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COMO SON LOS OBITUARIOS DEL “NEW YORK TIMES”
Pensar en la posteridad

La necrológica de Monica Lewinsky ya está preparada: nada se deja para último momento. Algunos hasta se escriben luego de una  entrevista concedida por el personaje. En vida, por cierto.

Una página de obituarios.
Para famosos y no tan famosos.

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Página/12 en EE.UU.
Por Mónica Flores Correa Desde Nueva York

t.gif (862 bytes) Cuando Alden Whitman, un reportero del New York Times, llamaba para solicitar una entrevista, este pedido era una magnífica señal. La historia escrita por Alden posiblemente no se publicaría en forma inmediata y quizás aparecería mucho tiempo después, inclusive años más tarde de realizado el reportaje. En cualquier caso, era un gran honor para el entrevistado, porque le aseguraba un sitio distinguido en la posteridad y en las páginas del diario. Le aseguraba una espléndida necrológica en la que Whitman, legendario también por su cuidada barba y su capa de policía francés, escribiría con detalle los acontecimientos destacables de la vida del reporteado, quien, por obvias razones, jamás leería la historia. A Whitman lo llamaban “el Angel de la muerte”, sobrenombre muy bien puesto por Alger Hiss, acusado de espionaje durante la Guerra Fría y uno de sus entrevistados. Pero su visita no era temida sino, por el contrario, bienvenida con gran entusiasmo por quienes querían discutir y ejercer cierto control en lo que se dijese de ellos, de sus logros y fracasos, creaciones y legados, incluso después de abandonar este mundo.
En Estados Unidos, los obituarios son un género que se escribe con dedicación, mucha paciencia y hasta talento. Todos los días, diarios como el Times preparan y publican las necrológicas de individuos prestigiosos, jefes de Estado, generales, cardenales, estrellas de cine. Pero también incluyen artículos fúnebres de personas que no son celebridades, pero que con sus vidas y producciones han tenido una incidencia digna de mención en la sociedad y en la historia de la cotidianeidad. Puede ser un científico cuyo nombre no resuena, pero que fue un genetista influyente. O el creador del maratón anual que se corre en Nueva York. O el dueño de la confitería donde se fabrica la mejor torta de queso de la ciudad.
Puede ser un afamado comerciante de diamantes o una dama de la sociedad que recolecta fondos para causas filantrópicas. Como señala Russell Baker, que escribió una introducción al libro Sus últimas palabras, donde se hace una compilación de algunas de estas ingeniosas necrológicas del New York Times, los muertos no son “gigantes”, no se llaman Churchill, ni Franklin D. Roosevelt, ni Mao Tse Tung, “pero la vida del siglo XX ha sido moldeada por multitudes de las que casi no hemos tenido noticia”.
Para escribir una necrológica atractiva se necesita llevar a cabo una buena investigación sobre el que está por pasar o ha pasado a mejor vida. En general, las necrológicas se escriben por adelantado, por si el individuo tiene un accidente, es asesinado o la muerte se le cruza de alguna otra manera imprevista. Si la persona es joven y goza de buena salud, tampoco importa. Lo que importa es que ha alcanzado notoriedad suficiente como para que su despedida pueda eventualmente ocupar algunas columnas del diario. En una visita reciente que hicieron unos estudiantes de inglés al Times, al comentar la anticipación con que se escriben los obituarios, uno de los editores dijo que esa semana habían terminado de redactar, por ejemplo, el artículo fúnebre de una persona muy joven y muy popular. “Monica Lewinsky”, aclaró el editor solemnemente.
A veces, especialistas en la materia que domina el futuro finado redactan las necrológicas y eventualmente lo entrevistan. Como este hábito de la anticipación, otorga un tiempo importante hasta el momento de la muerte y –por lo tanto– de la publicación, los escritores pueden llevar a cabo una investigación sustantiva. Al documentarse, se informan con recortes amarillentos, sacados de un archivo al que los redactores llaman apropiadamente “la morgue”; con material bajado de Internet, con libros y periódicos de la biblioteca del Times. También hay una tarea de relaciones públicas. Hablan con amigos y enemigos del sujeto y consultan expertos, en caso de que el hombre o la mujer que serán historia sean expertos en algo. El “avance” del obituario se guarda y, cuando la persona muere, se reactualiza con los detalles más frescos.
Con el transcurso del tiempo, el género ha ido cambiando. En la actualidad, se incorpora inclusive la causa de la muerte del individuo (ver recuadro). También se reproducen anécdotas que pueden no ser muy favorables al fallecido. Pero en general, se trata de ser justo y elegante en la evaluación final de la vida y obra de quien ha partido. Como alguien ha señalado: “Un obituario no puede ser una buena excusa para matar al tipo por segunda vez”. Hay otra razón más práctica aún: los muertos no pueden iniciar una demanda, pero los deudos, parientes y amigos, sí.
Los obituarios pueden estar acompañados por recuadros donde se reproducen los poemas del muerto. O, por ejemplo, pueden ser publicados con algo bastante menos convencional como es la publicación de la receta de hígado picado de Silvia Weinberger, una mujer que convirtió esa delikatessen en un negocio de un millón de dólares, o la de la receta de la torta de queso de “Junior’s”, publicada el día que murió Harry Rosen, dueño de ese restaurante de Brooklyn.
Tan variados como la humanidad misma son los protagonistas. En esta antología de necrológicas que es Sus últimas palabras, aparecen personalidades tan diversas como Edward Lowe, quien “accidentalmente” descubrió una especie de aserrín perfumado para la caja donde los gatos hacen sus necesidades; Berta Scharrer, una científica especialista en cucarachas; Michael Greenberg, un hombre más conocido por el apodo de “Gloves” (Guantes) porque todos los inviernos iba a la parte más pobre de Manhattan y repartía guantes en la población de los homeless.
Dicen que el género de los obituarios no convoca, sin embargo, la pasión de los periodistas. Por superstición, quizás, o quien sabe por qué, no les gusta trabajar en esta sección del “murió ayer a la edad de...”. Pero algunos, como Alden Whitman, hacen su carrera escribiendo esta suerte de resúmenes que abrochan una vida. Sólo los pomposos podrían no querer tener una nota fúnebre que empezase como la de Richard Loo, que “murió por última vez ayer en Los Angeles. Tenía 80 años y había actuado en unas 150 películas a lo largo de cincuenta años de carrera profesional. Había muerto en una buena cantidad de estas películas”.

 

Los cambios en el estilo

Para alguien que viene de un país donde los diarios se niegan a publicar en una necrológica la palabra “murió” y en cambio ponen “falleció”, no deja de sorprender que los diarios estadounidenses no sólo utilicen el definitivo pero elocuente verbo morir sino que además mencionen la causa de la muerte de la persona. Sin mayores vueltas.
Pero no se llegó a esta llaneza estilística de un día para el otro. En Sus últimas palabras, se recuerda que hasta no hace mucho tiempo los deudos de alguien que moría de cáncer se negaban a mencionar la temida palabra porque era sinónimo de estigma. La gente aprendió a leer entrelíneas cuando se decía “murió después de una larga enfermedad”.
Algo similar ocurrió con los muertos de sida en la década del 80. En 1986, Alan Siegal, un editor que es el guardián del estilo del New York Times, dio las directivas acerca de cómo escribir sobre una muerte de sida. “Si sabemos o podemos garantizar en forma confiable la causa de una muerte, la publicamos. Si no tenemos la información, tratamos de conseguirla con los métodos comunes de un reportero. Pero nunca se debe acosar a los deudos, especialmente si el muerto es una persona sin actividad pública. Si informamos acerca de la muerte de alguien muy conocido, podemos tener más libertad para pedir detalles, pero siempre dentro de los límites de la compasión.”
El reconocimiento de una relación que no entra dentro del esquema de un matrimonio convencional también es relativamente nuevo. En los lineamientos de 1986, se permitió mencionar al compañero del mismo sexo si el difunto era gay o lesbiana. El compañero se puede citar en el mismo párrafo que los deudos de sangre, antes o después de ellos. Por ejemplo: “El compañero del señor Smith fue John White. Sobreviven al señor Smith, sus padres, el señor y la señora Smith.....”.

 

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