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UN FRIGORIFICO QUEBRADO, RECUPERADO POR LOS TRABAJADORES
Cómo aventar el fantasma de Samid

Entre los dueños del Yaguané estuvo Mera Figueroa. Samid lo quebró y los 500 obreros crearon una cooperativa. Al principio, cobraban 20 pesos y una bolsa de carne. Ahora faenan 6000 cabezas semanales y son líderes en el mercado.

Asado: A los trabajadores les costó volver a faenar por los rumores: nadie quería mandar vacas por temor a que las asaran y se las comieran allí mismo.

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Daniel Flores propuso la idea de formar la cooperativa tres meses antes de la retirada de Samid.
“Muchos lo vieron como una utopía, pero era lo único que teníamos”, recuerda ahora orgulloso.


Por Horacio Cecchi

t.gif (862 bytes) –Me voy. Cuando estén muertos de hambre me van a pedir que vuelva y yo voy a poner las condiciones.
En un punto, Alberto Samid había dado en el clavo. Después de haber aumentado las deudas del frigorífico Yaguané, del que poseía el paquete mayoritario, pidió la quiebra. El establecimiento se fue a la lona y, junto con él, los más de 500 obreros que de un día para el otro pasaron a estar, como dijo Samid, muertos de hambre. Pero los trabajadores formaron una cooperativa, haciéndose cargo de la empresa y de sus deudas. No fue fácil: el pasivo dejado por Samid y otros dueños, entre los que supo estar Julio Mera Figueroa, rondaba los 50 millones. Resistieron amenazas compulsivas y estómagos vacíos: durante dos años cobraron 20 pesos semanales y una bolsita de carne. Les costó volver a faenar por los rumores: nadie quería mandar vacas por temor a que las transformaran en asado y se lo comieran allí mismo. De hecho, el primer cliente que lograron fue un hacendado de toros. Tres años después, son líderes en el mercado, faenan 6000 cabezas por semana y cobran 500 pesos. El resto lo dejan para amortizar deudas, capitalizar la sociedad y compras de infraestructura. El martes pasado, organizaron un festival al que asistieron León Gieco, Víctor Heredia y Piero, en apoyo a otras cooperativas de la zona y para festejar que el proyecto sigue en pie. En otro punto, Samid estaba equivocado: nadie le pidió que volviera.
Aunque la idea de la cooperativa se inició formalmente durante una asamblea de febrero del ‘96, el Yaguané había conocido otras épocas de gloria y de pliegues oscuros. La gloria la vivió desde su fundación, en 1976, hasta el ‘88. “En aquella época un obrero de Yaguané podía deslomarse 16 horas por día, pero tenía su casita, su cochecito y vacaciones”, dicen los que recuerdan imágenes de aquellos años. Del mismo período, hasta el ‘82, son los rincones negros. Enclavado en el kilómetro 38,100 de la ruta 3, en la localidad de Virrey del Pino, partido de La Matanza, el Yaguané fue escenario para el paso de camiones frigoríficos cerrados y con custodia militar, que desembocaban en el crematorio del emplazamiento para arrojar lo que la memoria colectiva sospecha que eran cuerpos, aunque nada quede de ellos (ver aparte).
En el ‘94, después de su época de gloria y de haber sorteado ensayos de achiques y despidos, el Yaguané estaba quebrado. Fue cuando llegó al rescate Julio Mera Figueroa, encabezando un grupo accionario. Durante alrededor de un año dejó su marca en los pasivos hasta que vendió sus acciones. Al año siguiente, Alberto Samid llegó con su proyecto salvador: “Rajo 300 y hago un frigorífico consumero”. En la jerga, el dedicado al consumo interno. Los empleados, encabezados por Daniel Flores, su delegado, se opusieron. “Es como poner un Fórmula uno a andar por Palermo”, fue la respuesta de Flores al ex diputado matarife.
“Samid venía con el objetivo de la quiebra desde el principio”, explicó Flores a Página/12. Después de una serie de escarceos, el 27 de mayo del ‘96 la puso en marcha. La planta quedó tomada. Fue cuando Samid pronunció su célebre frase “... ya me van a pedir que vuelva”. Después, se tomó un helicóptero y desapareció de Yaguané. Tres meses antes, durante una asamblea, Flores propuso lo que en ese momento parecía una idea absurda y sin probabilidades: constituir una cooperativa para comprar la empresa. “Muchos lo vieron como una utopía, pero era lo único que teníamos.”
“Nos vino bien que además de pelearse con nosotros Samid se peleara con todos los socios –recordó Flores mientras recorría la planta–. Rama nos vendió su parte, que vino con una deuda de 20 millones. Los accionistas del grupo de Mera Figueroa entregaron lo suyo.” La toma se extendió durante seis meses, hasta que los trabajadores, con el 55 por ciento del paquete, fueron reconocidos y volvieron a la faena. “Cuando Samid se fue desconectó las computadoras, vació los discos rígidos, se llevó los libros, la empresa estaba tapada por el pasto y por la ruina”, describió Víctor Turquet, periodista de un diario local que un día fue a hacer una entrevista y abandonó su trabajo para quedar como asesor de prensa de la cooperativa, cobrando lo mismo que el resto de los trabajadores: 20 pesos semanales y una bolsita de 5 kilos de carne.
En la cooperativa son 365 trabajadores-dueños. Para levantar los recursos del frigorífico venido a menos, decidieron renunciar a sus indemnizaciones y cobrar sus salarios en la medida en que la empresa pudiera. “La prioridad era poder pagar las deudas heredadas de 50 millones de dólares y sostener los gastos operativos”, explicó Flores. “Fue muy duro. Muchos se separaron porque sus parejas no entendieron el sacrificio. A mí me quisieron quemar la casilla de madera en que vivía. Samid amenazaba con mandarnos la Gendarmería. El hambre se sentía.”
A la hora de salir a buscar clientela descubrieron un problema nuevo. “Nadie quería mandar vacas porque se corría el rumor de que había tanta hambre que nos íbamos a comer las vacas”, recordó Flores. El primer cliente recibido con vítores y aplausos fue un “torero” que envió una remesa de 500 toros. Carne dura para chacinados. Lentamente se fue levantando la puntería, con sobresaltos y rebusques: cobran por el servicio de faena y se quedan con las menudencias (hueso, sebo, vísceras y cuero) que luego venden. Hace tres semanas generaron 40 puestos de trabajo, tras idear un sistema por el que hacen los cortes de la carne, la empaquetan y la entregan a un proveedor de supermercados. Con lo que ingresa pagan los gastos operativos, cuotas de la deuda, los embargos que les llegan y después los sueldos. A esta altura, faenan 6000 cabezas de ganado y de los 20 pesos de sueldo iniciales pasaron a un promedio de 500. Ya nadie está dispuesto a pedirle a Samid que vuelva.

 

El diploma del terror

“Al Frigorífico Yaguané SACIFA, en reconocimiento al patriótico apoyo prestado al Ejército Argentino, durante las tareas realizadas en defensa de la Soberanía Nacional”, dice el diploma, enmarcado en madera y vidrio. Está fechado en Ciudadela, el 12 de agosto de 1979. Al pie, junto a un sello militar, aparece la firma de Roberto Eduardo Viola, por entonces teniente general y comandante en jefe del Ejército. El diploma fue hallado por los cooperativos de Yaguané, buscando los pocos libros que hubiera olvidado Samid en su despedida. No hubo quien explicara el motivo, porque de aquella época no quedaba nadie. Pero el runrún quedó fijado en la memoria colectiva: por esos años, en las noches, se acostumbraba ver camiones frigoríficos, cerrados con candado y custodiados por militares, entrando al playón del Yaguané y enfilar hacia el digestor, el crematorio del frigorífico. Por entonces se decía que llevaban cuerpos. No queda nadie para certificarlo. El martes pasado, para los obreros del Yaguané, el festival tuvo un motivo íntimo y secreto. Exorcizar aquella historia negra.


 

FESTIVAL CON LEON GIECO, VICTOR HEREDIA Y PIERO
Tres juglares solidarios

t.gif (862 bytes) Los miraban como si no fuera cierto. Era una parva de chicos de entre 6 y 12 años, apiñados contra el escenario, mirando deslumbrados hacia adelante. Alrededor de ellos, buena parte de los obreros-dueños del Yaguané, sin sus mamelucos blancos, movían los brazos en el aire al compás de la música. Los acompañaban sus familiares, gente de la zona que había ido llegando hasta el Yaguané a medida que las radios confirmaban el rumor que por la tarde nadie había creído: León Gieco, Víctor Heredia y Piero, juntos, sobre el escenario y a medio metro de sus manos.
“Estoy retarada. Estoy retarada”, repetía una chica de no más de 13 años, maquillada como si fuera la última noche, aunque fueran las cinco y media de la tarde. Y mostraba a conocidos y desconocidos el preciado objeto que aprisionaban sus dedos: una entrada del último recital de Gieco con la firma del músico de puño y letra, obtenida cinco minutos antes en vivo y en directo. El estado de catarsis fue general. Piero, Heredia y Gieco lo supieron mientras atendieron los reclamos de una multitud de manos extendiendo sus correspondientes papelitos, remeras, gorros o lo que se encontrara a mano para estampar una rúbrica.
De todos modos, a esa hora la perspectiva era extraña: la playa de estacionamiento del frigorífico, donde la Secretaría de Cultura había levantado el escenario, estaba relativamente despoblada. No más de cincuenta almas descansaban sobre el césped, del otro lado del tarimado. Nadie había dado por ciertos los carteles desparramados en las paredes de Virrey del Pino. Hasta que una FM local hizo una nota en directo, incluidos reportajes al trío. A partir de entonces, como si hubieran dado crédito a los rumores, la playa de estacionamiento se fue cubriendo de público.
“¡Iuujuuu!”, gritaba un joven de 22 con sus brazos en alto. Había logrado un autógrafo de Heredia. A su turno, Gieco y Piero pugnaron para resistir el embate. Al cierre, después de cinco horas de amasijo, los tres músicos –a los que se sumó Rodolfo García, el ex baterista de Almendra y Aquelarre– sacudieron la fiesta de los obreros-dueños.

 

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