Dentro
y fuera de la lengua
Por Juan Gelman
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Agradezco profundamente al jurado que me otorgó este premio, el
más prestigioso de América latina y el Caribe, nunca escatimado
a los poetas: ha distinguido a varios de nuestros grandes líricos
y siento que el de hoy es sobre todo un reconocimiento a la poesía
que surge de las entrañas de la región, un reconocimiento
a quienes muy famosos o muy desconocidos insisten en este
duro oficio, intentan expresar el centro de sus obsesiones aun sabiendo
que no hay centro y todo es intemperie. En su nombre lo recibo y esto
quiero, como Juan Rulfo dijo en parecida circunstancia, aclarar
a mis semejantes, a los que deberían estar en mi lugar. Y
agradezco profundamente al país que cobija y sostiene a este premio,
México, tierra bastante a dos océanos y un mar. No estoy
exiliado aquí: ésta es la tierra que elegí para vivir
y morir, la tierra que abrió sus puertas generosas a los perseguidos
por las dictaduras del Sur.
¿Qué nuevas incertidumbres, agonías, interrogantes
y tragedias deberá atravesar la palabra en el siglo que asoma,
después de haber cruzado tantas en el que termina con el cortejo
de un milenio? La palabra que nos vuelve humanos y transforma el instinto
en claro deseo ¿se apagará, se extinguirá, será
despojo mutilado? No lo creo. Ningún microchip nos convertirá
la lengua en trapo. Ningún desastre lo conseguirá.
Theodor Adorno pronunció alguna vez una frase infeliz: afirmó
que no era posible escribir poesía después de Auschwitz.
Se equivocaba y ahí está la obra de Paul Celan que lo desmiente.
O la de Kenzaburo Oé, después de Hiroshima y Nagasaki. Durante
años pensé que el error de Adorno consistía en una
omisión, que le faltó un como antes, que no
se podía escribir poesía como antes de Auschwitz, como antes
de Hiroshima y Nagasaki, como antes del genocidio argentino. Y ahora pienso
que no hay un después de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki, ni
del genocidio argentino, que estamos en un durante, que las matanzas se
repiten una y otra vez en algún rincón del planeta, que
existe ese genocidio más lento que el de los hornos crematorios,
pero no menos brutal llamado hambre, que en el medio siglo que dejamos
atrás no ha habido un solo día de paz en el mundo.
Padecemos un tiempo anterior, en realidad, anterior al sueño posible,
a la humanidad posible, a su fulgor posible. Y, sin embargo, la poesía
continúa, tal vez porque encuentra, como Juan Rulfo dijo, el olor
de la gente como una esperanza.
Ninguna catástrofe, natural o provocada por el hombre, ha podido
jamás cortar el hilo de la poesía, esa sombra sin cuerpo
que nace de las huellas del límite para borrarlo de la faz de la
sangre. A pesar de los genocidas, la lengua permanece, sortea sus agujeros,
el horror que no puede nombrar. El ser humano creó las lenguas
y hace cosas que ellas no pueden nombrar. El ser humano está dentro
y fuera de la lengua. La poesía, lengua calcinada, tuvo que padecer
en nuestro Sur discursos mortíferos, tuvo que atravesarlos y no
salió indemne, pero sí más rica. Es que la poesía
es un movimiento hacia el Otro, busca ocupar un espacio que en el Otro
no existe. Pero, ¿cómo hacer olvidar a la lengua su ayer
manchado de espanto? ¿Cómo cicatriza la lengua olvidando
su ayer?
¿Existe la palabra justa? La palabra, como la utopía, es
incesante emulsión de dos pérdidas lo deseado, lo
obtenido, un paraíso que nunca se tuvo y hay que buscar eternamente.
La palabra justa pertenece al reino de la muerte. Y la condición
de los poetas es frágil, no encuentran abrigo en su obra, cada
momento de esa obra cuestiona los demás y entonces nada sostiene
a quien no tiene otro sostén que el acto de escribir. Y, sin embargo,
la poesía continúa. La poesía está cargada
de más vida. Un poema sin ojos no puede cruzar la calle.
El trabajo de la poesía es dar forma al vacío para que éste
sea posible. El porvenir de la poesía es la palabra liberada del
lenguaje. El viaje hacia el poema es más importante que el poema.
La poesía es patria de los espacios negros y mira la calandria
que sale volando de los ojos de un niño porque él la quiso
ver. No hay necesidad de defender a la poesía frente o contra la
realidad: la poesía devela la realidad velándola.
Debo decirte, Olga Orozco: hace dos años tuve la dicha de presentarte
aquí con ocasión de la entrega de este premio que honra
y que tu nombre honra. Querías hacer lo mismo por mí, bromeaste
medio en serio. Olga, Olga, mitad sombra y mitad astro, no esperaste.
Ahora sos únicamente compañía de la sombra, bella
como eras, bella como tu poesía, bella como los rastros que dejás
en la gente y ella se perfecciona. Nezahualcoyotl sabía ya que
libro de escritura era tu corazón.
(Palabras pronunciadas al recibir ayer en Guadalajara el Premio de Literatura
Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo 2000.)
REP
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