Las definiciones tajantes en el arte suelen ser inconducentes, más una toma de posición que un juicio. Pero es muy probable que Alfredo Abalos haya sido el mejor cantante de chacarera de la historia. Él se hubiese enojado –como lo hacía con casi todo– con esa idea. Como se enojó en su momento porque a Carlos Carabajal lo llamaban el “Padre de la chacarera”. “¿Y qué hacemos con Julio Argentino Jérez, con Andrés Chazarreta? Un día le dije en joda a Carlos que si él era el padre de la chacarera, yo era el tutor”.
Anduvo siempre a contrapelo. Al igual de lo que ocurre con Atahualpa Yupanqui o con José Larralde, el intento de encorsetarlo en una de las variables de la lógica binaria política del siglo XX puede ser en vano: cierta mirada lo ubica en una izquierda nacional; otra en el conservadurismo. Abalos lo decía más directo: “Algunos creen que soy un facho de mierda; otros, comunista”. Lo que perduró por izquierda o por derecha fue su aversión al poder. Era la piedra en el zapato de un ambiente, el folklórico, que arde en una hoguera de vanidades y gestos acomodaticios. Su temperamento chúcaro había sido macerado en los márgenes del sistema. Tal vez por eso era venerado por los jóvenes, tal vez por eso simpatizaba con los primeros Redonditos de Ricota –los de la independencia “antisistémica–, cuya música conoció a través de sus dos hijos varones. “Trato de no hablar de política, porque siempre me malinterpretan. Yo no hablo de liberación económica, yo hablo de liberación cultural. El día que entendamos que tenemos que pelear por la identidad, que tenemos que pensar en argentino... Ese día la cosa va a empezar a cambiar. A mí me han castigado mucho por hablar. Y bueno, no me invitan a los grandes festivales. Me quedo en mi casa, guitarreando con amigos”.
Ese contrapelo también incluyó elecciones de vida. Mientras casi todos los músicos santiagueños se radican en Buenos Aires para desarrollar sus carreras artísticas, Alfredo Abalos –que nació en San Fernando y se crió en la zona norte del conurbano–, se fue a vivir a Santiago del Estero. La decisión delimitó su derrotero profesional y, sobre todo, afectivo. Cavó en su casita del barrio 8 de abril una trinchera que fue también refugio. Dejó crecer a su alrededor una familia que lo blindó contra todos los males de este mundo: Muni, el amor de su vida, y sus hijos Martín, Santiago y Carolina. Martín (guitarrista) y Santiago (violinista) encabezan una banda power que conjuga la chacarera con una actitud radicalmente rockera y que fue bautizada en su momento por Alfredo como La Pesada Santiagueña.
La infancia y la primera juventud fueron decisivas en su proyección artística. Vivió en San Isidro y coincidió en esas calles empedradas alrededor de la Catedral con el surgimiento de artistas condenados a dar vuelta como una media la música argentina. “Mi abuelo, Tomás Justo Abalos, que era de La Banda, tenía una de esas casonas antiguas y tradicionales de San Isidro. Por ahí pasaban Julio Argentino Jerez, Andrés Chazarreta, los Hermanos Ríos, que eran amigos de la casa”, le contó a Juan Carlos Carabajal, en la revista Santiago, guitarra y copla. “En San Isidro tenía una barra de chicos y chicas que nos gustaba el folklore. De ahí surgieron Pedro Farías Gómez, Marian Farías Gómez, Hernán Figueroa Reyes, el Chacho Arancibia, Miguelito Saravia, Hector y Mingo Airala, todos buenos músicos y cantores. Yo tocaba el bombo y la guitarra, traveseaba un poco el piano y andaba con la barra en todas las peñas. En el Tigre Hotel había una peña hermosa, en el Club Social Beccar también”.
En el Beccar tocaba el grupo de Alberto Ocampo. Su bombisto era Pichi Acosta y un día debió regresar a La Rioja porque había enfermado su esposa. Alfredo Abalos ofreció sus servicios, y empezó a tocar el bombo profesionalmente con Ocampo. Tenía 16 años. No paró. Si no hubiese destacado como cantor lo hubiese hecho como bombisto. Tenía swing y buen gusto. “Hago un redoble especial con mi bombo. Pero jamás salgo del ritmo. La música de Santiago tiene un corte muy especial. Cuando entró Diego de Rojas en Santiago, en el siglo XIV, venía con mucha gente del Cuzco, que hablaba quichua, y con negros. Quedó el ritmo del negro y el idioma quichua. Y además la guitarra española, toda esa simbiosis entre Africa, Europa y América. A fines de 1800, en Santiago del Estero había una gran población negra, sólo en Salavina había más de 8000. De ahí el bombo, y el swing de la música de Santiago. Por otro lado hay un misterio que no se puede expresar con palabras, el santiagueño es músico por naturaleza, por ahí te vas al medio del monte, y en un rancho perdido aparece un viejo de 80 años que agarra el violín y uno no puede creer las melodías que toca”, le contó a Página/12.
Parado en la tradición pero con una mentalidad a su manera moderna, empezó a conquistar territorios con su voz temperada, una emisión clara y una firmeza que acompañaba con una actitud escénica magnética. Verlo tocar el bombo flanqueado por un par de guitarras, cantando sin distracciones, tenía algo que remitía –en su economía, en su falta de artificio, en su sobriedad, incluso en una parquedad que no era agresiva sino más bien dulce– a la esencia del folklore. El “¡Vamos muchachossss!” con que prologaba cada chacarera era la puerta de entrada a textos que podían ser paisajistas, sentimentales y que, en muchos casos, incluían reflexiones metafísicas. La chacarera representa más que un ritmo, es una mirada que se eleva desde un patio de tierra hacia los interrogantes que plantea el cosmos. Esa mirada –una cosmovisión– la han desarrollado los principales compositores del género desde mediados del siglo pasado hasta llegar a la síntesis extraordinaria de Peteco Carabajal.
Abalos sabía elegir repertorios y músicos. Sabía también armar sociedades compositivas, como la que tuvo con Oscar Valles. Como pocos, Valles decodificaba el universo ideológico y estético de Abalos. En “La doble sentenciosa”, Valles escribe –a la manera del Martín Fierro–, con música de Abalos: “No me gusta incomodar, ni conversar con cualquiera/ Y si alguno se aburriera, por culpa de lo que digo/ O se tapa los oídos, o puede irse pa’ fuera/ El mundo poco ha cambiado, siempre hubo pobres y ricos/ Por eso es que no me explico, la razón que otros nos manden/ Si siempre los peces grandes, se comen a los más chicos”. Ese texto en la voz de Alfredo Abalos sonaba a verdad, a declaración de principios sin ambages. La dupla también le dedicó una chacarera al pago chico adoptivo de Abalos, “Mi barrio 8 de abril”: “Cuando me fui de Santiago/ todos mis sueños cargué/ Y con ellos lagrimeando, mis deseos de volver./ Repechando mi destino/de guitarrero y cantor/ se quedó con mis amigos/ Y en mi pago, el corazón”.
Difícil elegir un disco de Alfredo Abalos: el nivel de calidad se mantuvo a lo largo del tiempo. Hay un CD de 1997, Una quimera más, que sirve para dimensionar su importancia artística cualitativa, el poderoso influjo que desplegaba. La dirección artística es de Nicolás “Colacho” Brizuela, toca con sus hijos Martín y Santiago, combina temas nuevos con clásicos y graba una versión preciosa de “La luz de un fósforo”, de Suárez Villanueva y Cadícamo. Degustaba el buen tango y supo compartir amaneceres con Aníbal Troilo. “Cómo cantaba Pichuco... había que escucharlo. Qué entonación”, recordaba de aquellos encuentros.
Mucho se ha hablado de las peleas de Abalos. El arco era infinito: de Julio Márbiz a Horacio Guarany, del folklore pop a Mercedes Sosa, de Yupanqui a la mar en coche. Con la Negra fue y volvió varias veces. Se admiraban mutuamente. Justamente, un año después de Una quimera más, Mercedes Sosa editó Al despertar. Con los mismos arreglos de Colacho Brizuela, la tucumana retomó muchos de los temas que había grabado Abalos, como el bailecito “Viejo corazón”, la chacarera “Como urpilita perdida” y la zamba “Bajo el sauce solo”. De ese influjo hablábamos.
Murió el lunes 24 de septiembre a los 80 años, a pocos días de la partida de Horacio Molina, y coronó así un septiembre aciago para la buena música argentina. El cineasta cordobés Marcelo Gatolín estaba avanzado, con pocos medios y una voluntad de hierro, en un documental sobre su vida. Con la ayuda de los hijos de Abalos, Gatolín logró vencer la reticencia del cantor a cualquier exposición pública. “Yo quería terminarlo con él vivo. No pudo ser”, dice Gatolín. La película ya tiene título: Vamos, muchachos.
La noticia de la muerte inundó las redes sociales de condolencias y anécdotas. El riojano Ramiro González, uno de los mejores cantautores de la actualidad, contó una historia fabulosa, que muestra al Abalos picante, jugando a la chaya en La Rioja, después de un asado interminable. Chany Suárez habló de la insuperable emisión de su voz, y de cómo fue ninguneado. Peteco Carabajal fue al grano y le escribió una chacarera. Así, instantánea. Horacio Banegas tuvo idéntica actitud. La muerte de Alfredo Abalos avivó el fuego santiagueño, como si se tratara de una trama invisible conmovida por la muerte del patriarca, que comenzó a agitarse como una bandera. Hay algo de eslabones en cadena en esas creaciones todavía temblorosas por el dolor. Guitarra en mano, la chacarera urgente de Peteco se eleva, sí, del patio de tierra al más allá. Canta Peteco y perfora la frontera entre la eternidad y la nada. Es el mejor homenaje a Alfredo Abalos. Se escucha, como parte de un texto serenamente emotivo: “En su garganta y su voz arde un sol de antigüedad”.