Como si las paredes hubieran estallado, la casa está en la calle, ofrecida a la vista de todxs. Ya no más esa idea de lugar privado donde lo que ocurre no deberá ser conocido. Fernando Rubio piensa su instalación perfomática como un modo de obligar a ver. En ese hogar, suerte de vidriera convertida en un espacio indefinido que oficiará de laboratorio de variadas escenas de violencia, los personajes no tendrán nombre o, en realidad, llevarán los nombres de las víctimas de femicidio que el director decide proyectar en su cabina de prueba. 

Imaginemos que esto puede ser evitable, dice una leyenda mientras alguien relata cómo un hombre asesina a una mujer. Ese episodio que aquí aparece desafectado, como una simple demostración a la que lxs actores y actrices se prestan como realizadorxs de un drama político que siempre se quiso dejar al amparo de lo doméstico, será narrado a partir de una estructura expositiva donde la imagen de los hechos está acompañada de su relato. Lxs performers asumen roles intercambiables para pensar el detalle de lo que ocurre. De repente alguien invita a ver la escena desde la mirada de la mujer que es apuntada con el arma y no desde esa distancia que puede convertir a los cuerpos en figuras coreográficas.

La propuesta de Rubio no se detiene tanto en los hechos sino en su interpretación. No se trata solamente de atarse al dato sino de permitir establecer un discurso poderoso y empático sobre el maltrato, la humillación y muerte de mujeres como la escala de una masacre que durante mucho tiempo quiso considerarse invisible.

Que la instalación ocurra en un dispositivo de vidrio ubicado en la plaza seca de El Cultural San Martín permite incorporar el ir y venir de espectadorxs casuales. Yo no muero. Ya no más es una forma de manifestación, una versión estilizada y reflexiva del panfleto donde la tierra que aparece en el piso de la cabina deja la ropa sucia de Sofía Palomino después de ser golpeada y hace convivir el hogar con la intemperie donde son arrojados los cuerpos. Los zapatos que Gabo Correa ubica en círculo de modo discontinuo, mezclados, sin obedecer a su destino de pares, recuerdan a esas montañas de los campos de concentración donde las personas eran despojadas de todo antes de ser llevadas al matadero. 

La invocación del “Ya no muero. Ya no más” del título parece hacer hablar a las mujeres asesinadas y es la reflexión sobre esas muertes, que se realiza después de haber puesto el cuerpo, la que permite desligar el drama del hecho policial. Cargar a esa estadística de palabras, implica pensar que no basta con la contundencia de las acciones, que ellas también pueden ser naturalizadas, que es imprescindible mostrarlas en un contexto extraño, deliberadamente artificioso para producir allí una enunciación que les asigne esa singularidad tan propia del arte. No hay simpleza en la muerte y mucho menos en el acto de matar mujeres, hay una relación con otras formas de reducción de la existencia, de señalamiento de las vidas que importan y de las que son desechables. Que nadie se atreva a matar, a humillar a una mujer es un imperativo que la obra suelta como arenga con el objetivo de provocar una reacción que no se agote en la consigna.

Desmenuzar la muerte, repetirla, aislarla en sus movimientos, incluso adelantarse a ella en el discurso, opera como el mecanismo entre cierta frialdad y la emoción que aparece en lxs narradorxs cuando entienden que el texto lxs lleva a una ideología  donde lo humano deviene criminal y donde la agonía es ese momento insalvable que falta. Una filosofía del dolor que habría que rescatar como el último registro de las víctimas.

Yo no muero, ya no más se presenta el sábado 2 y el domingo 3 de febrero a las 19 en El Cultural San Martín.