Página/12 en EE.UU.
Por Mónica Flores Correa Desde Nueva York Cuando Alden Whitman, un
reportero del New York Times, llamaba para solicitar una entrevista, este pedido era una
magnífica señal. La historia escrita por Alden posiblemente no se publicaría en forma
inmediata y quizás aparecería mucho tiempo después, inclusive años más tarde de
realizado el reportaje. En cualquier caso, era un gran honor para el entrevistado, porque
le aseguraba un sitio distinguido en la posteridad y en las páginas del diario. Le
aseguraba una espléndida necrológica en la que Whitman, legendario también por su
cuidada barba y su capa de policía francés, escribiría con detalle los acontecimientos
destacables de la vida del reporteado, quien, por obvias razones, jamás leería la
historia. A Whitman lo llamaban el Angel de la muerte, sobrenombre muy bien
puesto por Alger Hiss, acusado de espionaje durante la Guerra Fría y uno de sus
entrevistados. Pero su visita no era temida sino, por el contrario, bienvenida con gran
entusiasmo por quienes querían discutir y ejercer cierto control en lo que se dijese de
ellos, de sus logros y fracasos, creaciones y legados, incluso después de abandonar este
mundo.
En Estados Unidos, los obituarios son un género que se escribe con dedicación, mucha
paciencia y hasta talento. Todos los días, diarios como el Times preparan y publican las
necrológicas de individuos prestigiosos, jefes de Estado, generales, cardenales,
estrellas de cine. Pero también incluyen artículos fúnebres de personas que no son
celebridades, pero que con sus vidas y producciones han tenido una incidencia digna de
mención en la sociedad y en la historia de la cotidianeidad. Puede ser un científico
cuyo nombre no resuena, pero que fue un genetista influyente. O el creador del maratón
anual que se corre en Nueva York. O el dueño de la confitería donde se fabrica la mejor
torta de queso de la ciudad.
Puede ser un afamado comerciante de diamantes o una dama de la sociedad que recolecta
fondos para causas filantrópicas. Como señala Russell Baker, que escribió una
introducción al libro Sus últimas palabras, donde se hace una compilación de algunas de
estas ingeniosas necrológicas del New York Times, los muertos no son
gigantes, no se llaman Churchill, ni Franklin D. Roosevelt, ni Mao Tse Tung,
pero la vida del siglo XX ha sido moldeada por multitudes de las que casi no hemos
tenido noticia.
Para escribir una necrológica atractiva se necesita llevar a cabo una buena
investigación sobre el que está por pasar o ha pasado a mejor vida. En general, las
necrológicas se escriben por adelantado, por si el individuo tiene un accidente, es
asesinado o la muerte se le cruza de alguna otra manera imprevista. Si la persona es joven
y goza de buena salud, tampoco importa. Lo que importa es que ha alcanzado notoriedad
suficiente como para que su despedida pueda eventualmente ocupar algunas columnas del
diario. En una visita reciente que hicieron unos estudiantes de inglés al Times, al
comentar la anticipación con que se escriben los obituarios, uno de los editores dijo que
esa semana habían terminado de redactar, por ejemplo, el artículo fúnebre de una
persona muy joven y muy popular. Monica Lewinsky, aclaró el editor
solemnemente.
A veces, especialistas en la materia que domina el futuro finado redactan las
necrológicas y eventualmente lo entrevistan. Como este hábito de la anticipación,
otorga un tiempo importante hasta el momento de la muerte y por lo tanto de la
publicación, los escritores pueden llevar a cabo una investigación sustantiva. Al
documentarse, se informan con recortes amarillentos, sacados de un archivo al que los
redactores llaman apropiadamente la morgue; con material bajado de Internet,
con libros y periódicos de la biblioteca del Times. También hay una tarea de relaciones
públicas. Hablan con amigos y enemigos del sujeto y consultan expertos, en caso de que el
hombre o la mujer que serán historia sean expertos en algo. El avance del
obituario se guarda y, cuando la persona muere, se reactualiza con los detalles más
frescos.
Con el transcurso del tiempo, el género ha ido cambiando. En la actualidad, se incorpora
inclusive la causa de la muerte del individuo (ver recuadro). También se reproducen
anécdotas que pueden no ser muy favorables al fallecido. Pero en general, se trata de ser
justo y elegante en la evaluación final de la vida y obra de quien ha partido. Como
alguien ha señalado: Un obituario no puede ser una buena excusa para matar al tipo
por segunda vez. Hay otra razón más práctica aún: los muertos no pueden iniciar
una demanda, pero los deudos, parientes y amigos, sí.
Los obituarios pueden estar acompañados por recuadros donde se reproducen los poemas del
muerto. O, por ejemplo, pueden ser publicados con algo bastante menos convencional como es
la publicación de la receta de hígado picado de Silvia Weinberger, una mujer que
convirtió esa delikatessen en un negocio de un millón de dólares, o la de la receta de
la torta de queso de Juniors, publicada el día que murió Harry Rosen,
dueño de ese restaurante de Brooklyn.
Tan variados como la humanidad misma son los protagonistas. En esta antología de
necrológicas que es Sus últimas palabras, aparecen personalidades tan diversas como
Edward Lowe, quien accidentalmente descubrió una especie de aserrín
perfumado para la caja donde los gatos hacen sus necesidades; Berta Scharrer, una
científica especialista en cucarachas; Michael Greenberg, un hombre más conocido por el
apodo de Gloves (Guantes) porque todos los inviernos iba a la parte más pobre
de Manhattan y repartía guantes en la población de los homeless.
Dicen que el género de los obituarios no convoca, sin embargo, la pasión de los
periodistas. Por superstición, quizás, o quien sabe por qué, no les gusta trabajar en
esta sección del murió ayer a la edad de.... Pero algunos, como Alden
Whitman, hacen su carrera escribiendo esta suerte de resúmenes que abrochan una vida.
Sólo los pomposos podrían no querer tener una nota fúnebre que empezase como la de
Richard Loo, que murió por última vez ayer en Los Angeles. Tenía 80 años y
había actuado en unas 150 películas a lo largo de cincuenta años de carrera
profesional. Había muerto en una buena cantidad de estas películas.
Los cambios en el estilo Para alguien que viene de un país donde los diarios se niegan a publicar en
una necrológica la palabra murió y en cambio ponen falleció, no
deja de sorprender que los diarios estadounidenses no sólo utilicen el definitivo pero
elocuente verbo morir sino que además mencionen la causa de la muerte de la persona. Sin
mayores vueltas.
Pero no se llegó a esta llaneza estilística de un día para el otro. En Sus últimas
palabras, se recuerda que hasta no hace mucho tiempo los deudos de alguien que moría de
cáncer se negaban a mencionar la temida palabra porque era sinónimo de estigma. La gente
aprendió a leer entrelíneas cuando se decía murió después de una larga
enfermedad.
Algo similar ocurrió con los muertos de sida en la década del 80. En 1986, Alan Siegal,
un editor que es el guardián del estilo del New York Times, dio las directivas acerca de
cómo escribir sobre una muerte de sida. Si sabemos o podemos garantizar en forma
confiable la causa de una muerte, la publicamos. Si no tenemos la información, tratamos
de conseguirla con los métodos comunes de un reportero. Pero nunca se debe acosar a los
deudos, especialmente si el muerto es una persona sin actividad pública. Si informamos
acerca de la muerte de alguien muy conocido, podemos tener más libertad para pedir
detalles, pero siempre dentro de los límites de la compasión.
El reconocimiento de una relación que no entra dentro del esquema de un matrimonio
convencional también es relativamente nuevo. En los lineamientos de 1986, se permitió
mencionar al compañero del mismo sexo si el difunto era gay o lesbiana. El compañero se
puede citar en el mismo párrafo que los deudos de sangre, antes o después de ellos. Por
ejemplo: El compañero del señor Smith fue John White. Sobreviven al señor Smith,
sus padres, el señor y la señora Smith...... |
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