Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
secciones

 

¿Hay alguien ahí?

Por Pablo Capanna

Hace ya veintitrés años salieron de la Tierra las sondas Voyager I y II, que, gracias a Newton, siguen viajando. Llevan consigo un mensaje dirigido a cualquier ser inteligente que se les cruce. El responsable de su contenido fue Carl Sagan, quien ya antes se había ocupado de cargar información en las sondas Pioneer X (1971) y XI (1972) y en el satélite geosincrónico LAGEOS (1974). En ese mismo año, la antena de Arecibo había emitido un mensaje de radio dirigido a los extraterrestres.
La idea de establecer una comunicación con otros mundos ya circulaba antes de 1954, cuando Morrison y Cocconi pensaron en usar los radiotelescopios para enviar mensajes al espacio. El gran Gauss había propuesto plantar pinos en Siberia para dibujar una inmensa demostración del teorema de Pitágoras que convenciera a los “marcianos” de nuestra inteligencia. En su momento, tanto Tesla como Marconi habían creído recibir señales del cosmos. Pero nadie negará que la cuestión comenzó a animarse después de 1947, cuando entraron en escena los ovnis. Fue en esos años cuando Fermi planteó su famosa cuestión: si tal como cabe suponer, el cosmos tendría que estar lleno de vida inteligente, ¿por qué no tenemos ninguna prueba? O mejor, ¿por qué no están aquí?

Mentiras galácticas
Como es sabido, las Pioneer llevaban una placa de oro con esquemas que daban cuenta de nuestra cultura científica, incluyendo la imagen de una pareja humana. Aquí fue donde arreciaron las críticas: la mujer aparecía en segundo plano y el hombre era blanco, aunque la mujer podía ser asiática o africana. Por suerte, nadie objetó que la pareja fuera hetero.
El hombre levantaba la mano derecha como un sioux, quizás diciendo “Ugh!”. Eso era lo que los programadores entendían como “saludo universal de la paz”. Muy poco universal, en cuanto ignoramos si quien iba a recibirlo tenía manos.
Los discos de 90 minutos de grabación con que el equipo dirigido por Carl Sagan equipó las Voyager eran una pequeña enciclopedia de datos, imágenes y sonidos de nuestro mundo, que sigue disponible allá lejos. Sagan escribió un libro para contarlo, y vendió bastante.
El disco contenía saludos en 54 idiomas. Algunos, bastante pintorescos como el turco (“que los honores de la mañana puedan posarse sobre vuestras cabezas”) o el chino (“pensamos mucho en vosotros. Por favor, venid a visitarnos cuando tengáis tiempo”). Conforme al protocolo, se incluían los saludos de varios líderes mundiales y la nómina de los senadores que habían votado el proyecto, como si eso fuera a importarle a alguien.
James Carter, el presidente de Estados Unidos que dos años antes creía haber visto un ovni, confiaba en que “algún día, cuando hayamos resuelto nuestros problemas, podamos unirnos en una comunidad de civilizaciones galácticas”. El inconsciente parecía traicionarlo: su discurso sonaba casi como una respuesta al ultimátum del extraterrestre Klaatu, en la clásica película El día que paralizaron la Tierra, que seguramente el pequeño Jimmy habría visto en el cine del barrio.
El austríaco Kurt Waldheim, que por entonces presidía las Naciones Unidas, grabó un mensaje donde ofrecía paz, amistad, humildad y esperanza. Años después tuvo que renunciar a su re-reelección como secretario de la ONU, cuando salió a luz su pasado nazi. Un dato que le da un toque de humor negro a su saludo.

Entre la Unesco y Benetton
Si los textos eran estilo Unesco, las imágenes eran decididamente Benetton. El parto de un niño blanco, una madre asiática amamantando a su hijo, un padre negro con una niña asiática en brazos, una ronda de niños de distintas etnias y una familia de granjeros anglosajones. El desprevenido alien podría llegar a creer que los humanos cambian de color y rasgos al crecer. También podía confundir a los delfines saltarines con aves, o a creer que el cristal de nieve que aparecía junto a un árbol nevado era su flor.
Por si esto fuera poco, la banda de sonido incluía el canto de las ballenas, que aún no hemos aprendido a descifrar, para presumir de sabios ante los ET.
Quizás hubiera sido necesario mandar otra sonda con la fe de erratas, pero la NASA nunca volvió a tener el mismo presupuesto. Por suerte, la probabilidad de que alguien reciba el mensaje es bajísima, pero si es realmente inteligente algo habrá de sospechar.

Las megacivilizaciones
Quienes apostaban por la comunicación interestelar arriesgaron distintas respuestas para hacer frente a la paradoja de Fermi. Podía ser que el viaje interestelar resultara físicamente imposible, que todavía no nos hubieran descubierto, que no les resultáramos interesantes o que nos tuvieran en observación.
Sin embargo, si existen civilizaciones extraterrestres, tendrían que estar enviándonos señales involuntarias, por más que se empeñaran en ignorarnos. No tendrían que ser necesariamente mensajes inteligentes; bastaría con programas de televisión como los que les hemos estado mandando durante décadas.
Además, y a menos que hubieran encontrado la forma de violar la entropía, deberían estar irradiando en el infrarrojo, por más que un equipo de astrónomos japoneses ha rastreado hasta unos 80 años-luz sin encontrar evidencias de este tipo.
Con gran imaginación, Sagan y Kardashev se habían apurado a clasificar las civilizaciones galácticas en tres órdenes de magnitud, según usaran la energía de un planeta, de una estrella o de una galaxia entera. Obviamente, esto valía sólo para las culturas de orientación tecnológica; si los ET hubieran optado por el misticismo, difícilmente se interesarían por comunicarse con nosotros.
En principio, nada impide que haya miles de supercivilizaciones en el cosmos. Aun con una tecnología como la que conocemos, una especie civilizada podría establecer colonias en otros planetas apenas en unos cuatrocientos años. Expandiéndose desde ellos crecería a un ritmo exponencial, ocupando un área de 200 años luz en sólo 10.000 años y controlando toda la galaxia en apenas 3,7 millones de años, lo cual no es nada frente a la edad del universo.
Sin embargo, todavía no hemos encontrado nada. Los resultados del SETI (búsqueda de inteligencia extraterrestre), que hasta ahora ha explorado más de la mitad de la Galaxia y del grupo local, son negativos. Ya conocemos varias docenas de estrellas con planetas, pero suelen ser gigantes al estilo de Júpiter, no aptos para la vida tal como la conocemos.
Enviar y recibir
Salvo que los extraterrestres decidan visitarnos, quedan sólo dos maneras de buscar el contacto. Una es enviando mensajes mediante sondas o señales de radio. La otra es tratar de recibirlos. Después de las Voyager,Sagan optó por lo segundo y puso en marcha el proyecto SETI, con estaciones receptoras en todo el mundo, incluyendo Argentina.
Uno de los últimos grandes emprendimientos del SETI fue el proyecto Phoenix, iniciado en 1992 para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América. Al año siguiente, el Congreso de los Estados Unidos le asestó un corte decisivo a su presupuesto. Fue el mismo ajuste que puso fin al Supercolisionador Superconductor, el colosal acelerador de partículas de 90 km de circunferencia, que ya estaba en construcción.
El proyecto logró sobrevivir en base a aportes privados. El año pasado, la necesidad aguzó el ingenio del astrónomo Dan Werthimer, de California, quien consiguió que alrededor de dos millones de personas bajaran de la Red el salvapantallas Seti@home. El conocido programa permite aprovechar la capacidad ociosa de las computadoras personales, analizando parte de las señales que recibe la antena de Arecibo.
Los resultados del SETI no han sido precisamente brillantes y es comprensible que hayan puesto de mal humor a los senadores. La gran mayoría de los wows –señales aparentemente inteligentes– han sido identificadas como satélites militares, aviones, fuentes naturales y hasta teléfonos celulares. En eso se parecen a los ovnis.
De todos modos, las búsquedas dejaron grandes beneficios, ya que indirectamente permitieron descubrir fuentes naturales como los cuásares y los púlsares.

¿Cuántos somos?
Es razonable suponer que, si existe vida inteligente por lo menos en un planeta (el nuestro), debería tratarse de algo bastante común en el cosmos.
Según Paul Davies, esta tesis se apoya en algunos principios filosóficos que surgen de la visión científica moderna: la Uniformidad (las leyes de la Física son universales), la Plenitud (si la vida es posible en determinadas condiciones, entonces tendrá que aparecer) y la Mediocridad, o principio de Copérnico: la Tierra es apenas un planeta del montón, sin privilegios.
Aquí es donde volvemos a la paradoja de Fermi. Si están, ¿por qué no los conocemos?
Una manera de entender la magnitud de la cuestión es partiendo de la ecuación planteada por Frank Drake para conocer el número de mundos que estarían en condiciones de emitir señales inteligentes.
Drake partía de estimar la cantidad de estrellas que hay en la Galaxia (N), subdividiéndola en función de distintos factores. Para empezar, sólo una fracción tendrá planetas. Pero sólo algunos planetas serán aptos para la vida. Algunos de ellos habrán desarrollado vida orgánica. Muchos menos contarán con vida inteligente. De éstos, sólo muy pocos habrán producido una civilización tecnológica y muchos menos habrán sido capaces de evitar las guerras nucleares o los colapsos ecológicos. Como se ve, N tiende peligrosamente a achicarse.
El propio Sagan admitía que podría haber a lo sumo un puñado de civilizaciones y quizás sólo una –la nuestra– que por cierto no se esforzaba demasiado por sobrevivir.

El principio antrópico
En 1983 el astrofísico Brandon Carter abrió una nueva polémica al plantear el llamado Principio Antrópico, que apunta peligrosamente a ser una cuestión filosófica, con lo cual la discusión tiene para rato.
En la versión fuerte del principio, las leyes de la Física parecen estar diseñadas para que aparezca la vida inteligente tal como la conocemos: estaríamos en el mejor de los mundos posibles, como quería Leibniz. La versión débil, en cambio, dice que vemos al universo tal como lo vemos simplemente porque somos como somos. No hay que sorprenderse de que las condiciones iniciales no apunten a otra cosa. De no ser así, no existiríamos.
En efecto, si la velocidad de expansión del universo fuera infinitesimalmente distinta, el universo habría colapsado antes de llegar a la fase actual (Hawking). Si la relación entre materia y antimateria no hubiera sido la que es, no tendríamos universo. Si la fuerza nuclear hubiera sido más débil, todo estaría lleno de hidrógeno, y si hubiera sido más fuerte, todo el hidrógeno se hubiera convertido en helio (Dyson). No hubiera habido carbono, ni agua, ni vida...
El argumento antrópico ha sido especificado aún más en un libro reciente, Tierra rara, de Peter Ward y Donald Brownlee. Sus autores intentan mostrar que las condiciones que reúne la Tierra para albergar vida (masa, órbita, composición de la atmósfera, presencia de agua, etc.) la hacen probablemente un caso único: ninguno de los planetas remotos detectados hasta ahora parece reunirlas y son varias decenas.
En esta cuestión, los biólogos son menos optimistas que los físicos. Ernst Mayr, uno de los grandes biólogos del siglo, observa que los partidarios del SETI suelen ser físicos como Drake, inclinados al determinismo. Según Mayr, hay muchos factores contingentes en la evolución, como en todo lo que es complejidad. Repitamos un millón de veces el experimento de la vida –sostiene Mayr– y quizás no llegue a producir mamíferos, ni mucho menos mamíferos capaces de inventar la televisión.

Esperando la carroza
Más allá de las posibilidades de la vida extraterrestre, de la probabilidad del contacto o de las cuestiones técnicas que implica la comunicación, cabe preguntarse por el marco cultural en el cual se planteó la cuestión del SETI.
Hay dos elementos ineludibles que deben ser tenidos en cuenta en esta cuestión; la aparición del mito ovni en los años 50 y el temor al apocalipsis nuclear, que nos acompañó durante toda la Guerra Fría.
Apenas apagado el fuego de Hiroshima, el ovni pareció una advertencia del otro mundo –un más allá tecnológico, como le cabía al imaginario del siglo XX–, para que nuestro progreso tecnológico no desbordara a nuestra inmadurez ética. El tema era serio; muchos pensadores y hombres de ciencia, comenzando por Fermi, se vieron envueltos en él. Por su parte, los “ufólogos” comenzaron a esperar una apocalíptica evacuación del planeta.
Pero aun después de años de aguardar infructuosamente el desembarco de los ovnis, el mito se negó a rendirse. Sagan planteó la cuestión en términos casi mesiánicos: en su libro La conexión cósmica convocaba a construir antenas “como si fuesen ziggurats o pirámides”. Su proyecto tuvo por sponsor a Steven Spielberg, autor de la exitosa E.T.
La propia ecuación de Drake era la expresión matemática de un angustia: ¿habrán logrado los extraterrestres controlar la tecnología para evitar destruirse a sí mismos? ¿Podrán enseñarnos cómo salir de la adolescencia tecnológica?

El mito ovni
El SETI se convirtió en algo así como la versión inteligente del mito ovni. Las búsquedas no se limitaron a orientar antenas y rastrear señales en la banda del hidrógeno. Hubo proyectos e investigaciones mucho más discutibles que, sin embargo, fueron consideradas tan relevantes como para merecer financiación. Algunos se dedicaron a la búsqueda astronómica de estructuras que probaran la presencia de una tecnología extraterrestre dentro del sistema solar, tratando de encontrar falsos asteroides, obras de ingeniería en los satélites o estelas de naves espaciales impulsadas por antimateria.
Entre lo más pintoresco estuvo sin duda la búsqueda de mensajes encriptados por los extraterrestres en las estructuras moleculares de bacteriófagos y virus presumiblemente llegados del espacio. En 1986, Hiroshi Nakamura creyó haber descubierto en la estructura de ADN del virus cancerígeno SV40 un esquema que recuerda el mapa de la constelación Epsilon Eridani, uno de los puntos elegidos por Drake en el Proyecto OZMA de 1960. El trabajo fue publicado en una revista académica y formaba parte de un proyecto de investigación científica. Pero con antecedentes como éste, tiemblo de pensar en las cosas que algunos pretenderán descubrir en el genoma humano...
Por su parte, Betty Hill, un ama de casa norteamericana que decía haber sido secuestrada por extraterrestres en 1964, dibujó un mapa estelar que luego fue identificado por una investigadora tan aficionada como imaginativa con un croquis del sistema de Zeta del Retículo. Desde el bando “ufológico”, muchos creyeron ver una cara y algunas pirámides en la superficie de Marte. Un siglo antes, Schiapparelli había visto canales.
Queda flotando una pregunta. Si no dijéramos quién es quién, ¿podría el lector reconocer con certeza cuál de las dos conjeturas es científica y cuál no, en un ambiente donde todos los gatos tienden a ser pardos?
Más tarde, aquellos entusiasmos decayeron y el clima cultural cambió con el posmodernismo. El nuevo marco fue el planteo antrópico, que parece retrotraer el problema a las posturas del siglo XVIII.
La cuestión sigue siendo fáctica y sólo podrá dirimirse en los hechos. Pero de cualquier manera, no pierde su atractivo. Si el contacto pudiera ser posible, sería uno de los hechos más espectaculares en la historia de nuestra especie.