Una cabeza de jabalí clavada en una estaca. Juntando mosca y atrayendo hacia sí las miradas, el asco, el terror. El resto ha sido comido por los niños hambrientos que han caído, literalmente, en una isla desierta. Se lo han comido, pero no había estricta necesidad de comer carne de jabalí. Porque en la isla no hay nadie, pero hay árboles llenos de fruta. Sólo hace falta estirar la mano, o tirar una piedra contra las ramas, para que las frutas caigan al piso y se ofrezcan para saciar el hambre. Sin embargo, el jabalí ha muerto ensartado en furiosas lanzas, acorralado, chillando de miedo y dolor. El jefe de los cazadores, el insaciable Jack, ha repartido pedazos de carne y ha guardado la cabeza para clavarla en la estaca. Para que todos sepan quién tiene el poder de la fuerza. Quién es el único capaz de llevar la violencia hasta el extremo de asesinar. Ahí está la cabeza, juntando bichos, generando olor. Los niños la bautizan el Señor de las Moscas y le presentan sus respetos cada vez que pasan cerca. No lo sabían desde antes, pero ahora lo saben: la vida es también la decisión de la comunidad de permitirnos vivir.

El Señor de las Moscas --la novela de William Golding-- tiene como protagonistas a estos niños que, en medio de la guerra, caen con su avión en una isla y sospechan muy pronto que nadie los va a ir a buscar. Al menos nadie que los conozca. Pero, si logran tener encendida una hoguera durante todo el día, el humo tal vez atraiga a navegantes curiosos y logren ser rescatados.

Ralph, el niño que es elegido democráticamente como el líder de la banda, es un jefe conflictuado pero decidido. Tiene una caracola que hace sonar cada vez que quiere reunir a su asamblea de desarrapados para hacer anuncios o tomar decisiones importantes. Los niños --todos varones, de entre seis y doce años-- disfrutan de la reunión y de la rutina de pasarse la caracola para tomar la palabra. Pero no tanto de hacer lo que ahí se decide. Jack, el niño que quiso ser jefe pero no fue elegido, es el líder de lo que antes del naufragio había sido el coro del colegio. Para que no se quede triste ni se sienta relegado, Ralph le concede la capitanía de su grupo, el coro, pero que ya no cantarán sino que serán cazadores.

Esta obra se ha analizado mucho desde su publicación en 1954 como una alegoría de la sociedad occidental. Ralph representa el sentido común, la búsqueda de consenso, la democracia republicana. Jack, en cambio, representa lo salvaje, lo desregulado, el “sadismo propio del ser humano”. Civilización versus barbarie. Hoguera versus caza.

En la isla las cosas funcionan más o menos bien al principio. La primera reacción de estos niños, que han sido el último eslabón de la cadena alimenticia de la sociedad, oprimidos por sus familias, por sus maestros y por cualquier niño más fuerte o más grande en el patio del colegio, es de alegría. Una especie de país de Nunca Jamás donde todos son Peter Pan, pero ninguno lo confiesa, porque todos dicen querer ser rescatados. De hecho, casi todos realmente quieren ser rescatados. Pero después las cosas se empiezan a desbarrancar, y las reglas de Ralph --hablar por turnos, mantener siempre la hoguera encendida, colaborar para hacer los refugios-- empiezan a ser un fastidio. En cambio, la vida llena de aventuras que propone Jack --ninguna regla y una vida centrada en el asesinato de jabalíes-- gana cada día más adeptos. Los conflictos crecen hasta que Jack toma las riendas y la violencia y la crueldad se tornan moneda corriente. Simon, un niño sensible y un poco propenso a la locura, descubre en su deambular solo por la isla, que la fiera a la que todos le temen y contra la cual había ganado la idea de armarse, no era más que el cuerpo de un paracaidista zarandeado por el viento. Pero no puede dar la noticia, porque la locura colectiva se adueña del grupo y asesinan a golpes al pobre portador de la buena nueva que venía corriendo en la oscuridad. Piggy, un niño inteligente pero rechazado por ser gordo, tener asma, usar anteojos y pensar demasiado, también correrá esa suerte por defender la caracola a pesar de que ya nadie respeta la idea de asamblea, y mucho menos la de hablar sólo cuando se tiene la caracola en la mano. Roger, el ladero sádico de Jack, le tirará una piedra que lo hará caer desde la montaña, matándolo y haciendo de la caracola una lluvia de pequeños pedazos. Ralph está a punto de morir asesinado también, pero el incendio que provocan en la isla para hacerlo salir de su escondite llama la atención de unos marineros que llegan al rescate.

La civilización pierde por goleada frente a la barbarie. La democracia es aplastada por un dictador caprichoso y su secuaz perverso y cruel.

Pero, ¿y si pensamos de otra manera este relato? Porque todos los niños abandonados en la isla resisten. No sólo los desafíos de una naturaleza intocada todavía por la raza humana. También resisten como una continuidad a la resistencia que ya venían ejerciendo al poder opresivo en la “civilización”. En ese mundo civilizado, Piggy tampoco hubiera tenido muchas oportunidades, mucho menos Simon, que ni siquiera se hubiera podido refugiar en el conocimiento científico. Porque así en la isla como en el colegio, el más fuerte y el más bruto es el que define qué se hace y cómo. Tal vez podamos pensar a Ralph y a Jack como los representantes de dos modos distintos de resistir. Porque ninguno de los dos ha conocido ningún otro. No lo han vivido, pero tampoco han escuchado hablar de historias en las que la opresión, el abandono, el desasosiego, el hambre, la angustia, el miedo, se hayan combatido de otro modo.

Jack quiere vencer los obstáculos siendo protagonista de una aventura. Y todas las historias de aventura que conoce son de héroes de flechas y hazañas con muchos muertos. ¿En qué relato se encuentran héroes que construyen refugios, cuidan el fuego, cuidan a los más chicos y se alimentan de lo que ofrecen los árboles? En historias de mujeres, solamente. Ralph es acusado muchas veces de cobarde, de miedoso, de timorato y, para resumir todas esas características en una sola, lo llaman “nenita”. Jack no “se vuelve salvaje” ni actúa con “el sadismo propio del ser humano”. Jack habita el relato dominante acerca de los comienzos de la cultura, en el que la humanidad dejó de ser un grupo de animales cuando inventó las herramientas para golpear y matar. Úrsula K. Le Guin, en su libro La teoría de la bolsa de la ficción, dice que lo que entendemos por relato --por buen relato-- es aquel en la que hay conflicto y en el que hay un héroe. Pero el héroe nunca hace cosas pequeñas, cotidianas, ni se equivoca --a menos que sea el error que le va a ensañar cómo no volver a equivocarse--. No contempla la naturaleza ni la escucha, sino que la domina. “El relato del asesino”, dice Úrsula. Baste leer la Odisea para tener un lindo ejemplo de cómo nuestra cultura está basada en la cultura del saqueo y la violación. Sin embargo, hay otras teorías acerca de cómo se inició lo que llamamos cultura, allá en la noche de los tiempos. “Muchos teóricos consideran que los primeros inventos culturales deben haber sido recipientes para guardar productos recolectados”. No fue un elemento para golpear lo que nos “civilizó”, sino una bolsa. Sin embargo, el relato que nos domina es el del héroe cazador. El que busca carne arriesgando su vida. No la historia de quien cuida la hoguera, colecta semillas, hace refugios.

 

Un modo, tal vez, de encontrar algo de aire, algo de luz en esta isla en la que parece haber ganado la idea de dominar con la lanza, aunque esa dominación implique el incendio del propio territorio, podría ser salir de este modo binario de contar nuestra historia: héroe con sangre en las manos, héroe con la caracola que busca consenso. Porque cuando la caracola pasada de mano en mano se torna inútil para paliar el hambre, el miedo y las ganas de volver a casa, no queda más que ir a buscar la lanza. O la motosierra. Quizás contar las historias de quienes han venido resistiendo (alimentando fuegos, cuidando a los más pequeños, armando redes, haciendo recipientes para guardar cosas diversas) desde que el mundo es mundo, pueda ayudarnos a tramar algún modo de salir de esta tan civilizada barbarie. Quizás, si dejamos de contar la historia del asesino y sus víctimas y contamos las muchas historias de esas víctimas cuando no eran víctimas sino miles de estrategias de resistencia y de imaginación política, podamos encontrarle la vuelta al naufragio que se avecina.