Gastón Solnicki (1978) es director y productor de cine. Estudió en el Centro Internacional de Fotografía y obtuvo su licenciatura en Cine en la Universidad de Nueva York (Tisch School of the Arts). Dirigió las películas Süden (2008) y Papirosen (2011), la cual se estrenó en Locarno y se exhibió en todo el mundo. Kékszakállú (2016), su primer trabajo de ficción, tuvo su première internacional en Venecia 2016 (Orizzonti). Algo en particular es que las tres fueron estrenadas en la Viennale, el prestigioso Festival Internacional de Cine de Viena, que dirigió el reconocido programador y crítico austríaco Hans Hurch entre 1997 y 2017 hasta que un ataque cardíaco provocó su muerte repentina a los 64 años. Solnicki había entablado una relación de amistad con Hurch. Por eso, su cuarto largometraje, Introduzione All’Oscuro, fue pensado como un homenaje al programador de la Viennale. “La película nació ante la invitación del festival que quedó huérfano para participar de un tributo. Invitaron a varios amigos cineastas y no cineastas a elegir cada uno una película, porque él murió meses antes de una edición del festival que quedó medio incompleta. Y en el contexto de ese viaje, en el que estábamos todos bastante shockeados por la muerte inesperada, además de elegir una película de Ernst Lubitsch, sentí la necesidad de hacer ese viaje para hacer un film y que quede algo de todo ese universo que compartimos con Hans en el contexto de una película”, cuenta Solnicki. 

Introduzione All’Oscuro –que estrena este sábado a las 20 en el Malba– tuvo su première mundial en la 75º Bienal de Venecia, como parte de la selección oficial, fuera de concurso, y en el New York Film Festival. También fue exhibida en la Viennale de Viena. Filmado junto al prestigioso director de fotografía Rui Poças (Zama), el nuevo trabajo del cineasta argentino es, además de un homenaje a Hans Hurch, una historia donde el duelo está presente. Y la ciudad de Viena es un personaje excluyente: Solnicki recorre lugares emblemáticos como el Café Engländer, el Bösendorfer Salon, el cine Gartenabu, el Museo de Arte Moderno y el cementerio de Zentralfriedhof, donde está enterrado Hurch. Todos esos lugares, de algún modo, guardan relación con el director de la Viennale. El film también expone un diálogo grabado entre Hurch y Solnicki en el que hablaron desde temas históricos como la guerra hasta otros más íntimos como la familia y la vida.  

–¿Fue un trabajo donde se expone cierta intimidad pero que, a la vez, cobra una cierta universalidad?

–Sí, esa es la apuesta. Es mi cuarta película que está hecha sin guión. A diferencia de muchas películas que empiezan con una hipótesis más definida, mis trabajos nacieron a veces sin ser yo muy consciente de que eran películas. Fueron procesos en los que filmaba ciertas cosas por distintas razones, porque era una necesidad o por rechazo a esperar mucho tiempo al lado de una idea, escribir un guión y tal. Todas mis películas nacieron más bien apoyadas en una emoción. En ese sentido, con Papirosen, acerca de mi familia, aposté por primera vez a algo que solamente nacía de buscar una significación universal en un asunto tan personal. Y en esta película, que por varias razones está muy relacionada con Papirosen, busqué volver a encontrar esa dinámica. 

–Ese andar por las calles de Viena tiene algo de fantasmal, como buscando presentificar una ausencia.

–Sí. Mi psicoanalista me habló de un duelo maníaco en ese momento. Hacer la película fue una manera de transitar ese viaje y no deprimirme. Cuando uno hace una película necesita estar muy vigoroso, muy despierto. Y hay algo de todo ese movimiento que es un ingrediente interesante. En el judaísmo hay todo un ritual muy bien diseñado para los duelos que tiene que ver con dejarse estar, no bañarse, no afeitarse. Yo no soy religioso pero siempre me pareció interesante la puntería del judaísmo para el ritual. En este caso, no sólo fue muy importante para mí como vehículo para atravesar esa viaje. Viena es una ciudad que tiene esa nostalgia austro–lusitana. Cada vez que fui allí, esa ciudad me afectó mucho. No sabría decir por qué. No sé si es la energía histórica, si es la densidad, si es el otoño. Siempre estuvo Hans ahí, salvo las dos últimas veces que fui, para acompañarme en esos viajes y también para hablar de muchas cuestiones que me angustiaban en distintos momentos de mi vida. Pero hay algo de la fantasmal, de lo necrofílico, aspectos que encontramos sin ir a buscarlos que tienen que ver con las características de Viena. Una ciudad que, como decía Hans, tiene en común con Lisboa que fueron centros de grandes imperios y quedaron reducidos a sus ruinas. Digo Lisboa porque Hans las comparaba y naturalmente estos son aspectos muy cinematográficos, donde uno está todo el tiempo encontrando fragmentos de un mundo y de una zona de Europa que todavía Occidente no termina de aplanar.    

–¿Cómo surgió su amistad con Hans Hurch?

–Algo gracioso que recordé estos días fue que en mi casa me encontré con un prendedor. Cuando hice Süden tuve la suerte de convencer a Alejandro Ros de que hiciera el poster. Me dijo que no quería trabajar en cine, que la gente del medio siempre elegía mal o algo así. Me acuerdo que le dije que yo era el productor y que le prometía que iba a elegir bien. La cuestión es que Alejandro me convenció de hacer algo muy lindo: el poster de la película era una remera colgada que llevaba unos prendedores de los festivales a los que yo viajaba, y que yo los iba poniendo como si fueran condecoraciones. Cuando llegué a Viena hace diez años, conocí a Hans. Colgué el póster con la remera y los prendedores de los festivales en los que había participado la película. De repente, me di cuenta de que alguien se había robado el prendedor de la Viennale. Yo estaba enojadísimo, me dio mucha bronca porque faltaba el prendedor más querido. Pensaba quién habría hecho una broma de tan mal gusto. En la oficina todos me miraban, se reían y nadie sabía bien qué decirme. Esa noche fui a un cóctel del festival. Estaba Hans, a quien había conocido una noche atrás. Apareció con su característico de traje de seda todo hecho pedazos y el prendedor puesto. Me acordé en estos días cuando vi el prendedor. Fue como que tenía ganas de matar a Hans y, al mismo tiempo, me di cuenta de su gesto tan amoroso y divertido. 

–¿Por qué el título alude a una obra del compositor italiano Salvatore Sciarrino? ¿De qué manera se relaciona con Hurch?

–Hay algo que tiene que ver con lo espectral en la música de Sciarrino y en Hans también como motivo cinematográfico. Como decía antes, me interesa una universalidad, donde si bien es Hans, al mismo tiempo no es Hans. Esa persona puede ser un padre o un amigo muy importante, alguien que autoriza, que te abre puertas, que te ayuda, que te dice cosas inteligentes, que es elegante y generoso como era Hans. Entonces, esa búsqueda de la espectralidad (que cada vez me interesa más) tiene mucho que ver con lo que trabaja musicalmente Salvatore Sciarrino, que es uno de mis compositores favoritos. Siempre quise hacer algo con música de él. Y oportunamente, al viajar a Viena, descubrí que el ensamble de la ciudad de Viena estaba ensayando dos o tres obras, entre ellas la de Sciarrino. Nos dejaron ir a filmar el ensayo y fuimos. Filmamos cosas que nos podían servir y ese material resultó muy importante.