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Por Fabián Lebenglik Justo él, el gran desacralizador de las verdades sagradas de la cultura argentina, murió en Semana Santa, hace casi cuarenta días. Tenía 76 años y una salud muy deteriorada. Quien lo definió con precisión en pocas líneas fue Miguel Briante: �Alberto Heredia sacraliza lo efímero en el altar de la escultura. Esa vindicación de lo que se va a perder �de lo que, sin Heredia, se perdería� desacraliza el altar, desacraliza la sacralización de aquello que durante siglos se ha creído perdurable, desacraliza la misma concepción de la escultura�. Con este texto, escrito en 1989, se abría la retrospectiva de Alberto Heredia que organizó el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, entre fines de 1998 y comienzos de 1999. �Prefiero verlo como un chatarrero del dolor �decía Briante en otro artículo�, a pesar de su imperiosa ironía; el vestigio de sus montajes contradice la vocación de olvido que mueve a los humanos. La escultura normal decanta, pule, hermosea, limpia, fija y da esplendor: los montajes de Heredia anulan el destierro de los altillos, de las casas de ropa usada, de las demoliciones. Porque cada cosa que fue usada estuvo en la mitad del rencor, del amor, de la ausencia, de la despedida... Heredia, al rescatar, detiene, sin concesiones, un momento dramático, y en el dorado que exalta el kitsch de un objeto, está de cuerpo entero el que lo usó y en esos próceres que miran desde lo alto de un andamiaje que sostiene un caballito de juguete, la verdad está por caer a pedazos, como siempre, una y otra vez. Y el pasado �que pende a cada minuto� pende sobre nosotros.� Una de las vertientes escultóricas de Heredia lo llevó a desmontar la naturaleza del monumento en la Argentina. El monumento, desde su entronización durante el ascenso al poder de la generación liberal de 1880, funcionó como estrategia de construcción simbólica de la Nación y el Estado, y tuvo su culminación con la monumentalidad de la década peronista 1945-55. Todo un ciclo en donde el volumen escultórico tenía un sesgo celebratorio, heroico y conmemorativo. Los monumentos públicos fueron dando cuenta de la historia oficial y funcionaron como el contexto histórico cultural que retomó Heredia con su particular concepción del monumento: crítica, mordaz y analítica. En esta línea se cuentan sus �tronos� y el paródico �San Martín� (de 1974, que le valió una amenaza de muerte de la Triple A y el consiguiente exilio por un tiempo prudencial). Los héroes de Heredia tienen exuberantes charreteras, que se descuelgan como pelucas del hombro de los personajes; y sus condecoraciones son de plástico, arpillera y hojalata. La obra de Heredia está hecha casi toda de despojos, utensilios, desechos, trapos, objetos abandonados, que siempre se asocian al rescate de la vida cotidiana, de cierta intimidad devaluada, y van en contra del heroísmo del bronce. Heredia tuvo dos linajes: el paterno, relacionado con el poder a través de ciertos sectores del caudillismo provincial bonaerense; y el materno, que proponía el mandato de otro poder, más difuso: la religión, en la que fue educado. Podría decirse que casi toda la obra del artista fue demoliendo ambas autoridades, la del poder y la de la religión. Alberto Heredia nació en Buenos Aires en 1924 y trató de ordenar su interés por el arte a través de la enseñanza académica, pero el camino institucional no funcionó. Su ruta fue más bien la del autodidactismo. A mediados de la década del cuarenta, descubrió la modernidad de Brancusi, Gabo y Calder. A fines de esa década fue alumno de Romero Brest y se relacionó con el grupo Arte concreto invención. Hasta entonces había hecho escultura tradicional, con vetas expresionistas, aunque derivada del naturalismo. Los invencionistas lo deslumbran y Heredia cruza la vereda hacia el arte concreto. Pero su naturaleza de ansioso bricoleur lo lleva a fabricar piezas de un concretismo absolutamente nada riguroso, cargado de una respiración entrecortada. El joven Heredia suplanta la �pureza� deldecálogo concreto por semirrectas y semicurvas afiebradas y temblorosas. O por pobres maderitas pegadas. Lo suyo, más que la sujeción a un decálogo, es la crítica de aquello que lo deslumbra, introduciendo elementos existencialistas, con cuotas de dramatismo e ilusión, que eran todas actitudes puntualmente combatidas por el grupo de artistas concretos. En 1957 la obra de Heredia es incluida en la sección de escultura de la IV Bienal de San Pablo, junto con la de Gyula Kosice, Líbero Badii y Curatella Manes, entre otros. Aquella muestra internacional lo hace tomar contacto cercano con otras vanguardias y decide viajar a Europa. En 1960 presenta su primera muestra individual, donde exhibe sus obras abstractas y participa también de la Primera Exposición Internacional de Arte Moderno, junto a Karel Appel, Tàpies y Pollock, entre otros. Viaja a España y conoce a Canogar, Millares, Saura, Chillida, Serrano y Tàpies. En 1962 vive un tiempo en Holanda, donde se dedica principalmente al dibujo. Si bien Heredia es conocido como escultor, aquellos dibujos holandeses y todos los posteriores, aunque se tratara de bocetos escultóricos, tienen una notable autonomía �por su intensidad, color, obsesividad�, del mismo modo que sus collages. En aquellos años comienza su serie de cajas de camembert, dentro de las cuales coloca restos de la vida cotidiana. �Las cajas de camembert �decía Heredia� comienzan en la vida y terminan en la muerte...� Su concepción artística se relaciona justamente con la del fermento del queso camembert. Y con obras de este tipo, se convierte en un objetista pionero en la Argentina. �En nuestra época no hay ni grandes dioses, ni grandes personajes políticos que representar �afirmaba el artista�, pero está el �dios objeto de consumo para consumir�. Por eso soy objetista...� Todo vale en sus obras: dentaduras, platos, juguetes, ropa interior, vendajes... El sentido de sus cajas de camembert se multiplica y crece en escala, cuando realiza, años después, sus �roperos�, convertidos en grandes cajas de la historia de la vida privada y también, por contrapunto, de la vida social. Esto mismo sucede con la serie de esculturas envueltas y enyesadas, que se convierten en una marca de fábrica. Las ataduras y momificaciones de sus obras evocan casi sin mediaciones las reiteradas operaciones y tratamientos, así como la larguísima convalecencia debida a un accidente sufrido en 1963. Derivado de sus vendajes también se dedica a fabricar otra serie, conocida como �los embalajes�. El aparente caos de la obra de Heredia es salvaje y provocador. Pero, puesto en el microscopio de la mirada atenta, cada elemento de la cadena de desechos que conforma sus piezas está tratado con el cuidado de una bijouterie. Otro de los aspectos de la obra de Heredia es su poder anticipatorio. La serie de las �lenguas� y los �amordazamientos�, las bocas, dentaduras y sexos atados de comienzos de la década del setenta, resultan imágenes elocuentes de la violencia inminente. También los juguetes que fabricó el escultor tienen el mismo sesgo crítico. Con aquellas piezas también marcaba la crueldad del paso del tiempo, mientras refutaba la función pedagógica de los juguetes tradicionales sobre todo cuando están pensados como versiones predigeridas del mundo adulto. Heredia presentó unas veinticinco exposiciones individuales y participó en más cien muestras colectivas nacionales e internacionales. En 1995 ganó el Premio Municipal Manuel Belgrano.
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