Por
Pablo Capanna
Alguna
vez, a Silvio Rodríguez se le perdió un unicornio azul.
No pasó demasiado tiempo sin que Leo Masliah lo encontrara, aunque
al parecer le costó muchísimo sacárselo de encima.
Tan cargoso había resultado el cuadrúpedo imaginario.
Mucho antes, Platón había escrito acerca de un continente
mítico llamado Atlántida. Pasaron nada menos que dos milenios
y medio sin que fuera posible encontrarlo, pero tampoco logramos librarnos
de su incómoda presencia.
Por el contrario, la historia volvió a ponerse de moda a fines
del siglo XIX, precisamente cuando el mundo iba siendo explorado y explotado
y se disipaban muchos misterios. No sólo volvió la Atlántida:
también comenzaron a multiplicarse los continentes perdidos,
que se mostrarían capaces de sobrevivir a todas las descalificaciones
científicas.
Atenas
vs. Atlántida
Trescientos setenta años antes de Cristo, Platón
escribió los diálogos Timeo y Critias, para ilustrar con
un ejemplo esa utopía política que había desarrollado
en La República y Las Leyes. No se le ocurrió nada mejor
que inventarle un pasado glorioso a Atenas, que por entonces ya se creía
una potencia imperial.
Imaginó una guerra entre los primitivos atenienses y un poderoso
imperio llamado Atlántida, el cual providencialmente se había
hundido en el mar en el curso de una sola noche. De eso, Platón
decía haberse enterado por una tradición que se remontaba
a su pariente Solón, el Padre de la Patria ateniense.
Según Platón, su antepasado había conocido en Egipto
la historia de un continente entero que había sido destruido
por un cataclismo, entre espantosas erupciones y maremotos que sólo
dejaron con vida a los pastores que habitaban las altas cumbres.
Al
Oeste
Hoy día, la verdadera historia de la Atlántida está
al alcance de cualquiera que vea los canales de cable, aunque no todos
sean igualmente recomendables. Podemos afirmar que la potencia de la
que hablaba Platón no era un continente sino un imperio insular
cuyo centro se hallaba en Creta. Casi seguramente se trataba de la civilización
minoica, que los egipcios conocían con el nombre de Keftiu. Aquí
es donde el griego cometió dos errores. En primer lugar, los
egipcios situaban la civilización perdida al oeste de Egipto,
hacia el Mar Egeo, en dirección a Creta. Platón entendió
que había que buscarla al oeste del Mediterráneo, en pleno
océano Atlántico.
Así fue como aseguró que en el océano, más
allá de Gibraltar, había una zona de escasa profundidad:
estaban los restos del continente perdido. Aristóteles también
se hizo eco de esta versión, totalmente infundada.
Muy por el
contrario, hoy sabemos que el fondo del Atlántico está
atravesado por una cordillera, cuyas cumbres sobresalen al norte, en
Islandia.
La
Krakatoa antigua
El segundo error de Platón fue afirmar que la catástrofe
había ocurrido 9000 años antes, cuando, en realidad, era
mucho más reciente. Las evidencias geológicas ayudaron
a aclarar el origen de la historia, y quizás de muchos otros
diluvios legendarios. Tenemos pruebas de una tremenda explosión
volcánica que voló la isla de Santorini, dejándonos
ese descomunal cráter de Thera que hoy visitan los turistas.
Fue en las Cícladas, en el mar Egeo, y ocurrió unos 1470
años antes de Cristo.
El fenómeno más parecido que recordamos es Krakatoa. En
1883, la erupción del volcán Krakatoa, al este de Java,
desencadenó fuerzas del orden de varios centenares de megatones,
equivalentes a varias bombas de hidrógeno. La explosión
arrojó a la atmósfera unos seis kilómetros cúbicos
de tierra y rocas, tiñendo de rojo los atardeceres de todo el
planeta durante más de un año.
La erupción de Thera, a juzgar por el cráter que produjo,
puede haber sido cuatro veces más grande. Con ella se destruyó
probablemente la civilización minoica, que ya tenía mil
años de historia, y allí tuvo origen la leyenda griega
de Deucalión y el diluvio.
La
Atlántida no se rinde
Entre los antiguos, Plutarco y Heródoto aceptaron la historia
de Platón, pero Aristóteles y Plinio, de mente más
científica, la consideraron una leyenda. En cuanto a los modernos,
al principio creyeron haber descubierto la Atlántida en América.
El filósofo Francis Bacon situó en América la primera
utopía tecnocrática y la llamó la Nueva Atlántida
(1620) basándose en vagos ecos de los viajes de Vespucio. Pero
en 1678, en un mapa diseñado por el jesuita Athanasius Kircher,
la Atlántida volvió a aparecer a mitad de camino entre
Europa y América.
El verdadero renacimiento del mito de los atlantes se produjo a fines
del siglo XIX, cuando ya sólo quedaba por explorar el Antártico.
De hecho, no sólo resucitó la Atlántida; también
nacieron otros dos continentes imaginarios, llamados Lemuria y Mu.
Quien puso en marcha todo esto fue un político norteamericano,
fundador del partido Populista y alguna vez candidato a la presidencia.
Ignatius Donnelly (1831-1901), que ya se había dado a conocer
por atribuirle a Bacon las obras de Shakespeare, Marlowe y Montaigne,
le regaló a la Atlántida dos mil años más
que Platón. El éxito de su libro Atlantis (1882), fue
tal que el primer ministro británico Gladstone pensó seriamente
en organizar una expedición para encontrar las ruinas del continente
perdido.
Todos los grandes escritores de fantasía del siglo XIX rindieron
su homenaje a los atlantes. Así lo hicieron Edgar Allan Poe,
en el poema La ciudad bajo el mar, y Sir Arthur Conan Doyle. También
Julio Verne envió al submarino del capitán Nemo a darse
una vuelta por las ruinas atlantes. Pero donde el mito alcanzó
su mayor expansión fue entre los esoteristas.
Lemuria
Los lemúridos son primates, lejanos parientes nuestros que
sobreviven en Madagascar y las Comores. Sus ojos saltones y grandes
orejas les dan un aspecto fantasmal (los lemures eran los
fantasmas romanos), que puede haber influido para que alguien les inventara
un continente a su medida.
Lemuria nació de una de esas típicas hipótesis
ad hoc que suelen escapar a las refutaciones empíricas, y llegan
a convertirse en una suerte de teorías.
Los geólogos del siglo XIX habían descubierto formaciones
similares en Africa y en la India. Neumayer, y más tarde Haeckel,
se propusieron explicar el enigma de la difusión de los lemúridos
en ambas áreas. No seles ocurrió nada mejor que postular
un continente perdido que había servido de puente entre India
y Africa, y lo llamaron Lemuria.
La hipótesis se volvió simplemente superflua con la aparición
de la teoría de la deriva continental. Todos los continentes
habían estado unidos alguna vez en la llamada Pangea, y las migraciones
de especies se habían producido antes de que el mar se ensanchara
demasiado. Aunque al comienzo la teoría de Wegener fue menospreciada,
más tarde acabó siendo standard, y ha sido corroborada
con mediciones satelitales.
De este modo, la migración de los lemúridos se explicaba
sin necesidad de postular tierras perdidas.
Pero la mítica Lemuria resistió, especialmente después
que la teósofa Mme. Blavatsky la incorporó a su Doctrina
Secreta, en el marco de un reciclaje general de continentes perdidos.
Allí también estaban la Atlántida, Hiperbórea
en el Artico y Mu en el Pacífico.
En cuanto a Hiperbórea, nunca llegó a tener demasiada
popularidad, salvo entre los nazis, pero acabó siendo la patria
de Conan, el forzudo personaje de Robert Howard que encarnaría
Schwarzenegger.
Enriquecido por los discípulos de Blavatsky, el mito de los continentes
perdidos pasó a integrar el repertorio esotérico.
Los ariosofistas austríacos enseñaron, siguiendo a la
teosofía, que la raza aria descendía de los atlantes.
Los esoteristas nazis vacilaron entre Atlántida e Hiperbórea,
hasta que la cuestión se complicó con la propaganda bélica.
Apareció entonces el británico Lewis Spence, quien sostuvo
patrióticamente que los verdaderos descendientes de los atlantes
no eran los alemanes sino los escoceses.
Otros hubo que buscaron a los atlantes entre los egipcios, los vascos,
los canarios, los mayas o los polinesios. Todo esto sin llegar a la
gran desprolijidad de libros como La Novena Profecía, cuyos personajes
se lo pasan buscando ruinas mayas en Perú (¡!)
Mu
En los textos esotéricos, Lemuria suele confundirse con
otro continente perdido llamado Mu, que nació de un error de
traducción.
En 1864, el abate Brasseur estaba intentando traducir un códice
maya usando un alfabeto compilado por el conquistador Diego
de Landa.
Ahora bien, la escritura maya era algo similar a la japonesa o la egipcia,
ya que usaba idiogramas que también tenían valor fonético:
por lo tanto carecía de alfabeto. Lo que el español había
encontrado era un conjunto de símbolos que, leídos en
voz alta, sonaban como las letras del alfabeto latino.
Brasseur entendió que el códice narraba una catástrofe
volcánica que había destruido un continente entero. Su
nombre se expresaba en dos símbolos que correspondían
a las letras M y U. Nacía Mu.
Apenas cuatro años después salió a escena James
Churchward, un coronel británico destacado en la India, quien
escribió una decena de libros sobre Mu. Tras convertir a Mu en
la Atlántida del Pacífico, el inglés le atribuyó
una antigüedad que oscilaba entre los 25.000 y los 200.000 años
(¡!).
Churchward decía haber descubierto en las bóvedas de un
templo hindú toda una biblioteca de tablillas escritas en una
lengua desconocida. En ellas había logrado descifrar toda la
historia, la ciencia y la filosofía de Mu.
Ahora Mu desplazaba la Atlántida como origen de todas las civilizaciones
conocidas, desde la egipcia hasta la maya, incluyendo también
a los atlantes. En la sabiduría de Mu se habían originado
tanto la Biblia como los principios de la masonería. Sus habitantes
habían ido tan lejos comopara hacer revelaciones acerca de Jesucristo,
que recién iba a nacer muchos milenios después.
Mu tampoco se rindió. Los libros de Churchward se siguen reeditando
y ofreciendo en Internet. En algunas páginas de turismo
energético, Lemuria y Mu aparecen encarnando el espíritu
de Hawai.
Civilizaciones
High tech
En el siglo XX, especialmente después de 1945, el imaginario
cultural había cambiado a impulso de las revoluciones científicas.
Los continentes perdidos se convirtieron pues en civilizaciones tecnológicas
avanzadas, que se habían autodestruido por jugar con las fuerzas
elementales de la naturaleza. Era toda una advertencia para quienes
acababan de liberar la energía nuclear; el mismo mensaje que
otros les atribuían a los ovnis.
Nacían así las tecnologías imaginarias del pasado,
cuyo último avatar son las pirámides y los cristales que
se venden en las tiendas New Age.
En 1914, el teósofo Scott-Elliott le añadió al
mito un toque tecnológico, al afirmar que los lemurianos tenían
naves voladoras. Un año antes el antropósofo Rudolf Steiner
había asegurado que los atlantes eran telépatas. En la
misma época el satanista Aleister Crowley les atribuyó
una misteriosa energía llamada Zro, pero se cuidó
más de explicar como debía pronunciarse la palabra que
de aclarar en qué consistía. El coronel Churchward les
ganó a todos, al revelarnos que los habitantes de Mu conocían
y dominaban la antigravedad.
Desde
el más allá
Allí donde los arqueólogos no habían encontrado
nada, se atrevieron a ir los espiritistas. Ya en 1911, el médium
inglés J.B. Leslie se había comunicado con los espíritus
atlantes.
El famoso sanador Edgar Cayce (1877-1945) fue quien puso a punto el
mito tecnológico-esotérico. Los atlantes, que por alguna
extraña razón ubicó en el Caribe, habían
desarrollado la tecnología de los cristales de fuego.
Disponían de un Gran Cristal (llamado Piedra Tauauoi, que canalizaba
la energía permitiéndoles volar montañas
y provocar terremotos). Aparentemente se les había descontrolado,
para acabar destruyendo a su continente.
Además, los cristales seguían allí, bajo las olas
del trópico, y ellos eran los responsables de todos los desastres
que ocurrían en el triángulo de las Bermudas.
Cayce fracasó al profetizar que parte de la Atlántida
emergería de las aguas frente a California hacia 1968 o 1969.
Pero sus discípulos no se arredraron, y adoptaron como sitio
favorito la isla de Bimini (Bermuda), donde cada tanto anuncian haber
hallado evidencia arqueológica.
Después de todo, no era el primer traspié del profeta,
quien había predicho que 1933, con la Depresión y el ascenso
del nazismo, sería un buen año. También
había anunciado que China se convertiría al cristianismo
en 1968, pero posiblemente estaría pensando en el ping pong.
En 1943, cuando aún vivía Cayce, el director de la revista
de ciencia ficción Amazing fraguó unas cartas atribuidas
a un tal Richard Shaver. Se trataba de un obrero soldador de Pennsylvania
que decía tener visiones de la memoria racial de
la especie. Según él, antes que el hombre habían
dominado la Tierra los Titanes y los Atlantes, que habían construido
una inmensa red de túneles subterráneos, llenos de equipos
de alta tecnología. La superchería de Shaver alcanzó
todavía a provocar el repudio de los lectores, pero acabó
siendo reciclada en la literatura seudocientífica de la siguiente
generación.
El
negocio atlántico
Lo de Cayce fue una profecía autocumplida. Hacia los Ochenta
la Atlántida volvió a ponerse de moda, gracias a otra
médium, J. Z. Knight, un ama de casa de Tacoma (Washington) que,
casualmente, había estudiado las obras de Cayce.
La señora Knight ha acumulado una considerable fortuna canalizando
el espíritu de Ramtha, un guerrero de hace 35.000 años,
ascendido a un plano superior de conciencia. Ramtha había nacido
en Lemuria (según ella, un mundo primitivo donde convivían
hombres y lagartos) pero había hecho su carrera en la Atlántida
hasta llegar a ser el primer conquistador de la India, en tiempos prehistóricos.
Ramtha se le apareció por primera vez a Mrs. Knight en 1977,
cuando experimentaba en la cocina de su casa con una pirámide
puesta sobre la cabeza. El aparecido enloqueció a una brújula,
exactamente como lo haría un ovni. Claro está que la atractiva
rubia no sólo había leído a Cayce y L. Ron Hubbard;
en una etapa anterior, había intentado comunicarse con los extraterrestres.
Al principio Ramtha (que decía venir de una civilización
de alta tecnología) solía asombrarse con cosas tan simples
como una cocina a gas. Pero en los años siguientes acabó
enseñándole de todo a J. Z., desde teología hasta
física cuántica. Por fin, decidió encarnarse definitivamente
en el cuerpo de su médium.
Para 1988, la emprendedora J. Z. ya había fundado la Escuela
de Iluminación de Ramtha, con más de 3000 alumnos, páginas
Web y tiendas online de productos varios. Shirley MacLaine, movida quizás
por la envidia, descubrió algo después que en una de sus
vidas anteriores ella había sido la hermana de Ramtha.
Platón, que creía en la reencarnación, quizás
no se hubiera sorprendido demasiado de estas creencias. Pero conociendo
sus opiniones acerca de los sofistas, no les hubiera perdonado el negocio.
El gran Barnum decía que a cada minuto nace un tonto. Para él,
el Gran Circo Posmo tiene una butaca reservada. Pasen y vean, señoras
y señores...