hacerle frente a las bajas tasas de natalidad, la herencia colonial –con su correlato inmigratorio– y la concentración creciente y monopólica del capital. El paradigma corporativo de la actual etapa reaccionaria son los Fondos de Inversión (y buitres) que exigen Estados fuertes para imponer políticas de desregulación, imprescindibles para maximizar la explotación de la fuerza de trabajo y viabilizar la mercantilización y depredación del medio ambiente.
En las elecciones europeas participarán dos tipos de derechas: las conservadoras radicalizadas –que promueven políticas neoliberales basadas en la promoción de la desregulación, la privatización y la flexibilización– y las identitarias –que sustentan posiciones más estatistas–. Ambas, sin embargo, coinciden en sustentar la teoría conspiranoica del “Gran Reemplazo” que caracteriza a las migraciones de los países pobres como una operación destinada a suplantar a la población blanca mediante mecanismos demográficos.
La crisis del modelo neoliberal, que fue destruyendo en forma paulatina al Estado de Bienestar, quebró también el equilibrio entre la socialdemocracia –sostenida por los sindicatos– y los demócratacristianos, apalancados por las iglesias cristianas. Ambos colectivos pactaron con la lógica financiarista y lograron debilitar a los sindicatos mediante la utilización de las personas migrantes como lucrativos ejércitos de desocupados, útiles para debilitar a los trabajadores depreciando el costo laboral y destruyendo los convenios colectivos. La clase obrera europea, en este marco, conjetura que el refugio en las derechas identitarias le permitirá, por lo menos, defender sus tradiciones.
La socialdemocracia, el socialcristianismo y la izquierda europea terminaron siendo cómplices de la reacción identitaria: la clase obrera se derechizó mientras el pacto neoliberal se encargaba de desindustrializar, precarizar y permitir un aumento exponencial de la concentración de la riqueza. Frente a esta triple realidad –pérdida de la hegemonía atlantista, deterioro de la calidad de vida de los sectores populares e instauración de una cultura xenófoba– la derecha antisistema se presenta sin complejos como paradigma de transformación de un statu quo anquilosado.
El sociólogo Wilhelm Heitmeyer considera que esta situación de crisis neoliberal habilita la aparición de una crueldad desinhibida que promueve formas de superioridad sobre migrantes, disidencias sexuales y colectivos vulnerables. Esas prácticas legitiman un clima de darwinismo social que apela a falsas reglas meritocráticas para fundamentar la exclusión, la segregación y el desprecio. En este clima de deterioro social, frustración, y violencia simbólica emergen líderes neofascistas: Marine Le Pen en Francia, Giorgia Meloni en Italia, Geert Wilders de los Países Bajos, Sebastian Kurz en Austria, Santiago Abascal de España, Alternativa por Alemania, los Demócratas Suecos, los polacos de Ley y Justicia, y el Partido Popular Suizo, entre otros.
Donald Trump, Jair Bolsonaro y Javier Milei son también tributarios de la frustración democrática cuando se posicionan en defensa de la gente normal frente a las castas, el Estado Profundo o los globalistas de Wall Street. Son los actuales protagonistas de la fachosfera, encargada de intentar el salvataje de un capitalismo depredador, enemigo de los trabajadores y de las soberanías nacionales. Franco, Mussolini y Hitler buscaron evitar los proceso revolucionarios posteriores a 1917. La reacción actual se ofrece nuevamente como salvadora. ¿Qué puede fallar?