Y llegó el día (los días, en realidad) de la presentación en la Competencia Internacional del Bafici del largometraje más extenso en la historia del cine argentino (y uno de los más largos en la historia del cine a secas). Divididos en tres partes con sus respectivos intervalos, los 840 minutos de La flor –tercera película de Mariano Llinás– elevan a la enésima potencia varias de las ideas expuestas diez años atrás en Historias extraordinarias. Fundamentalmente, el feliz concepto del cine como aparato capaz de generar infinitas historias. Aquí, como lo explica el propio realizador a cámara en el prólogo –mediante un dibujo que se asemeja ligeramente a una flor– las historias centrales son seis, muchas de ellas sin una clausura definitiva; relatos que a su vez hacen las veces de centros de irradiación de otros relatos, usualmente derivados del esqueleto narrativo madre. Las dificultades de exhibición que semejante metraje le imponen a la película no parecen haber amedrentado a Llinás, quien ha declarado públicamente su negativa a pensar el proyecto como miniserie televisiva o proyecto cinematográfico seriado.

Al fin y al cabo, La flor fue rodada de manera absolutamente independiente a lo largo de casi una década, con varias detenciones y aceleraciones momentáneas, consecuencias directas de cuestiones económicas y/o logísticas y, posiblemente, de otras ligadas a la disponibilidad del cuarteto protagónico. Además de una zambullida en la concupiscencia de la ficción como motor y placer visceral, La flor también debería pensarse como una celebración del colectivo teatral Piel de Lava, integrado por las actrices Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa, quienes a lo largo de las catorce horas de proyección interpretan, al menos, cinco papeles diferentes cada una de ellas. Porque más allá de la impronta gigantesca de Llinás como conductor de orquesta es evidente que el esfuerzo detrás de la realización posee un carácter colectivo, algo que puede afirmarse respecto de la mayoría de las películas, pero que aquí se hace evidente de manera brutal. O algo así, como afirma la voz de Llinás en más de una ocasión a lo largo del viaje.

La flor es todo esto: una historia de momias con maldición milenaria incluida, un melodrama de odios viscerales sobre un dúo dedicado a la canción romántica, una reflexión meta cinematográfica sobre el cine de espías (entre otras muchas otras cosas), un relato fantástico sobre una invasión de árboles que es construida, destruida y vuelta a construir (más una extensa coda/desprendimiento), un homenaje jocoso a Un día de campo de Jean Renoir y, finalmente, un experimento audiovisual que retoma el eterno tema argentino de la cautiva. El adjetivo “despareja”, utilizado muchas veces por la cinefilia para referir a la falta de homogeneidad artística, no parece pertinente en el caso de La flor. Casi podría decirse que forma parte constitutiva de su esencia, ya que si bien el nivel de ambición es gigantesco la película nunca parece querer encarnar en eso que suele llamarse “obra maestra”.

La película está compuesta por momentos donde las altas velocidades son parte fundamental de su ritmo y otras donde la respiración se desacelera hasta casi hacerse inaudible (no hay una sino varias ironías al respecto, incluido el regreso de un intervalo interrumpido por un sonoro ronquido en la banda de sonido). El humor también forma parte de la ecuación, aunque no sea necesariamente el tono imperante. La melancolía vuelve una y otra vez al centro de la escena, como en el relato de los asesinos enamorados o en aquel otro signado por un personaje-sorpresa que describe el inminente fin de la era comunista, uno de los momentos más logrados en términos emocionales del tercero de los relatos y también uno de los visualmente más bellos. En ese mismo cuento, alambicado y lleno de bifurcaciones, lo que parecía un capricho en la primera de las historias –la invención de un personaje de origen español, doblado para la ocasión– aquí se transforma en sistema estético: con la excepción de dos papeles muy secundarios y de aparición fugaz, todos los actores están doblados a algún idioma extranjero, incluidos el ruso, el sueco, el francés y el inglés.

La literatura y algunos de sus modos regresan en varias de las historias, a veces transmitidos no por uno sino por dos narradores, el propio Llinás y su hermana Verónica. La cinefilia es también parte del esquema, no necesariamente gracias a la cita directa (aunque un cartel destaque la calle berlinesa Fritz-Lang-Straße), sino a partir un diálogo indirecto con diversos realizadores que atraviesan la historia del cine, de Hitchcock a Tarantino, pasando desde luego por el ya citado Renoir. Para este cronista, el segmento más logrado es el primer bloque del cuarto relato, una imponente y juguetona maravilla de 90 minutos donde el concepto de creación artística es puesto en abismo dentro de una suerte de agujero negro narrativo. El estreno de La flor dentro de algunos meses permitirá reflexiones un poco más profundas que las consignadas en estas líneas, pero por el momento alcanza con afirmar que Llinás inventó otro magnífico artilugio cinematográfico, lleno de porosidades y asperezas, de zonas de confort y saltos al vacío, de caprichos y también de bellezas.

“¿Qué le está pasando a mi cuerpo?”, se pregunta la quinceañera Mia en la ópera prima de la actriz y realizadora suiza Lisa Brühlmann, otro de los films exhibidos estos días en la Competencia Internacional. Claro que se trata de un interrogante que toda púber o adolescente se hace llegado el momento, aunque en el caso de la protagonista de Blue My Mind la respuesta es un poco más compleja. Tampoco es que Mia sea prima cercana de Carrie: la llegada de la menstruación no genera la aparición de ataques telequinéticos y la nueva escuela a la que asiste sólo aparece como un ámbito expulsivo durante los primeros días. De hecho, sus nuevas amigas parecen ser las más populares del lugar y el ingreso a ese grupo le dará un empujón para abrir la puerta e ir a jugar. Pero a jugar en serio. El coqueteo con la transgresión desemboca rápidamente en un deslizamiento progresivo hacia el terreno de lo prohibido: las salidas nocturnas, el alcohol, las drogas y, desde luego, el sexo.

Durante su primera hora de metraje, Blue My Mind –una de las películas más cercana a la idea de género puro que forman parte de esta competencia– juega el juego de las metáforas que no son tales y, por ello mismo, resulta inquietante. Las transformaciones de Mia son más profundas y poderosas que el simple paso de una etapa biológica a otra y, en ese sentido, su historia comparte filiación con otros films recientes que hacen de la llegada de la menarquia el inicio de una conversión física o psicológica radical: tanto la francesa Raw como la noruega Thelma, por citar dos ejemplos, utilizan el formato del coming-of-age como plataforma de lanzamiento para el elemento fantástico. La literalidad excesiva de los últimos tramos son el peor enemigo del film de Brühlmann, aunque el viaje hacia el destino final posee más de un atractivo.

  • La flor (Parte 1) se exhibe hoy a las 13.30 en Village Recoleta 8 y el viernes 20 a las 21 en Village Caballito 7.
  • La flor (Parte 2) se exhibe mañana a las 18.30 en Village Recoleta 6 y el sábado 21 a las 14 en Village Caballito 7.
  • La flor (Parte 3) se exhibe el jueves 19 a las 14.40 en Village Recoleta 6 y el domingo 22 a las 18.40 en Village Caballito 7.
  •  Blue My Mind se exhibe mañana a las 22.45 en el cine Gaumont.