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Parecía una de las ironías perfectas de sus libros: Adolfo Bioy Casares había muerto el 8 de marzo, la fecha en que se celebra el Día Internacional de la Mujer. Pero era tristemente cierto. Radar despide a “el héroe de las mujeres” con los testimonios de Francis Korn, su amiga de treinta años; María Esther Gilio, Alfredo Grieco y Bavio, y con un reportaje inédito, donde Bioy despotrica contra los médicos, explica los encantos de las amistades vespertinas y cuenta su anhelo de vivir mil años reproduciéndose en diferentes clones.


 
 

el señor adolfo bioy con su hijo adolfito (1916).
 
 

por las calles de mar del plata en insólito vehiculo
 
 

una de las fotos de alejandro amdán durante el reportaje que concedió bioy a radar a fines de 1996.
 
 

con silvina y borges en el bosque de ostende
 
 

Enrique Pezzoni, francis korn, silvina ocampo y bioy, retratados por marta bioy en la estancia de pardo, a fines de los 70.
 
 

“soy un anexo de mi biblioteca”. en su habitación preferida del departamento de la calle posadas (1964).
 
 
 
 
 
 

Por Paula ALVAREZ VACCARO

Abril de 1998. 10:30 de la mañana. Una señora abre la puerta de la casa de Adolfo Bioy Casares. “La espera en su cuarto”, dice mientras camina por los pasillos de este recoleto departamento que tiene, por paredes, bibliotecas. Sentado en su dormitorio, una mesita frente a él, al verme cierra el cuaderno y deja la lapicera a un costado.

Si estaba escribiendo puedo esperar...
-No, yo puedo seguir después. A mí la historia no se me va a olvidar y usted puede cansarse e irse.

¿Puedo preguntar qué escribía?
-Un cuento basado en la idea de que el dolor es intransferible. Porque si usted le dice a un médico que tiene algo, él sabe de qué se trata pero no lo siente. Y yo creo que, si no padece ese dolor o no lo ha padecido, no puede saber qué es lo que a usted le pasa. En el cuento hay un objeto en venta, una especie de manubrio de bicicleta que cuando uno quiere pasarle algo a otra persona, agarra el manubrio y listo: el otro siente lo mismo que uno.

¿Tiene éxito el aparato?
-En especial entre los médicos: “Por fin daremos diagnósticos acertados”, dicen los que hasta ese momento diagnosticaban disparates. Finalmente vienen las desventajas, porque al inventor del aparato tratan de matarlo o lo matan, no sé muy bien lo que va a pasar todavía. Y después tengo otro cuento de dos amigos que, para divertirse, hacen un sketch. Son gente rica que no necesita nada pero el número les sale tan bien y tienen tanto éxito que hasta lo hacen en el teatro Tabarís. Con los años, cada uno se casa y tiene un hijo y los dos quieren que sus hijos sigan la misma amistad. Ahí empieza un largo viaje donde uno huye del otro, pasan toda clase de cosas y, finalmente, uno mata al otro. Es un cuento largo que podría ser una pequeña novela o no.

¿Aún no lo sabe?
-No, cuando comienzo a escribir no sé si se tratará de una novela corta o de un cuento. Recién cuando tengo algunas páginas lo sé. Y es lógico: si voy por la página cinco y ya conté casi todo, es un cuento.

¿Nunca se le dio por extender o modificar un relato?
-Jamás. Siempre le doy la extensión que le corresponde. Si viviera mil años, como me gustaría, tal vez podría convertir los cuentos en novelas. O cambiarlos. Pero no voy a poder vivir mil años y por eso no tengo tiempo. ¿A usted no le gustaría vivir mil años?

“No sé”, le dije. Sus 84 años y mis 24 marcaban la distancia entre sus ganas de ser eterno y mi respuesta evasiva. Si dependía de él, quería ser inmortal y ahora. “Me encantaría tener un clon”, dijo con la vehemencia que le faltaba a mi respuesta. “Creo que esa superstición contra los clones es irracional y en casi todo el mundo están tratando de prohibir esos experimentos. Sé que no es una novedad pero confirma que el mundo está gobernado por imbéciles”.
¿Y cómo sería su clon?
-Debería ser idéntico a mí en todo. Alguien a quien uno pudiese gritarle: “¡Por fin una persona que me comprende!”. Qué bueno sería tener una sucesión de clones y poder vivir miles de años: pasar toda la experiencia de uno a otro y ser eterno. ¿El clon se sentirá Adolfo Bioy o se sentirá “eso otro”? Qué incógnita... Y qué peligro.

Usted, por las dudas, lleve el manubrio de su cuento.
-¡Qué divertido sería que así fuese! Cuando me preguntan por qué quiero vivir mil años siempre digo lo mismo: “Porque la vida me parece más divertida que la muerte”. Que nos estemos riendo en este momento es lo que justifica que usted no me haya preguntado por qué quiero vivir tanto.

¿No imagina nada después de la muerte?
-Nada. Sería fantástico que hubiera otra clase de cosas, una sucesión de experiencias, en lo posible graciosas. Pero no.

¿Nunca leyó esos libros sobre la vida después de la muerte?
-He hojeado algunos, pero son realmente muy malos. Entonces todo hace juego para no creer: el tema suena a mentira, el autor es un zonzo y el libro malo. Eso me asegura que no hay nada después de la muerte.

LA CEGUERA Y LA VELOCIDAD La Feria del Libro versión ‘98 estaba cerca. Bioy venía postergando una operación que prometía solucionar el problema de visión de su ojo derecho y un principio de catarata. “Voy a la Feria un poco renegando por todo el movimiento. Pero termino feliz, porque finalmente andar en medio de tanta gente, con tanto barullo, es estar en un laberinto amistoso”. La operación es la promesa de que desaparezca eso que él define como “una bruma continua”.

-El médico me dijo (imposta la voz): “Como todo en medicina, esto puede salir bien o no. Hay un 70 por ciento de posibilidades de que salga bien”. Y yo he decidido cambiar de médico. Porque no me hizo gracia.

¿Pensó en Borges?
-Claro, muchísimo. Pero siempre, pobre Borges, lo veo como a una persona muy sufrida. Y yo espero que lo mío no sea tan grave porque he sido sano hasta hace muy poco. A mí me tocó acompañarlo al oculista cuando le dijeron que no había ninguna esperanza de devolverle la vista, que se iba a quedar irremediablemente ciego, y yo odié a ese médico. Fue muy triste para él (largo silencio). Pero a pesar de mi bruma yo veo, y espero ver mucho mejor. Ahí, por ejemplo, dice Borges. Eso lo leo perfectamente (señala el lomo con grandes letras de imprenta que está en una mesita repleta de libros, a unos dos metros de su silla).

Con ese problema en la vista, leer debe ser muy incómodo...
-Exactamente. Ésa es la palabra: incómodo. Voy a abrir un libro, a buscar algo y todo es hostil. Leer cada línea es un esfuerzo enorme. Pero me prometieron que voy a ver bien y dócilmente creo en eso. Con los años, son muchas las cosas que cambian, que uno deja de hacer. Por ejemplo, a mí los automóviles me han gustado siempre, pero ahora no puedo moverme bien y no puedo manejar. Eso me ha vuelto más indiferente a los autos. Y eso que yo hubiese dado cualquier cosa por tener un Bugatti.

¿Le gustaba la velocidad?
-Me encantaba la velocidad. Yo tenía un profesor de boxeo que había sido campeón de peso liviano. Y él sabía que no tenía que pegarme demasiado fuerte. Pero cuando yo le pegaba un poco, me daba unos sacudones que me dejaban con la cabeza temblando. Él me enseñaba boxeo y yo le enseñaba a manejar. Pero él se ponía muy nervioso y aceleraba a fondo. Cuando estaba muy nervioso nos remontaba a los dos a 140 kilómetros por hora.

O sea que intercambiaban sufrimiento...
-Algo así: él me pegaba y yo lo hacía volar en el auto. Era mucha velocidad y muy peligroso. No sé si lo dije alguna vez, pero si no hubiese sido por Silvina, yo hubiese querido correr carreras.

¿A ella no le gustaba la velocidad o que usted fuese corredor?
-No, no quería que me matara, sólo eso. Nunca tuve más ganas de correr que cuando tuve un Hudson y le ganaba a los Ford y a todos los coches de entonces. Yo pensaba: “Con este coche, qué desperdicio no correr”. Llegué a ponerlo a 180 kilómetros por hora; era un Hudson Super Six que nunca me falló. Recuerdo que viajé de Rauch a Pardo con un barro que hacía intransitable la ruta, pero mi Hudson llegó. Tengo nostalgia permanente de ese coche porque, como un estúpido, lo cambié por un Chrysler Imperial que me salió pésimo.

¿Cómo le gusta leer: de a un solo libro, de a varios?
-Yo soy un anexo de mi biblioteca y, depende el día, agarro un libro y leo partes, después leo otro, lo dejo, vuelvo a leerlo, siempre fue así. Y en el medio, un libro puede dominar mi interés y ése es el que leo, muy lentamente, hasta el final. Ahora estoy leyendo las Antirrimas de Toulet. Le recito una: “Si vivir es un deber, cuando yo lo haya cumplido, que mi mortaja al menos me sirva de misterio. Hay que saber morir, Faustina, morir y después callarse, como Gilberto, que murió tragándose su llave”.

Cuando firma en la Feria, ¿escribe siempre lo mismo?
-Los bancos no me dicen eso. Yo creo que mi firma se parece bastante pero, a veces, mando un cheque y me lo devuelven porque según ellos la firma no es la mía. No se ría, es cierto. En las dedicatorias a la gente siempre es “Para fulano de tal”. Pero en la Feria he descubierto, porque uno hace descubrimientos en todo, que la gente tiene timidez de decir su nombre. Entonces yo pregunto “¿Cómo se llama usted?” “Labalala”, “¿Cómo?” “Labalala”. No es que le esté diciendo pavadas: eso es lo que oigo del murmullo. Recién después logro comprender el nombre. Sólo si estoy muy cansado pongo: Cordialmente, Adolfo Bioy Casares. Siempre vuelvo halagado porque la gente me trata bien, y firmar libros no es en definitiva una tarea desagradable. Uno conoce gente. Hay chicas que lo vienen a ver y que lo quieren a uno. Remotamente, pero lo quieren. A veces uno se hace amigo de alguien, veo jóvenes que me sorprenden agradablemente por estar interesados en la literatura. Yo cuando era chico jugaba al fútbol, al rugby. No leía nada. Empecé a escribir antes que a leer. A los ocho o nueve años escribí una novela para enamorar a una prima que no se enamoró de mí... Iris y Margarita.

LAS AMISTADES VESPERTINAS Aunque aquella vez no funcionó, el tester de sus historias siempre ha tenido cara de mujer. Cada vez que comienza a escribir algo, la prueba a la que Bioy somete a su relato es un almuerzo con una mujer. Que no necesariamente es siempre la misma. “Amigas”, como dice ahora. Durante el almuerzo, le cuenta la trama. Si la mujer se interesa en el libro, al volver a su casa, y con la “bendición” (tal como él define a esa aprobación), sabe que puede escribir la historia. “Claro que era muy importante hacerlo con buenas amigas, con mujeres inteligentes que iban a decir la verdad, que iban a dar su opinión sin rodeos ni compromisos”. Él, que siempre ha tenido mujeres a su alrededor, confiesa que no hay nada en el mundo como estar “rodeado de amigas con las que compartir las cosas”.


¿Qué epoca extraña más? -La época en que a la nochecita lo buscaba a Borges y escribíamos juntos hasta pasada la medianoche. Ahí, en ese cuarto (señala la habitación-escritorio contigua a la suya). Cuando escribíamos como Bustos Domecq se hacía tardísimo, y Silvina venía a decirnos lo tarde que era y nosotros seguíamos riéndonos. También extraño cuando escribía a la mañana. Después, al mediodía, me encontraba con alguna amiga y pasábamos la tarde juntos, antes de ir a buscar a Borges... Eso lo extraño horrores.

Seguro que hay muchas mujeres que extrañan que no esté haciéndolo...
-¡Qué encanto! Yo era muy enamoradizo. Por ejemplo, me encantaba Sofía Bozán, que cantaba tangos y también su hermana Haydée, que era una bataclana del teatro. Le cuento una historia: yo tenía catorce años y había ido con los pantalones largos a buscarla a la salida de artistas, cosa que me dio mucho orgullo porque estaba repleto de hombres que iban a buscar a otras bataclanas. Yo la había llamado por teléfono y ella, sin saber mi edad, me dijo que la esperase ahí. ¡El disgusto que se pegó al verme! Se le notó en la cara. Pero así y todo logré llevarla a su casa en el auto que le había robado a mi madre. Claro que, después de eso, lo único que conseguí que me dijesen en su casa era: “La señorita Haydée no está”.

¿No intentó escribirle nada para ena- morarla?
-No, quise que cayese por mis encantos personales... pero no sirvió de nada. Con los años me la volví a encontrar en un negocio de la calle Santa Fe que se llamaba “Modas Bozán” o algo así. Entré y ella estaba con otras señoras. Ahí le confesé, lo cual era una estricta verdad, que había estado muy enamorado de ella. Las otras señoras dijeron: “Bueno, ustedes tienen cosas lindas para decirse” y se fueron. Y Haydée, que era muy simpática y seguía siendo bastante linda a pesar de que ya no era nada joven, me dijo que se acordaba de mí, que yo estaba siempre con “una barrita en la puerta del teatro” y entonces comprendí que no se acordaba nada de mí. Porque yo nunca fui con una “barrita”; siempre fui solo.

Tal vez pensó que los otros hombres en la puerta del teatro estaban con usted...
-Sí, flor de barrita. Señores que me doblaban en edad. A ellos les gustaban supongo las más ampulosas. Haydée no era sí. Era del tipo de Louise Brooks, de la que también me enamoré perdidamente. La primera vez que la vi, por supuesto en el cine, fue en el año ‘27 o ‘28. Después de eso desapareció. Estuve años anhelando verla. Ella se había ido a Alemania y las películas que hacía allá no venían a la Argentina o, como a mí no me gustaba el cine alemán, no las iba a ver, sin saber que tal vez Louise actuaba allí. Además de ser lindísima, también escribió tres o cuatro libros que demostraron que era inteligente. Tuvo muchísimo prestigio en su vejez, pero murió sola, en un hotel sórdido de Nueva York. Nunca la conocí personalmente pero en mi escritorio siempre tuve una fotografía de ella. Siempre estuve deseoso de conocerla, de que fuera mi amante.

Yo tengo una foto suya en mi escritorio.
-¿De cuando era joven?

Sí, reciente.
-No diga. ¡Qué amor! Yo ya estoy jubilado de todo. Las mujeres, todas, me parecen lindas, agradables, unas porque son flacas y otras porque no son flacas. Quién le dice que un día me toque una varita mágica y vuelvo a divertirme con las mujeres... las extraño mucho. Mucho. Mucho.


 

Adolfo, anteayer

Francis Korn rememora los únicos cuatro desacuerdos que tuvo en su amistad de treinta años con Bioy: uno sobre Jane Austen, otro sobre Chejov, otro sobre la belleza de una dama conocida por ambos y, finalmente, como no podía ser de otra manera, uno sobre la temible cuñada de Bioy, Victoria Ocampo.

Por FRANCIS KORN

Le gustaba el agua por sobre todas las cosas, vivir, y que le contaran historias. Cualquier historia: el argumento de un cuento, la vida de Thomas Browne, lo que estaban haciendo o diciendo los de la mesa de al lado, las razones por las cuales Francis Galton demostraba la ineficacia de las plegarias, o un film que no había visto o que sí había visto y quería que le contasen de nuevo. Se entusiasmaba en el diálogo pero jamás interrumpía, ni monologaba, ni contradecía, y nunca lo vi discutir. Hasta cuando no estaba de acuerdo había que adivinarlo detrás de un mínimo gesto, tan mínimo que muchos debemos de habernos equivocado demasiadas veces sobre sus opiniones.

En conversaciones casi diarias durante cerca de treinta años recuerdo sólo cuatro desacuerdos: uno sobre Jane Austen en 1976; otro sobre Victoria Ocampo (creo que en 1980); un tercero sobre la belleza de una conocida y un cuarto sobre Chejov, alrededor de 1982. El primero lo resolvimos rápido cuando descubrí que pensaba que no le gustaba y que en realidad no había leído a Austen sino que había seguido, sin probar si era correcta, la idea de Borges de “que era como las Brontë”. Le di Northanger Abbey y terminó el desacuerdo. Reaccionó con esa manera tan de él de echarse muchas más culpas que las necesarias, declarar que era un necio y un torpe y que de mi lado estaba toda la cordura, la inteligencia y la sabiduría. Decidió que Jane Austen era la inventora de la novela y la escritora más inteligente del siglo XVIII.

La segunda, sobre Victoria, fue más complicada. Yo no la conocía y, gracias a uno de los arreglos típicos de Silvina, aparecí en su casa a la hora del té, sin haber sido invitada y llevando conmigo a un francés que Silvina había puesto en mi auto, en lugar de a ella misma que es a quien tenía que llevar. A mi vuelta, le comenté a Adolfo cuánto me había impresionado Victoria. Lo hice sabiendo que mis comentarios no caían en los mejores oídos. Silvina, que sí quería mucho a su hermana, me apoyó y agregó que Victoria era tan tímida, tan buena y tan modesta que pronunciaba mal el francés a propósito. Adolfo no dijo nada. Varios años después -y por razones que no vienen al caso-, tuve un cambio de opiniones con Victoria que terminó con una carta que me mandó ella con frases demasiado tajantes y un tono general bastante altanero. Tardé en contárselo a Adolfo para no darle una segura satisfacción. Pero finalmente tuve que confesar y mostrarle la carta. Me sonrió triunfante y me palmeó la espalda mientras repetía complacido: “¿Así que te ibas a hacer amiga de Victoria? ¿Así que te gustaba mucho?”. Y entonces volvió a recordarme su famosa anécdota de cuando fue -por encargo de Silvina- a visitarla en su hotel en París. El conserje le preguntó quién era y le anunció por teléfono a Victoria que su cuñado preguntaba por ella. Cuando colgó, lo miró de costado a Adolfo y le dijo, con la acostumbrada cortesía parisina: “La señora dice que no tiene ningún cuñado”.

El caso de Chejov llevó un tiempo, ya que para resolverlo yo quería que él leyese una traducción al inglés del que sigo creyendo que es el mejor cuento del mundo, la “Historia de un desconocido”. Cuando la encontré -en ese momento no era fácil porque estaban reeditando toda su obra, pero por una misteriosa razón no ese cuento-, se la di y, como única respuesta, recibí enseguida un tomo de cuentos de Chejov en castellano, muy viejo, traducido y publicado en México. Dentro del libro había una nota en la que decía: “¿Ves por qué no me gustaba?”.

Trataba a la literatura como si fuese una persona. Los cuentos se volvían independientes de su autor: producciones maravillosas que demostraban lo interesante que era la vida cuando se le encontraba su lado inteligente, curioso, escondido y, por sobre todo, lógico. Era con ese mundo tan poblado con el que se llevaba bien. Con el otro -el de las personas reales- era, como se sabe, cortés, sonriente, tímido, torpe y educado. Pero sólo lograba estar cómodo de a dos. Tres o más personas a lavez le resultaban una complicación. Se ponía muy nervioso, tartamudeaba un poco y no demostraba ninguna capacidad histriónica. Su terror a la oratoria era casi tan fuerte como su disgusto por lo lúgubre, las enfermedades, los snobs, la solemnidad y las palabras de moda. Nunca dijo “temática”, por ejemplo, o “estructura” o “dimensión” o “posmoderno”, y si las oía se le escapaba una pequeñísima sonrisa. Lo dije otras veces, pero creo que no se puede describirlo sin volver a citar su retrato del paisano Mendivil -porque es tan igual a él y porque a él le gustaba tanto esa manera de ser de campo-: Mendivil hablaba, según Adolfo, con “esa variedad del énfasis que consiste en decir menos de lo que es”, y mostraba “una deferente disposición a restar importancia a dificultades e infortunios, el descreimiento sin terquedad, una suavidad en el modo como si nunca fuese necesario levantar la voz”. Y, sobre todo, “una distinción personal que ninguna circunstancia perturba”.

 

Besos en la frente

Situación clásica en la vida de Bioy: una periodista consigue por fin una cita para entrevistarlo, es recibida en el departamento en Posadas y Schiaffino, enciende el grabador y descubre que éste no funciona. María Esther Gilio recuerda su primer reportaje al autor de La invención de Morel.

Por MARIA ESTHER GILIO

Borges hablaba con voz entrecortada y frases perfectas de los libros de su infancia: Verne, Stevenson... “Lovecraft”, dijo en voz baja a su acompañante femenina un señor sentado en la fila de adelante de nosotros. “Es Bioy”, dijo mi amigo Daniel señalando al señor con un movimiento de cabeza. “¿Bioy Casares con Silvina Ocampo?”, pregunté. “Lo mira con demasiada frecuencia para ser una esposa”, dijo mi amigo, un editor experimentado. Eran los tempranos ochenta, Bioy estaba próximo a transitar sus setenta y era tan irresistible como Marcello Mastroianni a los cuarenta, además de escribir mejor.

Unos meses más tarde, él y Martín Müller charlaban en La Biela. Yo también pero en otra mesa. Saludé envidiosa y volví a mi diario, pero Martín se puso de pie y me invitó a su mesa. Así fue que por segunda vez me presentaron a Bioy sin que yo aclarara que ya había sido presentada. Martín le dijo qué hacía yo y que me haría feliz si me daba una entrevista. Bioy dijo ¡claro! (siempre decía ¡claro!). A través de Martín me avisaría. Se puso entonces a hablar de cine, de Solaris y 2001, y de pronto preguntó: “¿De qué quiere hablar conmigo?”. Le dije que hacía un tiempo lo había escuchado respondiendo a una entrevista telefónica de una radio. No recordaba sus palabras pero sí su preocupación por el paso del tiempo: “La vida es una cosa trágica, el paso del tiempo algo horrible. A pesar de esto yo conseguí elegir la alegría. Pero conozco el final. El final es la derrota”. Le dije que Onetti también hablaba de derrota y fracaso final. Dijo que sí con la cabeza y por un rato hablamos de Onetti. Cuando nos despedimos reiteró que Martín me avisaría.

Un mes y medio más tarde volví a verlo en casa de Vlady Kociancich. Todos hablaban del libro que Vlady acababa de publicar menos Vlady y él, que muy entusiasmados hablaban de caballos. Cuando la noche acababa y muchos esperábamos un taxi sobre la calle México, me dijo que no había olvidado mi pedido y que antes del fin de semana me llamaría.

No fue una semana; tampoco un mes: fue al final del invierno cuando toqué timbre en su apartamento cuyas grandes ventanas se abren sobre la Plaza San Martín de Tours (que algunos llaman equivocadamente Emilio Mitre, por la estatua). El mismo Bioy abrió la puerta y me condujo hasta una sala llena de sol de primavera, donde los muebles de brillante pasado y dudoso presente ocupaban apenas un rincón en una enorme sala vacía. Mientras cambiábamos las primeras, informales palabras que preceden a la mayoría de las entrevistas, yo miraba la sonrisa que iluminaba su cara siempre irresistible. La entrevista empezó con el tema de la piedad en su obra. “Borges dice que la piedad ofende, siempre discutimos eso. Yo creo que todos merecemos compasión. Somos unos pobres diablos heroicos por el solo hecho de estar vivos”, dijo, y no recuerdo por qué ni cómo empezó a hablar de tango. Recordó trozos de letras: la de la “mina que fue el encanto de toda la muchachada”, para quien un bacán había robado unos aros. “Querría haber sido yo el que robara aros para ella, así como querría haber vivido alguna vez en un mundo de farra y de champán”.

Tan ensimismada estaba en sus palabras que olvidé lo que ningún periodista debe olvidar: la vigilancia del grabador. Este se había detenido, en lugar de girar como debía. “Son las pilas”, dije yo, mientras Bioy anunciaba que iba a traer otro. Demoró más de quince minutos. Volvió con un Aiwa enorme, con un largo cable que probó en varias tomas de la enorme sala, comprobando que ninguna funcionaba. Me senté en un sillón y dejé caer la cabeza entre las manos. Tan abatida de vergüenza estaba que Bioy, inclinándose, posó sus piadosos labios sobre mi cabeza. Así fue como nació algo muy parecido al enamoramiento. Que sólo desapareció algunas semanas más tarde, luego de comprobar que él no usaba el teléfono que, con aire distraído, le había dejado yo en uno de los muebles de aquella sala, para que me invitara a caminar bajo los árboles de la plaza reverdecidos con la primavera.

 

El gran realista

Por Alfredo GRIECO Y BAVIO

Durante los casi sesenta años que siguieron a la publicación de La invención de Morel (1940), la imagen de Adolfo Bioy Casares fue la de un intelectual enamorado de sus construcciones mentales. Nadie fue menos eficaz que él mismo para combatir ese estereotipo preservado por legiones de lectores supersticiosos. Sin embargo, hoy resulta casi imposible no advertir que Bioy es un “realista” radical, menos preocupado por la perfección de la trama o el rigor formal que por denunciar el carácter ilusorio de la realidad aparente. Así como desdeña por caótica y desmañada la literatura de las “operaciones del azar”, de la “interpretación de los deseos y las cacofonías de una pareja de enamorados”, también recusa la inesencialidad de los hábitos cotidianos y se irrita “contra las locuras del mundo actual”. Borges, a propósito de Bioy, dijo: “En una época de escritores caóticos que se vanaglorian de serlo, Bioy es un hombre clásico. No ha cerrado aún el debate de los antiguos y de los modernos; Bioy es ajeno a los dos bandos. Es el menos supersticioso de los lectores”. La acusación de clasicismo es del todo justa: cada página de Bioy revela ese afán clasicista de crear orden a partir del desorden. En “Fragmento de memorias” señala que “el intento de reglamentar la vida -ordenar el mar, el caos- es una de las grandes aventuras del hombre”.

El realismo implica aquí una actitud que no es la del mero reflejo. Bioy no se somete ante lo dado sino que busca denunciar los aspectos “irreales” del mundo corriente: si existe una auténtica ficción, ésa es la de la realidad inmediata, a la que los hombres se adecuan sin cuestionamientos y que consiste sólo en un caos de relaciones casuales. Bioy intenta poner en cuestión la opinión del hombre común, pero sin someterla a un juicio trascendente, o pretendidamente científico. Siempre prefiere mostrar el desarrollo concreto de una conciencia que aprende a dudar de sus anteriores certezas. Como ya afirma un personaje de La invención de Morel: “Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada”.

Durante los diez últimos años de su vida, Bioy ofreció pruebas nuevas de su realismo, esta vez de un carácter distinto, quizá menos difíciles de constatar que las anteriores para el ojo desnudo. Sin que muchos lo supieran, en Bioy había convivido, junto al espléndido autor de historias fantásticas y de historias de amor, un incansable testigo ocular de su clase y de su época, que sólo se permitió aparecer, ocasional y pudorosamente, en libros como Guirnalda con amores (1959), donde incluyó, sin decirlo, fragmentos de sus diarios. Ese otro Bioy es el que fue adquiriendo un peso creciente en sus últimos años. En 1988, Daniel Martino le propuso lo que fue el ABC de Adolfo Bioy Casares (1989). En ese libro Martino reunió y organizó, entre otros, textos tomados de los Diarios, referidos a cuestiones morales, al gusto literario, a géneros, autores y preferencias, y, en especial, al arte de escribir.

Además de seguir publicando fantasías memorables (Un campeón desparejo, Una magia modesta, De un mundo a otro), Bioy emprendió con Martino la edición de sus papeles privados: En viaje (1996) y De jardines ajenos (1997). Pese a que En viaje reúne las cartas enviadas por Bioy en 1967 desde Europa a su hija Marta y a su mujer Silvina Ocampo, este libro es menos personal que De jardines ajenos, que pertenece a esa categoría casi inclasificable que los ingleses llaman “Commonplace Book”. De jardines ajenos es un cuaderno -una sucesión de cuadernos- que reúne “versos breves y fragmentos en prosa que me parecieron muy atinados, o muy absurdos o muy hermosos” y también apuntes tomados de fuentes muchas veces menos esperables (inscripciones de carros, graffiti de hoteles de alta rotatividad, frases de señoras, declaraciones de políticos). En su voluntario desorden, en su implacable libre arbitrio, se recupera unaintimidad que a veces se extraña en los catálogos de comidas y hoteles a que por momentos se limita En viaje.

La serie tiene su última culminación en Borges, hoy en vías de publicación. Durante tres años, Bioy y Martino colaboraron no menos de cuatro horas diarias en la preparación de ese libro, que, en palabras del propio Bioy, llegó a constituir su “droga”, su plan de evasión frente a las crecientes penurias físicas. Bioy había declarado que no quería morir sin antes ordenar sus recuerdos de la compartida vida literaria con Borges: sobre la base de sus vastos, ingentes diarios manuscritos, Martino fijó un texto de 1500 páginas, que después revisaron juntos. Porque el pasado, como Bioy no ignoraba, se aleja con inexorable rapidez, libros como éste imponen lo que el doctor Johnson, tan afecto a ellas, llamaba el “mal necesario” de las notas: Martino las redactó, identificó a los más de cinco mil personajes mencionados (el vate católico Dondo, el torturador Cardozo, el escritor argentino Ernesto Sabato, la pedagoga Delfina Molina y Vedia de Bastianini, la egiptóloga y bailarina Cecilia Ingenieros, la dócil fellatrix Petrona, el fervoroso Bianchini, groupie de Borges, o el diputado peronista Visca) y las innumerables citas literarias y referencias a los más diversos aspectos de la vida cotidiana.

A una excepcional conjunción de circunstancias felices se debe esta obra. Diarista consecuente, Bioy estuvo en el lugar apropiado en el momento oportuno. A diferencia de la mayoría de los libros de este tipo, fundados sobre la asimetría, aquí Borges y Bioy discurren en un mismo plano. Leeremos este libro porque es una obra sobre Borges, pero fundamentalmente porque es una obra de Bioy.