La impactante serie The Regime, dirigida por el gran Stephen Frears, es uno de los lanzamientos superlativos en un 2024 que promete ser un año de grandes sorpresas en las plataformas de streaming.

El mundo recibió el estreno y desarrollo de esta serie con la boca abierta. Ni las extravagancias de un Donald Trump fueron capaces de parangonarse con los desquicios del régimen conducido por Elena Vernham, la canciller de una ficticia nación de Europa central interpretada en forma magistral por Kate Winslet.

La líder de ese país gobierna en forma despótica luego de haber arrasado al anterior régimen, al que acusa –de manera nada original, por cierto– de ser el responsable de todos los males habidos y por haber. No hay discurso suyo en el que no recuerde que el culpable de todo estropicio es el anterior canciller Edward Keplinger, encarnado por Hugh Grant, a quien no es frecuente verlo actuar un personaje secundario.

La serie transcurre a lo largo de seis episodios, y el guion original pertenece al joven Will Tracy, quien a pesar de su corta carrera ya tuvo a su cargo la trama de la laureada serie Succession y del filme El Menú. Secundan a Tracy otros muy buenos guionistas: Seth Reiss, Sarah DeLappe, Gary Shteyngart y Jen Spyrа.

The Regime es una producción británica. El rodaje se desarrolló en Austria y en algunos sitios del Reino Unido y Tracy contó que para construir el personaje de Vernham observó con detenimiento a diferentes gobernantes, y citó a Siria, Rumania y Rusia.

El director es nada más y nada menos que el británico Stephen Frears, quien dirigió Relaciones peligrosas; Mary Reilly; Alta Fidelidad y The Queen, entre otras películas de renombre. Colabora en la dirección Jessica Hobbs, autora de The Crown y Broadchurch, y la producción ejecutiva es compartida por Tracy, Frears y Hobbs, la propia Kate Winslet, Frank Rich y Tracey Seaward.

Además de Winslet y Grant, en el reparto se destacan el actor belga Matthias Schoenaerts, que encarna al cabo Herbert Zubak; el francés Guillaume Gallienne, actor, guionista y director de cine que interpreta al marido de la canciller; la actriz británica Andrea Riseborough, que en la serie es directora del palacio y mano derecha de Elena Vernham, y la excelente actriz norteamericana Martha Plimpton, que se pone en la piel de la secretaria de Estado yanqui que busca entrometerse en la política interna del país en busca de beneficios para el suyo.

La actuación de Winslet merece un párrafo aparte. Es verdaderamente asombroso cómo esta actriz ha evolucionado y cómo logra dar a cada personaje que encara un carácter propio, convincente y definitivo. Ella es Elena Vernham. Lo demuestra en la gestualidad de su rostro, en los movimientos de sus manos, su forma de caminar. Quien le haya perdido la pista desde aquella jovencita de Titanic y la ve hoy no puede menos que conmoverse. Para quienes han seguido su carrera no hay sorpresa, pero cada papel que encara parece alejarse del techo que cualquier artista acostumbra encontrar muy rápido. Puede decirse, sin exagerar, que gran parte de The Regime pudo lograrse gracias a contar con Kate Winslet como protagonista.

Un gobierno desquiciado

Sin necesidad de spoilear algo –todo esto se plantea en los primeros minutos del primer episodio– la canciller Vernham exhibe diversas fobias que obligan a sus asistentes a montar dispositivos en todo el palacio de gobierno y a su gabinete soportar y naturalizar esas condiciones.

Equipos de desinfección para eliminar presuntas esporas que sólo existen en la febril imaginación de la mandataria, equipos de aire acondicionado móvil y tubos y máscaras de oxígeno que la acompañan a tiempo completo forman parte del excéntrico protocolo palaciego.

Lejos de eludir la geopolítica actual, la trama se desenvuelve mostrando la proverbial inclinación de los Estados Unidos por interferir en los asuntos externos del país, con especial interés por explotar en su beneficio los recursos naturales, en este caso el cobalto. Tampoco queda fuera del foco del guionista, China, como potencia emergente y en disputa con Occidente.

Ese estado de cosas ya de por sí demencial cambia para peor cuando la canciller elige como su jefe de seguridad a un cabo que tiene, como antecedente inmediato, haber participado de la masacre de obreros que intentaron resistir al régimen. De allí en más se desencadena una sucesión de hechos que expanden aún más los límites de la irracionalidad en la gestión que encabeza Elena Vernham.

En el devenir de la historia no hay forma de eludir las comparaciones con la realidad política actual de la Argentina. La jefa de Estado mantiene a su padre muerto embalsamado en una cripta del palacio y frecuentemente lo visita, “habla” con él y le pide consejos.

También es expuesta con maestría narrativa lo vulnerable que puede ser un sujeto con poder frente a discursos y acciones que se aprovechan con habilidad de sus debilidades. Quien haya ganado la confianza del gobernante primero le da una palmadita en el hombro, luego le dice lo que quiere o necesita escuchar, y al final de ese camino esa mano derecha termina influyendo en las políticas del que manda. En otras palabras, la distancia que existe entre la locura y el ejercicio del poder suele ser más corta de lo que pueda imaginarse.

En la serie, por ejemplo, la política exterior de la canciller es tan oscilante como su carácter. Luego de una tradición de amistad diplomática con Washington, los consejos del cabo Zubak llevan a Elena a dar un vuelco tal que en un momento determinado decide dar un anuncio que desconcierta a propios y extraños: “Desde que soy canciller hemos crecido mucho como país. Es hora de demostrar a Estados Unidos y al resto del mundo exactamente lo que valemos”.

Merced a un relato esquemático pero eficaz, la historia pone de relieve el juego de las corporaciones, su influencia sobre el aparato del Estado, las posibilidades de éste para disciplinarlas, lo relativo del poder que algunos actores de la política creen tener en determinadas circunstancias y el rol que desempeñan las masas con y sin una conducción estratégica.

En suma, se trata de un abordaje atípico del ejercicio del poder en un mundo desconcertante, donde las viejas categorías políticas están en discusión, en el que la hegemonía global se encuentra en pleno proceso de transformación, todo ellos sin que la “civilización occidental” haya podido resolver las demandas básicas de las grandes mayorías.

Que tamaña complejidad haya podido ser exhibida en seis capítulos por la industria del entretenimiento, en tono de sátira dramática y con una calidad artística pocas veces vista habla de cuánto tiene que aprender la política de la cultura, y explica por qué determinadas fuerzas políticas quieren hacer añicos toda expresión artística.