Por Hilda Cabrera Se dice que el joven Carlos
Gardel le cantó en el camarín del Teatro Apolo, y que el actor le regaló una guitarra.
El actor era Pablo Cecilio Podestá (1875-1923), hijo menor de los Podestá, artistas
fundacionales del teatro rioplatense. Trapecista y dibujante, Pablo era también hábil
ejecutante de violoncello en una familia de músicos. El más inspirado fue su hermano
Antonio Domingo, nacido como él en Montevideo, adonde sus padres (genoveses instalados
primero en Buenos Aires) se trasladaron por temor al Restaurador Rosas. Compositores de la
época, como el bilbaíno Antonio Reynoso y el guipuzcoano Francisco Paya (director de la
Orquesta del Teatro Apolo), le dedicaron algunos de los tangos que la familia introdujo en
sus espectáculos. Un nuevo Tango por Pablo llega ahora a escena como pieza teatral del
argentino Raúl Peñarol Méndez, que se estrena hoy en el Teatro Regio (Córdoba 6059),
protagonizada por Roberto Carnaghi y dirigida por Andrés Bazzalo. La obra integró un
ciclo de semimontado, realizado en 1996 en Andamio 90, que su autor no pudo ver: falleció
una semana antes a causa de un paro cardíaco.
Si bien la popularidad le llegó a Carnaghi a través de la TV, su trayectoria teatral
guarda varios hitos desde su inicio como actor adolescente en el Teatro Escuela Municipal
de San Isidro, donde presentó obras en diversos espacios, incluidas las villas miseria.
Todavía se podía entrar a La Cava, dice el actor a Página/12. Ultimamente
integró los elencos de Ricardo III, de Shakespeare, El jardín de los cerezos, de Anton
Chéjov (ambas en el San Martín), y Ya nadie recuerda a Frederic Chopin, de Roberto Cossa
(en el Cervantes y el Avenida). No le faltan propuestas: a Tango por Pablo le seguirá
Shylock. El mercader de Venecia, montaje del georgiano Robert Sturua sobre el drama de
Shakespeare, donde interpretará el complejo rol del judío Shylock.
La obra de Peñarol rescata a Pablo Podestá, enfermo de sífilis y con signos de locura,
internado en la clínica del Dr. Gonzalo Bosch. Arranca de un tiempo posterior al estreno
de La fiera dormida de Ricardo Hicken, y Cantos rodados de Francisco Imhof, las dos en
1919. En su delirio, el actor confunde rostros y personajes. Lo acompaña un amigo, el
Rasca. La situación es dramática pero el tratamiento no descarta el humor. Es una
obra de sentimientos y de lucha, tierna y hasta festiva, observa Carnaghi, a quien
acompañan Antonio Bax, Enrique Dacal, Adriana Dicaprio, Roxana Fontán, Leonardo Odierna,
Jean Pierre Reguerraz, Juan Carlos Ricci, y los acróbatas Ricardo Behrens, Facundo Diab y
Juan Pablo Gómez.
¿Cómo definiría a Pablo Podestá?
Pablo poseía una gran energía. Mi mirada sobre él pasa por el lado afectivo, y
hasta me identifico con algunas cosas. Buscaba hacer buen teatro, pero a veces también la
rascada, para sobrevivir. Estaba muy conectado con el teatro, hasta en sus
delirios. Quería, por ejemplo, techar la ciudad y canalizarla para no tener que suspender
las funciones por la lluvia y las inundaciones. Era un organizador: proponía trabajar en
cooperativa para tener más libertad al elegir las obras.
¿De qué manera accede a un personaje que es por un lado un mito y por otro está
muy metido en la realidad de la época?
La obra es testimonio y ficción. No contamos la enfermedad de Pablo sino su lucha.
Vamos a sus afectos, sus sensaciones. Hacemos pequeñas escenas sobre sus comienzos en el
circo y sobre sus actuaciones dramáticas. Aparecen sus mujeres. Se decía que era un
padrillo, aunque no tuvo hijos. Lo mostramos como trapecista, malabarista, pintor,
escultor, músico. No parecía haber perdido energía. En una foto que le tomaron en 1922
en el sanatorio (que se exhibirá, junto a otras imágenes de los Podestá, en el hall del
Regio) se lo ve fornido a pesar de la sífilis. Mi acercamiento es intuitivo. No pretendo
componer al actor salvaje, como se decía que era. La crítica de la época lo
trataba de hombre inculto, con maneras muy diferentes de las de los actores europeos de
entonces.
¿Por qué cree que atraía?
Se posesionaba de su papel, y a tal extremo que en una escena en la que degollaba a
su hermano la gente se levantó alarmada de su asiento. Producía esa sensación de
veracidad, también en papeles reflexivos como el don Zoilo de Barranca abajo. Por eso
encaré este trabajo desde la pasión. No pretendo copiar su voz ronca. Prefiero imaginar
cómo podría actuar hoy. Antes se trabajaba para adelante, siempre de cara al público.
¿Qué lo diferenciaba de los otros actores populares?
A diferencia de Florencio Parravicini, a quien no pretendo desprestigiar, se
destacaba por el respeto por los autores. Parravicini era todo lo contrario. Una anécdota
cuenta que apostó a estrenar una obra sin leerla. Lo hizo y tuvo éxito, pero inventó la
letra. Eso, que era bastante común entre algunos actores, le hizo mal al teatro. Se
trabajaba directamente con el público. Al autor se le compraba la obra y era suficiente.
Pepe Podestá (hermano mayor de Pablo, creador de Pepino el 88) se negaba a reconocerles a
los autores un porcentaje sobre las entradas. Pablo introducía bocadillos pero era más
respetuoso de la letra. Y tenía un proyecto para el teatro. Formó compañía propia en
1906 y alentaba a trabajar en cooperativa, algo que ahora es difícil. Los actores no
podemos afrontar solos la difusión de nuestro trabajo. Necesitamos productores.
¿Cómo es hoy su relación con la televisión?
En eso siempre tuve suerte. No recuerdo haber hecho trabajos que no me interesaran.
Estuve con Tato, con Gasalla... Ahora me quedé un poco afuera por el teatro. Habíamos
grabado un capítulo sobre historia argentina con libro de Cernadas Lamadrid. Era una
producción independiente que le interesó a Canal 13, pero después no se concretó. Mi
papel era el de un detective que investiga la muerte de Mariano Moreno. El libro tiene
humor y las imágenes son atractivas, porque muestran el Buenos Aires colonial. Hay otros
proyectos, pero los voy demorando por el teatro.
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