Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

Por Juan Forn

Debajo de la explosión cultural de la España de los ‘80, había otra realidad, mucho menos glamorosa que la movida de Almodóvar o el nuevorriquismo cultural en papel satinado que difundían revistas como La Luna, El Europeo, Ajoblanco o Quimera. Una realidad anclada en el tiempo, más precisamente en las ruinas de los ‘70. El chileno Roberto Bolaño vivía la vida del sudaca en Barcelona en ese entonces, cuando recibió inesperadamente un consejo zen para ganarse la vida, en una carta desde Madrid. Bolaño quería ser escritor, había enviado un cuento a un concurso y obtenido una tercera mención. El autor de la carta había obtenido la primera mención y, desde Madrid, lo animaba a perseverar... pero no en la literatura precisamente, sino en los oscuros concursos de provincias. Uno y otro parecían vivir en las mismas condiciones de pobreza: “no absoluta sino de clase media baja, desafortunada, decente”, recuerda hoy Roberto Bolaño. He ahí la cruel, conmovedora ironía del caso. Porque el escritor de Madrid se llamaba Antonio Di Benedetto.

“Volví a Chile cuando tenía 20 años, poco antes del golpe, y terminé detenido, más o menos desesperado y sin salida. Con una soltura de cuerpo admirable, me confundían con un terrorista mexicano imaginario. O sea que experimenté al límite lo que es sentirse desterrado en el propio país.”

Casi veinte años después el círculo se cierra: Bolaño publica en Anagrama un libro titulado Llamadas telefónicas, y en su cuento inicial (que, como no podía ser de otra manera, obtuvo un premio en un concurso de provincias español) convierte a Di Benedetto en el discreto héroe del relato. Bolaño se llama Belano y Di Benedetto se llama Sensini. Y hay, en el cuento, algo casi épico en el conspirativo empeño de aspirante y escritor rodando en la rueda cíclica de concursos provinciales. Mientras tanto, los tiempos cambian para los países sudamericanos y Sensini se despide de su discípulo para volver a la Argentina (“Con la democracia nadie me va a hacer nada”, le dice en una carta, prenunciando su triste final: la democracia alfonsinista, que recibió con bombos y platillos el retorno del exilio de Di Benedetto, lo dejó morir anónimamente en una inhóspita sala de hospital poco después). Dice Bolaño, hoy, desde su casa en Blanes: “Como muchos otros latinoamericanos, participábamos para ganar dinero y supongo que aceptábamos estoicamente las reglas. Para mí fue una época casi feliz. Lo monstruoso era que Di Benedetto ya era, digamos, un clásico de nuestras letras (Zama es una de las novelas más notables que he leído), y ahí estaba, batiéndose el cobre como los más jóvenes. Que participara de aquellos concursos de provincia era como una bomba de relojería. Se puede argüir que todo, en la realidad, es como una bomba de relojería. Pero esas bombas no suelen explotar. Y las vidas de los escritores, en cambio, sí que explotan”.

Joyce escucha a los Doors Por aquellos tiempos, mientras Di Benedetto moría en Buenos Aires, Bolaño lograba publicar su primer libro de narrativa, escrito a cuatro manos con su amigo Antoni García Porta, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), una “novela inocente de pistoleros urbanos” que trata sobre una chica sudamericana con un ataque de demencia en la Barcelona de principios de los ‘80. El título estaba tomado del poema “Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger”, del mexicano Mario Santiago. Bolaño recuerda: “Mario lo escribió en 1975, a los veintiún años, y tuvo la virtud de conmover a una serie de poetas más o menos marginales del México de entonces, entre quienes estaba yo”.

Bolaño había llegado con su familia a México en 1968, a los quince años, y vivió en ese país hasta que partió a Europa en 1977, salvo un pequeño paréntesis: “Volví a Chile en el ‘73, solo, unos meses antes del golpe y terminé detenido, en una situación más o menos desesperada, más o menos sin salida. Me acusaban de ser extranjero, o sea que experimenté al límite la sensación de sentirme desterrado en mi propio país, en donde me confundieron, con una soltura de cuerpo admirable, con un terrorista mexicano imaginario”. A su regreso en México fundó, junto a Santiago, un grupo de poesía llamado Los Infrarrealistas (“una suerte de dadá pasado por la fiebre del Indio Fernández”), se dedicó a viajar y a leer anárquicamente toda la narrativa latinoamericana que pudo (“Felisberto Hernández, Rulfo, Monterroso. Y muchos argentinos: no sólo Borges, Arlt, Bioy Casares, Cortázar. Una de las cosas que me maravillaba de la literatura argentina, en aquellos años míos de formación, era que podía ser leída como una literatura, y no como uno o dos nombres sobresalientes, que era lo que pasaba con la mayoría de las otras literaturas del continente, salvo tal vez la mexicana. Algo así pasa en poesía, con Chile o Nicaragua. Pero no en narrativa, salvo con los argentinos, que siempre tienen tres o cuatro grandes figuras, pero detrás hay muchos otros escritores y todos de una calidad por encima de la media. De aquellos años recuerdo, por ejemplo, los cuentos de Abelardo Castillo y de Rodolfo Walsh. Di Benedetto, por supuesto. Y después Manuel Puig, del que he leído todo y me parece un maestro. Y también Osvaldo Soriano”). Entre la publicación del primer libro de narrativa de Bolaño y el siguiente pasan nueve años. ¿Sequía, letargo creativo? No; dificultades para publicar, más bien. En 1993 logra romper la racha con un policial, La pista de hielo, sobre una patinadora olímpica y los amores que se desatan a su paso. Al año siguiente aparece La senda de los elefantes, que en realidad debió llamarse Monsieur Pain según Bolaño, y que había circulado por varios concursos españoles con estos dos títulos y uno peor, El caso Vallejo. La novela (hoy imposible de conseguir, no sólo en Latinoamérica, en España también) trata sobre los últimos días de César Vallejo en la clínica Arago, en París, “contada desde la óptica de un inválido de la Primera Guerra Mundial, mesmerista y tímido”.

SALVADO POR LOS NAZIS El reconocimiento le llegó en 1996 con La literatura nazi en América. El libro profundiza la idea del destierro que caracteriza toda la obra de Bolaño: pero en este caso los personajes añoran no una patria sino una ideología, y sus peripecias literarias, políticas y criminales no se circunscriben a un breve período, como en los libros anteriores, sino que van desde los albores del Tercer Reich hasta bien entrado el siglo XXI. Para construir este libro, Bolaño tomó al pie de la letra las convenciones del género creado por Marcel Schwob en Vidas imaginarias: biografías apócrifas de personajes inventados, todos ellos villanos, todos ellos raramente cándidos en su perversidad. “La genealogía de Literatura nazi es bien sencilla: hay un libro de Alfonso Reyes, llamado Retratos reales e imaginarios, que es deudor directo de Schwob y precedente incuestionable de Historia universal de la infamia de Borges. A ellos habría que sumar otro libro extraordinario: La sinagoga de los iconoclastas, de J. R. Wilcock”.

La galería de personajes de Literatura nazi se inicia con una dama de clase alta argentina, Edelmira Thompson de Mendiluce, que conoce al joven Hitler en Berlín; e incluye novelistas guatemaltecos de ciencia-ficción fascista, poetas de la negritud mitad haitianos y mitad alemanes, bellezas mexicanas místico-franquistas, presidiarios norteamericanos de la Hermandad Aria, dandies colombianos simpatizantes de Primo de Rivera, dos mellizos porteños barrabravas de Boca Juniors (Italo y Argentino Schiaffino, uno de los cuales muere de un paro cardíaco cuando el ejército argentino se rinde en Malvinas y el otro es asesinado en Detroit, luego de integrar el Ku-Klux-Klan) y cierra con la increíble historia del aviador y poeta chileno Carlos Ramírez Hoffman, el Infame.

Esta historia, que en Literatura nazi ocupaba veinte páginas, es retomada por Bolaño en su siguiente libro: Estrella distante (1997). La novela recorre una senda idéntica al relato, pero profundiza de manera magistral en las contradicciones del Infame (que ya no se llama Ramírez Hoffman sino Alberto Ruiz Tagle, alias Carlos Wieder) y en las dos caras del Chile de los ‘70: el mundo bohemio de los poetas durante el gobierno de Allende; el de las clases altas, militares y civiles, posteriores al golpe. En el centro de ambos mundos, el joven piloto de aeroplanos que de día inscribía sus poemas en el cielo chileno y de noche secuestraba y torturaba obedientemente a sus propias amigas; el enigmático militar del cual se desconoce todo (incluso si está vivo) luego de un oscuro episodio en que llevó al extremo su condición de poeta y de torturador, escandalizando a la casta pinochetista. La novela salta entonces veinte años en el tiempo y se traslada a Europa. Un detective legendario en Chile en la época de Allende, ahora oscuramente exiliado, aparece en Barcelona buscando al Infame. Necesita alguien que haya conocido a Wieder, necesita alguien que haya conocido la faceta de poeta de Wieder. En las últimas cincuenta páginas del libro, detective y narrador recorren juntos el increíble periplo europeo del Infame, que incluye un sinfín de seudónimos, actuaciones en películas pornográficas, satanismo, mistificación de la ciencia-ficción, los skinheads y el esoterismo de extrema derecha, hasta por fin estar frente a frente con el misterio que los desvela.

los equivocadosSimplificando las cosas, podría decirse que el mundo literario de Bolaño combina la precisión quirúrgica de Chejov con la paranoia de Phillip Dick, la ironía en sordina de Monterroso con la vividez del cine porno o de las películas de Sam Peckimpah (todas influencias reconocidas y enaltecidas por el propio Bolaño). A la manera de Bryce Echenique y el español Vila Matas, toda la obra de Bolaño exhibe una franca predilección por los perdedores. Y, entre ellos, por los “metafísicamente equivocados”: dos de los cuentos más perfectos de Llamadas telefónicas, su último libro, exploran extremos opuestos de esta condición. El primero de ellos se llama “Henri Simon Leprince” y es la historia de un escritor mediocre en la Francia de Pétain que, para sorpresa de todos, rechaza la oferta de ser colaboracionista, se enrola discretamente en la Resistencia y salva a muchos de aquellos que lo despreciaban antes de la guerra (y que volverán a despreciarlo después), para terminar sus días convencido de que los buenos escritores necesitan a la gente como él: como lectores, como mera referencia o incluso para salvarles providencialmente la vida. El otro cuento se llama “Detectives”, y son 19 páginas de puro diálogo de dos hombres dentro de un coche en movimiento, en medio de la noche. Los dos hombres son policías, el largo viaje los lleva a hablar del pasado, y están en Chile, en algún momento de los ‘80. El escalofriante relato deja ver cómo se comportaron ambos en una comisaría, durante la época dura, cuando debieron enfrentar entre los prisioneros a un viejo camarada del colegio secundario llamado Arturo Belano (el alter ego de Bolaño que aparece en casi toda su literatura). Bolaño dice que, si bien toda su obra es autobiográfica, nunca militó en ningún partido político: “Me habrían echado en menos de un mes. La mayoría de los políticos sospecha de los escritores. En realidad, la mayoría de la gente sospecha de los escritores. Y es lógico: una de las metas del escritor verdadero es la pulverización de la respetabilidad y la gente se aferra a la respetabilidad como a un clavo ardiendo. Craso error, como diría Nicanor Parra: si tenemos en cuenta que, en lo más alto de la escala de la respetabilidad, está el código de los padrinos de la mafia, los hombres de respeto por excelencia. En realidad, los políticos tendrían que apoyarse en el valor y en el humor, que son los únicos padres posibles de la bondad y la lucidez. O en la humildad imperturbable, al estilo de Germain Nouveau, aquel íntimo amigo de Rimbaud que fue uno de los grandes poetas de Francia y que terminó pidiendo limosna a la puerta de una iglesia”.

Y, a propósito de humillados y ofendidos, Bolaño insiste que no le interesa especialmente registrar la vida sudaca en España, aun cuando sus libros ofrezcan un mapa sumamente rico de ese aspecto tan poco explorado de los años ‘70 por la literatura latinoamericana. En la vida real, dice, nunca se ha sentido extranjero, ni en España ni en ningún otro país: “Las, llamémosle así, ofensas o humillaciones inherentes a la condición de extranjero las veo como propias de la condición humana, de una manera si se quiere kafkiana. Todos somos extranjeros, todos estamos desterrados, sólo que unos se dan cuenta y otros no”.

EL PORNO, UNA BUENA INFLUENCIA Algo de eso le pasa a la protagonista de “Joanna Silvestri”, otro de los notables cuentos de Llamadas telefónicas: Joanna es una estrella europea de cine porno internada en una clínica de Nîmes que recibe la visita de un detective (el mismo policía chileno, cabe aclarar, que en Estrella distante rastreaba al Infame Wieder). El detective quiere saber si Joanna recuerda a un enigmático chileno que trabajó en pornofilmes en California con el seudónimo R. P. English. Joanna no consigue recordar nada del tal English pero sí recuerda, de su breve paso por el porno yanqui, un encuentro con un colega ya retirado por entonces, pero que había trabajado con ella en Europa muchas veces: el mítico John Holmes. Y cuenta una aparición conmovedora del viejo semental al set de filmación, en el preciso momento en que ella realiza una escena de fellatio y sodomización simultánea. Bolaño trabaja con admirable sutileza la atmósfera de “muertos vivos” que envuelve el cine porno desde el advenimiento del sida, como un cuento de fantasmas a la cruda luz del día. “Creo que el porno es, entre todos los géneros cinematográficos, el menos explorado hasta ahora, y eso es lo que lo hace tan interesante. Es también el único que espera a la literatura con los brazos abiertos. Por supuesto, el porno está en un período balbuceante aún. Tal vez los escritores deberíamos tomar la batuta y empezar de una vez por todas a dirigir esa orquesta que, en el fondo, siempre ha sido nuestra orquesta”.

En cuanto al destierro de Bolaño, transcurre sereno en Blanes, un pueblo de la Costa Brava cerca de Gerona, “donde el crecimiento demográfico es sostenido, lo que no sé si me gusta o no, pero hace que el pueblo sea muy divertido”. En invierno, sin turistas, viven allí unas veinticinco mil personas, de cualquier rincón del mundo: europeos, americanos, asiáticos, africanos, incluso australianos o neocelandeses que han llegado allí, como Bolaño, por casualidad. “Vivo solo, en una casa pequeña y sin calefacción ni televisor, ni radio ni refrigerador. Sólo tengo una computadora y un walkman para escuchar música. Ahora bien, en la casa de al lado vive mi mujer, que ahora es mi novia, y ella tiene todos los artefactos del mundo”. Bolaño dice que con la música tiene un trato más bien laboral (“Escucho música cuando trabajo, como los obreros de la construcción. Me sigue gustando lo mismo que cuando tenía veinte años. Dylan, Lou Reed, Canned Heat, Neil Young, David Bowie, Brian Eno, en fin, lo de siempre. De vez en cuando también escucho a algunos barrocos: sobre todo a Salvador Bacarisse, el hermano de Mauricio Bacarisse, el poeta vanguardista español muerto en 1931, a los 36 años”). Y no cree que vuelva a vivir en Chile: “Carezco del sentimiento de la nostalgia. Al menos no siento nostalgia por los lugares. Hay personas a las que me gustaría volver a ver, pero tengo buena memoria”.

En estos días terminó de corregir una novela de 700 páginas que ya está en manos de su editor catalán. El libro se llama Los detectives salvajes y cubre un período de veinte años, desde 1976 hasta 1996. “Traté de contar una historia aproximativa de mi generación, los nacidos en la década del ‘50 y del ‘60: las luchas revolucionarias, los viajes, los amores, las drogas, las derrotas. Claro, en una novela de tantas páginas cabe de todo. Pero por primera vez siento que he escrito algo realmente bueno”. Bolaño hace una pausa, y se arrepiente enseguida de lo que acaba de decir: “Es que cada vez que hablo de mi literatura siento que pierdo diez lectores. Será que sigo pensando que el oficio de escritor es, en realidad, uno de los más peligrosos del mundo. Es un juego, un rompecabezas, y al mismo tiempo un oficio peligrosísimo. El escritor es como un asesino a sueldo que padece de amnesia. Stalin, paradójicamente, entendió el asunto como pocos: por eso los mataba o los premiaba”.

foto