Para los griegos los bárbaros eran los que estaban por fuera de su orbe, es decir los no griegos. Los romanos, con su organización política y militar, mantuvieron un concepto similar que, no obstante, flexibilizaban a medida que absorbían nuevos pueblos dentro de su vasto imperio, incluídos los griegos. Para Domingo Faustino Sarmiento, en cambio, los bárbaros eran los de adentro, los que vivían en el país, y sostenía que había que “erradicarlos” y reemplazarlos por ingleses, franceses y alemanes, descendientes a su vez de sajones, germanos y francos que, para los romanos del imperio, fueron ejemplo de barbarie. Si Sarmiento hubiese sido griego —o romano— habría exclamado ¡vivan los bárbaros! Por su parte, Bartolomé Mitre, quien curiosamente era descendiente de griegos (su apellido era una reducción de Mitropoulos), participó activamente en la desaparición del gaucho a partir de su victoria en Pavón. Organizó una guerra de policía contra lo que llamó la República del caudillaje, con persecuciones contra los gauchos adversos a su causa (ya que disponía de otros que le eran funcionales). Levas forzadas hacia la guerra del Paraguay, más la absorción del resto del paisanaje como mano de obra en las estancias. Recién cuando los gauchos desaparecieron se les perdonó su “barbarie” e incluso se los extrañó. Cuatro décadas más tarde, en el primer centenario de la República, el poeta Leopoldo Lugones, en un curioso tour de force, sostuvo que el gaucho nuestro descendía de los antiguos griegos y que su noble presencia había sido el elemento civilizador de la campaña. La barbarie, ahora, venía desde afuera, con los inmigrantes italianos, remanentes de aquel Antiguo Imperio Romano que, para ese entonces, había perdido la categoría de ser el centro de Occidente. Los criollos acaudalados, amantes de su tierra, no quisieron que el bárbaro inmigrante ocupase lo que sentían pertenecía al noble gaucho ausente y estableció un cordón para contener a la barbarie en los conventillos de las ciudades, aquellas ciudades que unas pocas décadas atrás habían sido sinónimo de civilización.

El autor de Facundo o civilización y barbarie, nació en de San Juan en 1811 y dejó este mundo en Paraguay, en la ciudad de Asunción, en 1888. Durante su existencia el territorio que hoy conocemos como Argentina vivió bajo una Pax rosista, origen de su Facundo, una Pax mitrista, una Pax sarmientina y otra roquista. Pax entendida como un orden obtenido por la fuerza y que a pesar del latinismo poco se parece a lo que entendemos por paz. Rosas la impuso luchando contra las provincias de filiación unitaria, aliadas a Francia, y contra los caudillos federales que pugnaban por una constitución nacional, aniquilando ranqueles en la campaña y negociando con Calfucurá.

La Pax mitrista se implantó luego de la anulación de la escena política del entrerriano Justo José de Urquiza por motivos que aún se discuten en cuanto a su derrota voluntaria el 17 de septiembre de 1861 en la Batalla de Pavón. Mitre, durante sus seis años de gobierno, tendrá más decesos por muerte violenta que los veinte del candado rosista. Sojuzgó a las provincias federales con la ayuda de Sarmiento como Director de Guerra en San Juan y de caudillos afines a su causa como los Taboada de Santiago del Estero, los Madariaga de Corrientes, y Venancio Flores de la Banda Oriental; empeñando al país, aliado al Brasil, en una guerra devastadora contra el Paraguay. Sarmiento, presidente de la Nación luego de Mitre, dio término a aquella guerra de exterminio, sometiendo a su vez a Entre Ríos luego del asesinato de Urquiza y al último caudillo refractario, Ricardo López Jordán.

Finalmente, Julio Argentino Roca sofocó una revolución impulsada por Mitre y sus partidarios, indócil a perder el poder, al punto de entablar —de Mitre hablamos— una alianza con los caciques Coliqueo y Catriel. Roca, como es sabido, acabó también con la dinastía de los Calfucurá de Salinas Grandes y emprendió la conquista de los territorios del Chaco. Sometió a los porteños duros, al mando de Mitre y Tejedor, y dentro de la administración de Avellaneda convirtió a Buenos Aires en capital, no ya de una provincia, sino del país. En el término de medio siglo Argentina vio la eliminación de lo que había sido gran parte de su población: gauchos, indios, negros. Desde el estado, a partir de la administración de Bartolomé Mitre, se propugnó el reemplazo de aquellos habitantes por otra de origen caucásico, europeo y preferentemente francés.

Hoy Mitre y Sarmiento pueblan la toponimia no solo de la Provincia de Buenos Aires sino de todas las Provincias. Sarmiento, sin ir muy lejos, es el prócer más homenajeado en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con todos los posibles sinotopónimos que se pudieron encontrar: 11 de Septiembre de 1888, calle Sarmiento, Avenida Sarmiento, túnel Sarmiento, calle Fragata Sarmiento, calle El Profeta de la Pampa, Facundo —lejos de ser un homenaje al caudillo riojano refiere al título de la obra más famosa del sanjuanino—, El Chacho, libro en el que justifica el asesinato de otro caudillo riojano, por extensión se homenajea a la madre Paula Albarracín de Sarmiento, Parque Sarmiento, Plaza Sarmiento, y quizá nos olvidemos de alguno más.

Sería más sencillo que se nos señalara qué localidad o pueblo NO tiene un Mitre o un Sarmiento. Este redactor sugiere como medio de comunicación el espacio para los comentarios que posee la publicación online de esta nota. Una casilla que en los artículos anteriores ha sido colmada de ecuanimidad, elogios, consenso y armonías.

Volvamos a lo nuestro. El ideal de civilización de la generación de Sarmiento partía de esta base: la Francia. Era una premisa por sobre todas las cosas radicada en la estética, en la esperanza de un grupo que soñaba con un público culto, de ciudad europea, parisina, que celebrara su visión y sus obras literarias. Una generación que soñaba con los laureles de Lamartine, de Víctor Hugo, de Volney, de Béranger, y de un Byron traducido al francés (incluso Shakespeare aparece citado en francés en los capítulos de Facundo). No importaban las noticias de los crímenes perpetrados por las tropas de ocupación francesas en España durante Napoleón o qué clase de matanzas podían estar ocurriendo sobre las tribus bereberes que desde 1832 se llevaban a cabo en Argelia. Nada podía opacar el juicio cuando Francia era la nueva Grecia, la representante más alta de la cultura occidental.

En 1847, en una carta a Carlos Tejedor, Sarmiento dirá sin ambages: “…sentir, como nos ha enseñado ha pensar y sentir la literatura francesa, única que usted i yo llamamos literatura”.

Dentro de aquel grupo de intelectuales pertenecían los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, José Mármol, Rivera Indarte, Bartolomé Mitre, Andrés Lamas, Juan Thompson, Juan María Gutiérrez, José María Cantilo, Félix Frías, Juan Bautista Alberdi y otros que alentaron la intervención francesa en el Río de la Plata con la esperanza de erradicar el duro yugo impuesto por el rosismo, pero a la vez, con la esperanza hacer de Buenos Aires un auditorio cultural a la parisien.

Sarmiento dirá con orgullo que aquella generación cometió el delito de leso americanismo, echándose —así lo describirá al final de su Facundo— en brazos de “la Francia” para instaurar una civilización europea con sus hábitos e ideas en las orillas del Plata.

Somos traidores a la causa Americana —agregará el sanjuanino— traidores a la causa Americana, española, absolutista, bárbara... Pues de eso se trata, de ser o no ser salvajes.

En este aspecto hay que cuidarse de lo que desean los intelectuales, máxime cuando el deseo es interpretado por un gobierno. Aquella generación de polígrafos tenía la particularidad de aunar en su vocación la poesía, la política y la carrera de las armas. Efectivamente, el plan que se ejecutó luego de Caseros, y mucho más luego de Pavón, modificó para siempre la faz del país. Pero por algún motivo, (y en el Río de la Plata una abundancia de impredecibles hace a nuestro Principio de Incertidumbre) el programa civilizatorio no resultó tal cual lo planeado.

Para la época de 1910, primer Centenario de la República, el poeta Leopoldo Lugones se lamentaba de la presencia de una “plebe ultramarina”, en referencia a los inmigrantes de baja extracción social, en su mayoría europeos, aunque no franceses. Los patricios argentinos vieron con muy malos ojos el recambio de habitantes perpetrado por los gobiernos que ellos mismos o sus padres habían apoyado, en especial la multitudinaria existencia de italianos. Imposibilitados de lograr la iluminada ciudad de sus sueños la clase civilizada prefirió entonces vivir por largas temporadas en la transoceánica Ciudad Luz. La primera Guerra Mundial y la barbarie que trajo aparejada la contienda fue un fastidioso inconveniente para los residentes argentinos en París —Lugones incluído— los cuales se reconocían en el ideal sarmientino. Sin embargo, nadie estableció la consecuencia directa de subscribir, por un lado, la carrera de las naciones europeas por ocupar el resto del orbe y, por otro, el inevitable choque de imperialismos a la carta que las diferentes potencias, Francia, Inglaterra, Alemania, desarrollaban unas a expensas de las otras y todas en detrimento de los pueblos conquistados.

En 1847, el cónsul francés en España, Ferdinand de Lesseps, había leído parte del Facundo y había otorgado al sanjuanino un salvoconducto para visitar el conflicto que Francia desplegaba en Argelia. Esperaba de Sarmiento un aliado que con su “espíritu claro, positivo y lúcido” juzgase con “sana” apreciación, “con exactitud y justicia”, la anexión de aquel país por parte de la Francia. La potencia luchaba a la sazón contra el líder bereber Abd al-Qadir, sometido pocos meses después de la llegada de Sarmiento. La derrota de Abd al-Qadir dio pie a la llegada en masa de colonos europeos al país africano. En el Plata, Rosas aún no había caído.

Luego de su visita y en vistas de la experiencia Sarmiento agregará un nuevo párrafo a su Facundo:

Las hordas beduinas que hoy importunan con su algazara y depredaciones las fronteras de la Argelia dan una idea exacta de la montonera argentina, de que se han servido hombres sagaces o malvados insignes. La misma lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en África; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada, entre la horda y la montonera. Masas inmensas de jinetes que vagan por el desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas disciplinadas de las ciudades.