Por Horacio Cecchi Me voy. Cuando estén
muertos de hambre me van a pedir que vuelva y yo voy a poner las condiciones.
En un punto, Alberto Samid había dado en el clavo. Después de haber aumentado las deudas
del frigorífico Yaguané, del que poseía el paquete mayoritario, pidió la quiebra. El
establecimiento se fue a la lona y, junto con él, los más de 500 obreros que de un día
para el otro pasaron a estar, como dijo Samid, muertos de hambre. Pero los trabajadores
formaron una cooperativa, haciéndose cargo de la empresa y de sus deudas. No fue fácil:
el pasivo dejado por Samid y otros dueños, entre los que supo estar Julio Mera Figueroa,
rondaba los 50 millones. Resistieron amenazas compulsivas y estómagos vacíos: durante
dos años cobraron 20 pesos semanales y una bolsita de carne. Les costó volver a faenar
por los rumores: nadie quería mandar vacas por temor a que las transformaran en asado y
se lo comieran allí mismo. De hecho, el primer cliente que lograron fue un hacendado de
toros. Tres años después, son líderes en el mercado, faenan 6000 cabezas por semana y
cobran 500 pesos. El resto lo dejan para amortizar deudas, capitalizar la sociedad y
compras de infraestructura. El martes pasado, organizaron un festival al que asistieron
León Gieco, Víctor Heredia y Piero, en apoyo a otras cooperativas de la zona y para
festejar que el proyecto sigue en pie. En otro punto, Samid estaba equivocado: nadie le
pidió que volviera.
Aunque la idea de la cooperativa se inició formalmente durante una asamblea de febrero
del 96, el Yaguané había conocido otras épocas de gloria y de pliegues oscuros.
La gloria la vivió desde su fundación, en 1976, hasta el 88. En aquella
época un obrero de Yaguané podía deslomarse 16 horas por día, pero tenía su casita,
su cochecito y vacaciones, dicen los que recuerdan imágenes de aquellos años. Del
mismo período, hasta el 82, son los rincones negros. Enclavado en el kilómetro
38,100 de la ruta 3, en la localidad de Virrey del Pino, partido de La Matanza, el
Yaguané fue escenario para el paso de camiones frigoríficos cerrados y con custodia
militar, que desembocaban en el crematorio del emplazamiento para arrojar lo que la
memoria colectiva sospecha que eran cuerpos, aunque nada quede de ellos (ver aparte).
En el 94, después de su época de gloria y de haber sorteado ensayos de achiques y
despidos, el Yaguané estaba quebrado. Fue cuando llegó al rescate Julio Mera Figueroa,
encabezando un grupo accionario. Durante alrededor de un año dejó su marca en los
pasivos hasta que vendió sus acciones. Al año siguiente, Alberto Samid llegó con su
proyecto salvador: Rajo 300 y hago un frigorífico consumero. En la jerga, el
dedicado al consumo interno. Los empleados, encabezados por Daniel Flores, su delegado, se
opusieron. Es como poner un Fórmula uno a andar por Palermo, fue la respuesta
de Flores al ex diputado matarife.
Samid venía con el objetivo de la quiebra desde el principio, explicó Flores
a Página/12. Después de una serie de escarceos, el 27 de mayo del 96 la puso en
marcha. La planta quedó tomada. Fue cuando Samid pronunció su célebre frase ...
ya me van a pedir que vuelva. Después, se tomó un helicóptero y desapareció de
Yaguané. Tres meses antes, durante una asamblea, Flores propuso lo que en ese momento
parecía una idea absurda y sin probabilidades: constituir una cooperativa para comprar la
empresa. Muchos lo vieron como una utopía, pero era lo único que teníamos.
Nos vino bien que además de pelearse con nosotros Samid se peleara con todos los
socios recordó Flores mientras recorría la planta. Rama nos vendió su
parte, que vino con una deuda de 20 millones. Los accionistas del grupo de Mera Figueroa
entregaron lo suyo. La toma se extendió durante seis meses, hasta que los
trabajadores, con el 55 por ciento del paquete, fueron reconocidos y volvieron a la faena.
Cuando Samid se fue desconectó las computadoras, vació los discos rígidos, se
llevó los libros, la empresa estaba tapada por el pasto y por la ruina, describió
Víctor Turquet, periodista de un diario local que un día fue a hacer una entrevista y
abandonó su trabajo para quedar como asesor de prensa de la cooperativa, cobrando lo
mismo que el resto de los trabajadores: 20 pesos semanales y una bolsita de 5 kilos de
carne.
En la cooperativa son 365 trabajadores-dueños. Para levantar los recursos del
frigorífico venido a menos, decidieron renunciar a sus indemnizaciones y cobrar sus
salarios en la medida en que la empresa pudiera. La prioridad era poder pagar las
deudas heredadas de 50 millones de dólares y sostener los gastos operativos,
explicó Flores. Fue muy duro. Muchos se separaron porque sus parejas no entendieron
el sacrificio. A mí me quisieron quemar la casilla de madera en que vivía. Samid
amenazaba con mandarnos la Gendarmería. El hambre se sentía.
A la hora de salir a buscar clientela descubrieron un problema nuevo. Nadie quería
mandar vacas porque se corría el rumor de que había tanta hambre que nos íbamos a comer
las vacas, recordó Flores. El primer cliente recibido con vítores y aplausos fue
un torero que envió una remesa de 500 toros. Carne dura para chacinados.
Lentamente se fue levantando la puntería, con sobresaltos y rebusques: cobran por el
servicio de faena y se quedan con las menudencias (hueso, sebo, vísceras y cuero) que
luego venden. Hace tres semanas generaron 40 puestos de trabajo, tras idear un sistema por
el que hacen los cortes de la carne, la empaquetan y la entregan a un proveedor de
supermercados. Con lo que ingresa pagan los gastos operativos, cuotas de la deuda, los
embargos que les llegan y después los sueldos. A esta altura, faenan 6000 cabezas de
ganado y de los 20 pesos de sueldo iniciales pasaron a un promedio de 500. Ya nadie está
dispuesto a pedirle a Samid que vuelva.
El diploma del terror Al Frigorífico Yaguané SACIFA, en reconocimiento al patriótico apoyo
prestado al Ejército Argentino, durante las tareas realizadas en defensa de la Soberanía
Nacional, dice el diploma, enmarcado en madera y vidrio. Está fechado en Ciudadela,
el 12 de agosto de 1979. Al pie, junto a un sello militar, aparece la firma de Roberto
Eduardo Viola, por entonces teniente general y comandante en jefe del Ejército. El
diploma fue hallado por los cooperativos de Yaguané, buscando los pocos libros que
hubiera olvidado Samid en su despedida. No hubo quien explicara el motivo, porque de
aquella época no quedaba nadie. Pero el runrún quedó fijado en la memoria colectiva:
por esos años, en las noches, se acostumbraba ver camiones frigoríficos, cerrados con
candado y custodiados por militares, entrando al playón del Yaguané y enfilar hacia el
digestor, el crematorio del frigorífico. Por entonces se decía que llevaban cuerpos. No
queda nadie para certificarlo. El martes pasado, para los obreros del Yaguané, el
festival tuvo un motivo íntimo y secreto. Exorcizar aquella historia negra. |
FESTIVAL CON LEON GIECO, VICTOR HEREDIA Y
PIERO
Tres juglares solidarios
Los
miraban como si no fuera cierto. Era una parva de chicos de entre 6 y 12 años, apiñados
contra el escenario, mirando deslumbrados hacia adelante. Alrededor de ellos, buena parte
de los obreros-dueños del Yaguané, sin sus mamelucos blancos, movían los brazos en el
aire al compás de la música. Los acompañaban sus familiares, gente de la zona que
había ido llegando hasta el Yaguané a medida que las radios confirmaban el rumor que por
la tarde nadie había creído: León Gieco, Víctor Heredia y Piero, juntos, sobre el
escenario y a medio metro de sus manos.
Estoy retarada. Estoy retarada, repetía una chica de no más de 13 años,
maquillada como si fuera la última noche, aunque fueran las cinco y media de la tarde. Y
mostraba a conocidos y desconocidos el preciado objeto que aprisionaban sus dedos: una
entrada del último recital de Gieco con la firma del músico de puño y letra, obtenida
cinco minutos antes en vivo y en directo. El estado de catarsis fue general. Piero,
Heredia y Gieco lo supieron mientras atendieron los reclamos de una multitud de manos
extendiendo sus correspondientes papelitos, remeras, gorros o lo que se encontrara a mano
para estampar una rúbrica.
De todos modos, a esa hora la perspectiva era extraña: la playa de estacionamiento del
frigorífico, donde la Secretaría de Cultura había levantado el escenario, estaba
relativamente despoblada. No más de cincuenta almas descansaban sobre el césped, del
otro lado del tarimado. Nadie había dado por ciertos los carteles desparramados en las
paredes de Virrey del Pino. Hasta que una FM local hizo una nota en directo, incluidos
reportajes al trío. A partir de entonces, como si hubieran dado crédito a los rumores,
la playa de estacionamiento se fue cubriendo de público.
¡Iuujuuu!, gritaba un joven de 22 con sus brazos en alto. Había logrado un
autógrafo de Heredia. A su turno, Gieco y Piero pugnaron para resistir el embate. Al
cierre, después de cinco horas de amasijo, los tres músicos a los que se sumó
Rodolfo García, el ex baterista de Almendra y Aquelarre sacudieron la fiesta de los
obreros-dueños.
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