PANORAMA
ECONÓMICO El negocio que intentan los dirigentes de Foetra es bastante bueno. Consiste en quedarse, a través de diferentes mecanismos, con lo que puedan rendir más de 700 millones de pesos en acciones telefónicas, incluidas en un cajón llamado Fondo de Garantía y Recompra (FGR). Allí fueron a parar los papeles de los que debieron desprenderse compulsivamente los trabajadores que pertenecieran a ENTel pero quedaron excluidos de sus sucesoras privadas. Como empleados activos habían recibido --al menos en teoría-- su parte de la torta de los PPP, equivalentes al 10 por ciento del capital accionario de Telefónica y Telecom. Pero cuando se los convirtió en retirados, sólo obtuvieron una porción mínima del valor de mercado, de acuerdo con una fórmula acordada, sin atribuciones para hacerlo, entre el Gobierno y la dirigencia sindical. Ellos mismos habían convenido bloquear las acciones durante ocho años, a lo largo de los cuales sus dueños (los telefónicos) no podrían disponer de ellas, para que entre tanto fueran administradas por los sindicalistas y eventualmente capturadas por éstos, aunque sea en parte. Este objetivo final peligró desde el momento en que una rama gremial --el Sindicato Buenos Aires, opuesto a la Federación (Foetra)-- convenció al banco mayorista Comafi de desembarcar en el negocio y conseguir, antes que nada, que Roque Fernández liberara las acciones. La venta posterior pondría en el bolsillo de cada telefónico activo unos 70.000 pesos promedio, muy difíciles de llegar a reunir ahorrando mes a mes algunas monedas. Ante esta posibilidad, el 90 por ciento de los empleados le otorgaron a Comafi mandatos de venta irrevocables. El banco les cobraría por su gestión unos 12 millones. Este peligro puso en acción al ultramenemista Rogelio Rodríguez, junto a otros dirigentes afines a Foetra, y la Casa Rosada emitió rápidamente, diez días atrás, un decreto que intenta devolver a la conducción amiga el control de la situación, previendo que sendas asambleas de representantes de los dos PPP --obviamente controladas por los foetristas-- decidan el rumbo a seguir, pese a que la intervención de "representantes" sea ilegal. El campo de batalla no son las acciones adjudicadas a los telefónicos activos, porque nadie puede discutirles su propiedad ni la libertad de venderlas como prefieran. La pelea se libra en torno de las correspondientes a los FGR, que deberían repartirse entre los activos en proporción a sus tenencias. Pero no es ése el propósito sindical. En el caso de Telefónica, la empresa lanzó su oferta: pagará a razón de 3,50 la acción (ayer el papel cerró a 3,66 en la Bolsa), precio libre de gastos (lo que implica que se haría cargo de abonarle al Comafi). Lo sorprendente es que, de este modo, Telefónica se muestra decidida a gastar cerca de 850 millones para reabsorber el 10 por ciento del paquete de la compañía, que luego eliminaría mediante una reducción de capital, que ya le fue autorizada por la Comisión Nacional de Valores. Es verdad que ninguna de las empresas privatizadas mira con simpatía estos programas, ni le gusta que en su representación alguien ocupe una butaca en el directorio. Pero parece demasiada plata para quitarse de encima a un director marginal e insípido. A partir de este extraño comportamiento pueden plantearse muchas conjeturas, sobre todo si el desenlace de la operación implica una ganancia millonaria para un clan sindical estrechamente vinculado a la cúpula del menemismo. Algo debe de entusiasmar en este fin de fiesta al propio presidente, porque ayer, hablando en Las Parejas, resaltó que acaba de autorizar a los telefónicos la venta en 1500 millones de pesos (¿cómo sabe el precio?) de las acciones que les fueron entregadas a sólo 37 millones. En realidad, Menem se quedó corto, porque los empleados no tuvieron que pagar nada, ya que esas acciones se autoadquirieron con los dividendos que producían. Sin embargo, detrás de este aparente milagro económico se esconde un despojo al conjunto de la sociedad, que era la dueña del sector telefónico. Ni siquiera quedan en pie los programas, que fueron el pretexto ideológico de la arbitrariedad: el slogan del capitalismo popular de mercado, de los proletarios-propietarios, de los asalariados-socios que trabajarían con más ahínco al sentirse parte de las empresas. Cualquiera puede preguntarse si el regalo de 1463 millones del que se jacta Menem fue asignado con algún criterio de justicia social, si lo reciben los más necesitados, los desposeídos. O si esa impresionante masa de recursos se adjudicó en función de otros objetivos: lubricar la primera gran privatización, puntapié inicial de la venta de las restantes empresas del Estado, para evitar cualquier resistencia y contar con la buena voluntad de los gremialistas, a los que debía quedarles reservado un reconocimiento especial, muy superior al que se repartiría entre la masa de empleados. Sin embargo, las magnitudes en juego son tan rotundas que quizá desborden las escudillas sindicales y derramen bastante sopa en otros labios. Este impresentable final es digno de toda la turbulenta historia de los PPP telefónicos, hilvanada por personajes tan notorios como María Julia Alsogaray, Wenceslao Bunge, Rodolfo Díaz (en sus tiempos de ministro de Trabajo) y otros. Difícilmente haya un juzgado donde no existan causas abiertas para denunciar las irregularidades de todo el proceso, a lo largo del cual fueron cayéndose muchos millones sin que nadie rindiera cuentas. Adolfo Bagnasco está investigando a varios protagonistas de este largo y solapado escándalo por administración fraudulenta. En realidad, mientras se acerca la culminación, se cruzan varios conflictos simultáneos. Telecom acordaría confiar al banco JP Morgan la venta del paquete, luego de reunir nuevos mandatos de sus empleados, que entrarían en puja con los poderes otorgados a Comafi. Y en la Justicia centenares de retirados cuestionan todo el procedimiento que los obligó a entregar su parte del pastel por apenas unas monedas. Mientras tanto, muchos activos piensan ya en los juicios que entablarán después de cobrar. Todo un espectáculo de armónica y fecunda convivencia entre el capital y el trabajo. |