Desde Mar del Plata

La protagonista más inesperada de la primera mitad del 33° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata no fue una película, una actriz o una directora. Fue la niebla que, en una escena digna de John Carpenter, llegó el lunes por la tarde para cubrir de un gris espectral toda la zona céntrica de la ciudad hasta las primeras horas del miércoles. El fenómeno climático –una constante de las mañanas festivaleras de 2018– generó un espectáculo inhabitual a estas alturas del año, con cientos de turistas y curiosos arrimándose a la costa para fotografiar no lo que se veía sino lo que no: edificios esfumados, el mar rugiendo entre las tinieblas, las calles interrumpidas por una pared gaseosa. Mientras tanto, ajenas a los vaivenes meteorológicos, las películas de la Competencia Argentina continúan desfilando por las salas del Shopping Los Gallegos a razón de una o dos por día. El martes fue el turno de El llanto, de Hernán Fernández, y el miércoles le tocó a El hijo del cazador, de Germán Scelso y Federico Robles, y El día que resistía, de Alessia Chiesa. Dentro de esta sección, pero fuera de competencia, también se proyectó La boya, de Fernando Spiner.

Historias mínimas, un par de protagonistas de pocas palabras y definidos a través de acciones cotidianas, coordenadas geográficas inexactas, planos extensos en su mayoría fijos y diseñados por un ojo atento al detalle. La descripción es aplicable a un buen número de películas de aquello que alguna vez se llamó Nuevo Cine Argentino, una corriente artística cuya época de gloria fue a principios de la década pasada pero que cada tanto reaparece en exponentes tardíos, como quien se resiste a abandonar la lucha contra el olvido. En El llanto, efectivamente, la anécdota es minúscula: Elías vive con Sonia en un pequeño pueblo (que, por lo que se lee en créditos finales, está en Corrientes) del que debe marcharse rumbo a un trabajo en Buenos Aires, mientras ella sigue con una rutina que consiste en clases de religión, visitas al médico para controlar su embarazo y al almacén, ocasionales viajes en camioneta, y no mucho más. Sonia es, desde ya, silenciosa y su mundo interior, un auténtico enigma. El film de Fernández (La piel marcada, 2016) entrega, como bien señala el catálogo, imágenes perfectamente encuadradas y con particular predilección por la simetría. Su problema es haber llegado a destiempo a una cinematografía en la que soplan –o al menos deberían– nuevos aires.

“El hijo del cazador cree que matar está bien, que es normal”, dice Luis Alberto Quijano con la claridad apabullante de quien sabe muy bien de lo que habla. Luis es hijo del militar Luis Alberto Cayetano Quijano, uno de los engranajes principales de los centros clandestinos de detención de Córdoba durante la última dictadura militar, quien murió en 2015 luego de haber sido acusado de 416 delitos. Muchas veces se ha hablado del carácter aparentemente contradictorio de los represores, de cómo podían pasar de una jornada de torturas y asesinatos a jugar con sus hijos en apenas minutos, pero Quijano era lo más parecido a un monstruo. O al menos así lo recuerda su hijo: como un psicópata que robaba ropa de La Perla (“Mirá, este suéter lo traje de ahí”, dice Luis señalando una foto de su juventud), saqueaba las casas de los secuestrados y volvía de “trabajar” con cassettes con grabaciones de torturas… que escuchaban en familia. Salvo Luis, el clan Quijano consentía. La hermana, con silencio. Mamá, llamando a su marido “mi guerrero”. Y siguen consintiendo: hoy, afirma él, entre las dos tienen al menos diez propiedades (“Acá hay mucha plata de la subversión”, apunta Luis mientras señala uno de esos caserones). El hijo, “el disidente”, como se define, ninguna.

Dirigida a cuatro manos por Germán Scelso y Federico Robles, El hijo del cazador se nutre principalmente de varias entrevistas a Quijano. Es llamativa la aceptación absoluta de su desgracia, del carácter diabólico de su padre y de cómo su sombra atraviesa todas las decisiones de todos y cada uno de sus días. Incluidas las amorosas, ya que está casado con una bielorrusa. Llama la atención también un discurso articulado, sin vacilaciones ni inseguridades, que vuelve casi prescindibles los cortes de montaje en las secuencias de las entrevistas. Frente a un personaje de estas características, Scelso y Robles toman dos sabias decisiones. La primera es dosificar la información de forma tal que los pliegues emocionales de Quijano y las atrocidades de su padre transiten un camino paralelo aunque en sentido opuesto: el propio Luis reconoce su obsesión por pensar todo lo contrario a lo que pensaría su padre. La segunda es dejar a ese padre en un fuera de campo visual constante, trayéndolo a la narración a través del relato de su hijo y algunas pocas fotos familiares mostradas por él, y prescindiendo del material de archivo al que hubieran recurrido nueve de cada diez directores. El efecto es desbastador: pocas películas construyeron tal grado de horror solo a través de la palabra.

El día que resistía es, al menos hasta ahora, la película más desconcertante de la Competencia Argentina. Tan desconcertante como su título. Todo comienza como un retrato de tres hermanos de entre cinco y nueve años que pasan largas horas jugando a las escondidas en el bosque. Un mundo lúdico, feliz, cargado de inocencia y complicidad donde los adultos están ausentes. Literalmente ausentes, pues al caer la noche la relectura de una carta de los padres enviada un tiempo atrás anuncia que están solos en un inmenso caserón en medio del campo y a cargo de la hermana mayor, Fan. No es casual que la lectura de cabecera de los chicos sea Hansel y Gretel: igual que el clásico de los hermanos Grimm, la ópera prima de Alessia Chiesa muta la luminosa aventura infantil por un derrotero más oscuro y de incipiente terror basado en la deformación de lo rutinario, construyendo un fuera de campo amenazante. Los tres únicos personajes están bárbaros y los interpretan Mateo Baldasso, Mila Marchisio y Lara Rógora. Esta última se lleva los laureles poniéndose en la piel de esa hermana mayor cuya autoridad coquetea peligrosamente con el autoritarismo, lo que le permite al film de Chiesa explorar la construcción de las dinámicas de poder en el mundo de los bajitos.

Fernando Spiner vuelve al Festival de Mar del Plata después de haber sido su director artístico en 2013 y 2014. Como bien señaló el programador Pablo Conde en una de las presentaciones, el director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo ha incursionado en una amplia variedad de géneros. Solo le faltaba el documental, una cuenta saldada ahora con La boya. Spiner y el periodista y poeta Aníbal Zaldívar se conocieron durante la adolescencia en Villa Gesell, de donde Zaldívar nunca se fue. Hasta allí viaja el realizador con regularidad para cumplir con el ritual de nadar hasta una boya ubicada a cientos de metros de la costa. Un ritual en el que se conjugan diversos aspectos de la amistad masculina en general y de ésta en particular, ya que el film indaga en la historia familiar de Spiner, en la relación entre mar y poesía y en la intimidad de la dinámica de un pueblo que muta a medida que cambian las estaciones. Dueña de variados recursos visuales y un tono relajado y derivativo digno de una vacación, La boya es un diario personal que mira al pasado con cariño pero sin nostalgia. Una película chiquita, un recreo de dos viejos amigos reflexivos pero no solemnes, que encontró en una sala a pocos metros del Atlántico un lugar perfecto para exhibirse.