Por Hilda Cabrera
�El
poder es un arma de doble filo/ seductor, dulce, halagüeño/ pero en la
cima/ sólo hay miedo y vértigo.� Con esta sentencia, Agamenón, rey de
Argos y máximo conductor de los griegos en el sitio de Troya, comienza a
excusarse por amar más el poder que a su propia hija Ifigenia, a quien la
diosa Artemisa exige degollar para que la flota, varada en las costas de
Aulide (ciudad de la antigua Beocia), pueda zarpar hacia Troya, donde se
encuentra secuestrada la bella Helena, mujer de Menelao, hermano de
Agamenón e instigador de la contienda. De esta anécdota arranca una de
las obras más fascinantes de Eurípides, nacido en Atenas (o en la
cercana isla de Salamina) entre el 484 y el 480 a.C. y fallecido en
Macedonia en el 406. Esta pieza de final abierto, a la que sin embargo se
le adosaron varios desenlaces, sobresale por la crudeza del tema y su
crítica del universo mítico tradicional. Fue representada al año
siguiente de la muerte de Eurípides, en el 405 a.C., cuando se
escenificó Las Bacantes, tragedia en la cual el autor recomponía su
fervor religioso y otorgaba importancia a la función del coro en el
desarrollo de la acción.
Obra inspiradora de grandes creadores (Racine, Goethe, el compositor
alemán Christoph Gluck y otros), Ifigenia en Aulide es hoy la nueva
apuesta del director Rubén Szuchmacher en el Teatro San Martín. En este
caso la versión es responsabilidad de Gabriela Massuh, dramaturgista de
la ópera de cámara Un fratricidio (sobre el relato homónimo de Franz
Kafka), y traductora, entre otras piezas, de las versiones de Calígula y
Galileo Galilei, vistas en Buenos Aires. Componen el elenco Patricio
Contreras (Agamenón), José María Gutiérrez, Mario Pasik, Claudio
Quinteros, Patricia Gilmour (Clitemnestra), Analía Couceyro (Ifigenia),
Pablo Messiez y un coro integrado por catorce jóvenes actrices.
El mito y la historia, e imbricados con éstos los conflictos entre lo
divino y lo humano, conformaron las raíces del teatro griego. La historia
sería la del pueblo griego que sobrevivió a las guerras, y el mito, el
primitivo culto en honor de Dionisos, puesto que las celebraciones a este
dios �depositario de energías vitales positivas y negativas�
devinieron en ceremonias teatrales. A Dionisos los griegos opusieron un
dios moderado, Apolo, generando una dialéctica y una estética propias.
Atendiendo específicamente a algunos de los temas que aparecen en
Ifigenia..., ni la venganza ni el sacrificio de los hijos fueron hechos
aislados en la historia de los Atridas, familia a la que por línea
paterna pertenece la protagonista, figura central en otra sorprendente
pieza de Eurípides, Ifigenia en Táuride, escrita en el 414 a.C., y
considerada por algunos estudiosos un �drama de evasión�. Allí, la
heroína resucita como sacerdotisa del templo de Diana en el país de los
tauros (pueblo escita), donde se la obliga a sacrificar a los extranjeros.
Hasta ese templo llegará un día el matricida Orestes, desterrado de
Argos, regido entonces por Menelao (hermano de Agamenón). Ifigenia
reaparece también en otras piezas, pero como evocación. En Electra, por
ejemplo, drama centrado en otra hija de Agamenón, asesinado por Egisto,
amante de su mujer Clitemnestra, madre de Ifigenia, Electra y Orestes.
De estas pasiones primarias surgieron infinidad de combinaciones. Por
retomar el caso de Electra, su venganza, concretada por Orestes, ha sido
relacionada con un tema de actualidad: hacer justicia por propia mano. En
cuanto a la Ifigenia... que se estrena ahora en la Sala Casacuberta del
San Martín, la apuesta es �subrayar las resonancias actuales� de
aquel sacrificio. Esto supone descubrir en toda una sociedad el
desaprensivo impulso de victimizar reiteradamente a sus componentes más
jóvenes. Un tema acaso más chirriante que el de hacer justicia por mano
propia, casi una tradición en la antigua Grecia, donde la venganza no se
cuestionaba, puesto que para el individuo inserto en una estructura
prefeudal, conformada por antiguas familias, era imposible, ante una
situación injusta, acudir a un parlamento y mucho menos organizar una
revuelta.
A Eurípides se le atribuyen 92 piezas, de las cuales se conservaron
dieciocho, entre otras Medea (431), Hipólito (428) y Las troyanas (415),
donde este autor �que adhirió con fervor a los ideales democráticos
sin por eso dejar de observar el paulatino deterioro y la crisis del
ciudadano respecto de la polis� supo retratar crudamente la degradación
moral que producen las guerras. Esta obra fue posterior al suceso de Melos
(isla de Milo), cuya población se resistió a la esclavitud y fue
aniquilada por los atenienses. Otras piezas relevantes fueron Hécuba y
Orestes (donde mostró a un Orestes apocado y a un Menelao que, como en
Ifigenia en Aulide, sólo actuaba movido por intereses personales).
También Electra, del 408 a.C. En esta obra, Clitemnestra es un ser que se
debate entre los remordimientos y el amor por sus hijos, bien diferente de
la figura que describieron los trágicos Esquilo y Sófocles. Eurípides
fue escéptico respecto de los mandatos de los dioses, a menudo
arbitrarios, y de los consejos de los adivinos.
Precursor de lo que más tarde se dio en llamar tragicomedia y drama
romántico, escribió Ion e Ifigenia en Táuride, las dos del 414 a.C., e
influyó en la Comedia Nueva del siglo IV, que se impuso con autores como
Menandro, con sus estilizados dramas de costumbres. En cuanto a sus
tragedias, es característico que el dolor potencie la lucidez: sus
personajes se defienden apelando a argumentos contundentes. Esto no
significa que ese hallazgo los salve. A menudo lo irracional gana la
partida, como en Ifigenia en Aulide, obra que, a pesar de las acusaciones
de misógino hechas a Eurípides en su época, muestra claramente la
fortaleza del carácter femenino. Este tratamiento genera a su vez nuevas
preguntas referidas a los mandatos y a un tema caro al teatro griego: la
heroicidad. Como dice Orestes en Ifigenia en Táuride (nombre antiguo de
Crimea), donde la protagonista reaparece como sacerdotisa del templo de
Diana (equivalente romano de Artemisa): �Ni los dioses, que se llaman
sabios, son menos engañosos que los leves sueños. Grande es la
confusión que reina en las cosas divinas y humanas. Sólo me duele que
por obedecer a adivinos, perezca el que no carece de prudencia�.
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