Hoy, en la Argentina, es
muy fácil sentirse alguien, sentir que uno es algo más que un pelafustán asustado que
vive en un país que es de otros, de Amalita, de Santiago, de Francisco o de Mauricio, de
todos ellos. Hoy, basta con hablar pestes de los bolitas o de los
paraguas para sentir que uno es dueño de la patria, ya que nos la vienen a
robar. Sartre, en Reflexiones sobre la cuestión judía, afirmaba que cuando el antisemita
dice que el judío le roba Francia siente que Francia es suya, que le
pertenece. No hay modo más directo y simple para el antisemita francés que decir que el
judío le está robando el país para, de inmediato, sentirse dueño de ese país, dueño
de Francia, para sentirse encarnación de la patria, casi un símbolo de pureza y de
poder. Pobre tipo. Pobres, también, todos los tipos que hoy, aquí, en la Argentina,
andan cacareando contra los extranjeros. Sienten, de pronto, algo que hace mucho no
sentían: que tienen una patria, un país que les pertenece. Que tienen un ser.
Que valen algo. Que valen, al menos, más que los inmigrantes. Que son argentinos y que la
Argentina es de ellos, ya que son los otros quienes se la vienen a robar.
Qué fácil les resulta reinventar la patria, reencontrarse con el orgullo, con cierto
linaje. Qué fácil les resulta no sentir que son poco, infinitamente poco, sólo un
número de una estadística que no conocen, que manejan otros. De pronto son, otra vez,
como en el Mundial, como en Malvinas, ¡argentinos! La patria los convoca. Nos están
invadiendo. De todos los rincones de la América oscura y pobre vienen a quitarnos lo
nuestro. Son ellos: son esos mestizos zarrapastrosos, ajados, descosidos, que se acumulan
en nuestras oficinas de migración, o que abultan las villas miseria. Están llenos de
codicia y de furia delictiva. Porque a alguna de esas dos cosas es que vienen: o a
robarnos nuestros trabajos o a robarnos nuestro dinero. Si trabajan, le están quitando
ese lugar a un compatriota (a uno de los nuestros) que lo necesita. Si roban, si
delinquen, nos están agrediendo. Que nos asalte un compatriota vaya y pase; es, al cabo,
una contingencia nacional, una cuestión de la patria
que ya solucionaremos entre todos. Pero que nos asalte un extranjero es intolerable.
¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a agredir a uno de los nuestros, a uno de los dueños
de la patria, a un argentino? Duro con él.
La xenofobia surge de creer que la patria nos pertenece sólo a nosotros y que el otro (el
extranjero que quiere integrarse a ella) será siempre un sospechoso. Simplemente porque
no nació aquí. Lleva la condena eterna en la sangre y en el alma: jamás será un
argentino, jamás podrá amar la patria como nosotros la amamos. De aquí, en
consecuencia, que será el primero en agredirla. En agredirnos. La xenofobia es una
actitud humana cruel y abyecta. Siempre habrá xenófobos, es una de las más bajas
pasiones de la condición humana. En la abundancia dirán que vienen a disfrutar de
lo nuestro. En la escasez dirán que vienen a robárnoslo.
Curiosamente, éste es un país urdido por la inmigración. Pero fue ingrato con ella. No
vinieron los inmigrantes que las clases poseedoras, que las oligarquías locales esperaban
y deseaban. No vinieron sajones industriosos, limpios, aptos y rubios. Vino la hez, la
turba, la canalla que la vieja Europa se sacudía de sí. Además, esos inmigrantes de los
albores (contrariamente a los de ahora) traían algo en verdad peligroso: las
ideologías disolventes del ser nacional. Eran anarquistas, eran comunistas. Eran,
en suma, peligrosos. Durante la Semana Trágica y durante la Patagonia Trágica la
generosa Argentina les enseñó que con ella no se jugaba. Que aquí había reglas y
había que aceptarlas. Aceptarlas o, sin más, morir. Murieron muchos.
El conventillo fue el más perfecto producto de la primera inmigración. Todas las lacras
morales que hoy exhibe el argentino ante las villas miseria (ahí reside el Mal, el
delito, la promiscuidad, el extranjero, el ilegal) ya las exhibía el argentino de los
años que siguieron a 1880 ante la inmigración. Hay un texto imperdible de Santiago
Estrada distinguido hombre del 80, hombre de linaje, dueño de esa Argentina,
gentleman, dandy- que forma parte de un libro que lleva por elegante título Viajes y
otras páginas literarias, y que define al conventillo como el pudridero de la
pobreza (citado por Noé Jitrik en El 80 y su mundo, uno de los necesarios ensayos
de Jitrik que las editoriales argentinas deberían reeditar). Luego, Estrada compara el
conventillo con el intestino. Así, describe que en el conventillo hay, en el centro,
una calleja que sirve a los inquilinos de entrada y de salida, de patio, cocina y
lavadero; esta calleja es el intestino recto del conventillo. Más adelante
(anticipando el discurso en que Jacques Chirac se compadece de la desdicha de esas
familias francesas que tienen que vivir asediadas por los olores de las extrañas comidas
de los inmigrantes), Estrada enumera las caóticas habitualidades culinarias de los
habitantes del conventillo: Encienden carbón en la puerta de sus celdillas los que
comen puchero: esos son americanos. Algunos comen legumbres crudas, queso y pan: esos son
los piamonteses y genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y
gallegos. Y el texto avanza en su inexorable dureza: Se convendrá en que cada
uno de los conventillos de Buenos Aires es un taller de epidemias; en que cada una de las
inmundas camas es el tálamo en el cual la fiebre amarilla y el cólera se recrean.
Entonces hablará de la lepra moral del conventillo. Los hombres del
conventillo, afirma, carecen de la luz moral y se desarrollan miserables, egoístas,
sin fuerzas para el bien. Son, pues, una doble amenaza: amagan la salud pública y amagan
la moral pública. Y, como impecable corolario, Estrada acusará a los eternos
acusados por los xenófobos, a los judíos, de crear los conventillos, ya que éstos son
fruto de la avaricia israelita de nuestros mercaderes, quienes incurren en
el ilícito negocio de agrupar gentes en los almácigos y viveros del cólera y la
fiebre amarilla.
Por decirlo claramente: si usted, hoy, es un xenófobo, podrá sentirse un heredero del
distinguido Santiago Estrada, podrá sentir que la Argentina es suya, que le pertenece tan
naturalmente como su corbata o su reloj, que usted es alguien, alguien a quien vienen a
robarle, a despojarlo, que usted no es un bolita o un paragua, que no es un mestizo, que
es blanco y argentino y humano y que la gran causa de la patria otra vez lo reclama,
reclama su santa indignación porque otra vez la patria está siendo agredida desde fuera
de sus fronteras, de donde vienen el peligro, la amenaza, el Mal. A usted nada le
impedirá sentir todo esto. Como a mí nada me impi- de creer que usted es un canalla. Un
pobre tipo.
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