El padre
del escepticismo fue el filósofo griego Pirrón de Elis.
La historia fue muy escéptica con él, ya que ignoramos
casi todo de su vida, y lo poco que sabemos es dudoso.
Al igual que los sofistas, los escépticos ejercieron una crítica
del discurso que contribuyó a echar las bases de la Lógica.
Pero mientras aquéllos habían pretendido relativizar las
creencias tradicionales, éstos vivían en una época
en la cual el relativismo ya era una actitud bastante corriente, de
manera que se propusieron eludir sus consecuencias indeseables mediante
una drástica maniobra.
Si todo era relativo pensaron, lo mejor era renunciar a
la pretensión de saber, para evitarse disgustos y vivir sin sobresaltos.
Había que dejar de pensar. Al parecer, Pirrón había
traído estas ideas de la India, donde anduvo siguiendo a las
tropas de Alejandro.
Sin proponérselo, los escépticos griegos y sus continuadores
que controlaron por un tiempo la Academia platónica nos legaron
algunos términos de la jerga médica. Decían que
al no tener certeza de nada, lo mejor era no hablar (afasia)
y alejarse de las pasiones (apatía) para alcanzar
el equilibrio espiritual (ataraxia).
Los
nuevos escépticos
No deja de ser curioso que los defensores actuales del pensamiento científico
y la racionalidad hayan terminado reivindicándose como escépticos.
El responsable quizás haya sido Robert Merton, quien definió
a la ciencia como el escepticismo organizado, tomando el
sentido original de skepsis, que significa examinar.
No son muchos los que defienden el escepticismo radical, una actitud
extrema que se niega a sí misma y desemboca en el absurdo. Sostener
que cualquier enunciado es dudoso equivale casi a afirmar lo que
estoy diciendo es falso. Después de eso, ya no se puede
seguir hablando.
El rótulo escéptico, hoy asumido por las organizaciones
que denuncian a las seudociencias, no ayuda demasiado a entender qué
defienden. Hasta puede retrotraernos al estéril debate de ciencia
vs. religión, tal como se planteaba en el marco del positivismo.
Por una ironía de la historia, es probable que las seudociencias
hayan proliferado precisamente en el marco de una filosofía como
el positivismo de Comte, que pretendió convertir a la ciencia
en un dogma, para llegar al extremo de desalentar la investigación
de temas como el átomo y de la cosmología. Al decretar
que la única forma válida del conocimiento era la ciencia
inductiva, el positivismo clásico logró que muchas doctrinas
esotéricas (desde la teosofía hasta la New Age) adoptaran
un maquillaje científico.
Ateos, agnósticos y creyentes pueden compartir una actitud escéptica
en cuestiones de hecho, tales como la efectividad de ciertas terapias,
la vida extraterrestre o la percepción extrasensorial. Pero tenderán
a endurecerse cuando se internen en cuestiones filosóficas. Por
eso, sería preferible rescatar un concepto algo manoseado por
los planes de estudio, para volver a hablar de pensamiento crítico.
Creencia
y credulidad
Con la posmodernidad, los hitos que demarcaban los campos de la ciencia,
la filosofía y la religión parecen haberse desdibujado.
Hay científicos que hacen filosofía (y hasta ciencia ficción)
sin decirlo, fundamentalistas religiosos que interfieren con la ciencia,
charlatanesque reniegan de la racionalidad para imponer sus dogmas,
y figuras mediáticas que opinan de todo sólo para confundir.
En este estado de cosas, escépticos y creyentes
corren el peligro de congelarse en posturas fijas y excluyentes, dejando
a quienes aspiran a seguir siendo críticos a la intemperie.
Es así como en un reciente libro (Skeptics and True Believers,
1998) el escéptico Chet Raymo propone un cuestionario destinado
a medir el índice de credulidad del lector. Para
determinarlo formula preguntas donde se mezclan, sin discriminar, creencias
seudocientíficas con otras religiosas o filosóficas. El
resultado es que el propio autor, que como Einstein profesa una suerte
de panteísmo, no alcanza a calificarse como un escéptico.
Al fin y al cabo, cuando hablamos de ética o de política
todos aceptamos supuestos difíciles de probar o refutar, aunque
sean inevitables cuando hay que tomar decisiones. Lo mejor que podemos
hacer es ponerlos en claro y negociar el consenso.
De hecho, existen grados de credulidad. No es lo mismo interferir
con la ciencia como hacen los fundamentalistas, que dialogar con ella,
como hace la mejor especulación teológica de las grandes
religiones monoteístas. Las posturas escépticas
o relativistas a ultranza corren el riesgo de descalificar el diálogo
y renunciar a la actitud crítica.
Todos confiamos en que el rigor metodológico y el control académico
garantizan la validez de la información científica que
recibimos. La comunidad de investigadores funciona como un mercado,
donde las propuestas se someten al juicio de los pares.
Pero como el mercado libre y justo es una abstracción, y aquí
también hay maniobras monopólicas (los paradigmas), no
faltarán los escépticos radicales que descreerán
tanto de la comunidad científica como de la racionalidad de sus
métodos.
Para entender estas actitudes, evocaremos a dos grandes escépticos.
El primero será Fort, un aficionado que desde los márgenes
de la cultura ejerció una influencia pocas veces reconocida.
El otro es Feyerabend, un filósofo que suele estar presente en
cualquier curso de epistemología. Paradójicamente, sus
posiciones serán las más extremistas.
El
hombre que creía en los diarios
Charles Hoy Fort (1874-1932) fue un autodidacta que, en medio de la
revolución científica de los años veinte, emprendió
una estéril lucha contra lo que consideraba el dogmatismo
científico de su tiempo. Los escépticos
todavía lo reconocen como uno de los suyos. Pero a pesar de que
su intención era provocar y cuestionar todo, incluso la ciencia,
no pudo evitar convertirse en el más crédulo de los crédulos,
dando aliento a muchas creencias seudocientíficas.
Fort no era el típico chiflado que cree haber descubierto el
movimiento perpetuo, ni tampoco era un ignorante. Tenía un gran
sentido del humor y era capaz de afirmar No creo en nada de lo
que he escrito. De haber sido francés, habría fundado
algo similar a la Patafísica.
Nació y murió en Albany (Nueva York), y vivió en
el Bronx, cuando todavía era un apacible barrio de inmigrantes
judíos e italianos. Fue un periodista pobre que se pasó
la vida hurgando papeles en las bibliotecas y los archivos de los periódicos.
A los veinticinco años, ya se sentía en condiciones de
escribir su autobiografía. Compuso diez novelas y reunió
casi cien mil notas, aunque periódicamente solía quemarlas,
cada vez que caía en la depresión.
Una pequeña herencia que recibió a los cuarenta le permitió
publicar varios libros con los cuales pretendía desmitificar
a la ciencia y revelar los hechos que el clero científico
escondía: El Libro de los Malditos (1919), Nuevas tierras (1923),
¡Miren! (1931) y Talentos salvajes (1932). Entre sus adeptos estuvieron
el dramaturgo Theodore Dreiser, Ben Hetch y Oliver Wendell Holmes. Pero
H.G. Wells siempre se negó a tomarlo en serio.
Fort creía en todo lo que dicen los diarios. Pensaba que las
noticias insólitas que cada tanto aparecen (repollos gigantes,
terneros de dos cabezas, monstruos lacustres, etc.) eran otras tantas
pruebas de que los hombres de ciencia nos estaban ocultando algo. Quería
ser más científico que ellos, y eludió las explicaciones
sobrenaturales, hasta cuando se ocupaba de parapsicología.
En sus recortes, encontraba testimonios de extrañas precipitaciones;
según los diarios, cada tanto caían del cielo cosas como
piedras, hachas de sílex, runas, algas, ranas, peces, hormigas,
albúmina o betún.
Cosas
que caen
Para explicar estos supuestos fenómenos, a menudo inventados
en la calma del verano por redactores ociosos, comenzó a insinuar
hipótesis delirantes. Allá arriba escribió
hay una especie de Mar de los Sargazos surcado por naves espaciales
que dejan caer basura por la borda. Otras veces sugería que el
cosmos era un súper-organismo del cual meteoros ígneos
arrancaban jirones de tejido o provocaban hemorragias cósmicas.
Por momentos pensaba que éramos propiedad de seres
superiores, o meros gusanos en un queso cósmico.
En 1919 Fort dedicó varios capítulos del Libro de los
Malditos al registro de objetos voladores no identificados. Él
fue quien popularizó a los ovnis entre los escritores de ciencia
ficción, creando un mito incontenible.
Luego, se internó en lo paranormal: personas que entraban espontáneamente
en combustión, poltergeists, fantasmas, desapariciones misteriosas,
teleportaciones, monstruos del folklore...
Paradójicamente, no dejó de tener aciertos. El escéptico
Martin Gardner, que lo trató con gran benevolencia en sus libros,
se equivocó al desestimar en 1952 la presencia de restos orgánicos
en meteoritos carbonosos. La investigación, y la propia NASA,
que exhibe con orgullo sus meteoritos marcianos, demostró
que hasta el crédulo Fort podía acercarse a la verdad.
Lo cual nos recuerda la necesidad de no poner rótulos prematuros.
Los
forteanos
Poco antes de su muerte, el periodista Tiffany Thayer y un grupo de
sus amigos había fundado la Sociedad Forteana. Fort se había
opuesto a la idea, porque temía que la asociación se viera
invadida por chiflados (!).
Para Gardner, la perduración en el tiempo de una institución
como la Sociedad Forteana es un enigma comparable con la creación
de los Irregulares de Baker Street entre los devotos de Sherlock Holmes.
Algo así como una broma que fue más allá de las
intenciones provocativas del autor.
Tras la muerte de Fort, Thayer continuó editando la revista La
Duda hasta el año 1959 y la Sociedad Forteana se extinguió
con él. Luego, una nueva generación de entusiastas la
refundaría con el nombre de Organización Forteana Internacional
(INFO). Sus publicaciones Fortean Times e INFO Journal se han vuelto
bastante críticas en los últimos años. Quizás
sea una oportuna reacción ante la proliferación de doctrinas
seudocientíficas que se reclaman como forteanas.
Ficciones
y creencias
A Fort no le atraía la ciencia ficción, pero su actitud
iconoclasta y sus exploraciones en los márgenes de la ciencia
cautivaron a los escritores del género. Su biógrafo fue
Damon Knight, el primer crítico inteligente que dio la ciencia
ficción. Robert Heinlein, el más polémico de los
escritores, fue miembro de la INFO. La credulidad del editor John W.
Campbell hacia las seudociencias también provenía del
fortismo, que Campbell hizo mucho por difundir. Muchos temas de las
novelas de Stephen King (experto en saquear ideas ajenas) se inspiran
en las especulaciones de Fort.
Durante décadas la ciencia ficción popularizó los
temas forteanos. Las generaciones siguientes, familiarizadas con ellos,
fueron el mercado ideal para gente como Von Däniken o Berlitz.
A la zaga del escepticismo forteano, resurgieron viejas creencias esotéricas
disfrazadas de ciencia alternativa. Lo insólito,
sinónimo de forteano, se volvió un género
en sí.
Fort resultó así una suerte de aprendiz de brujo. Su empirismo
radical y su crítica de la ciencia terminaron abriendo las puertas
de la irracionalidad. Es algo parecido a lo que suele ocurrir con muchos
críticos de la práctica democrática que callan
cuando irrumpe el autoritarismo.
Dadaísmo
y epistemología
Paul Feyerabend (1924-1994) fue sin duda el niño terrible de
la filosofía de la ciencia; un transgresor oficializado, una
suerte de Charles Fort canonizado en los medios académicos. Aunque
tuvo más prensa que seguidores y discípulos, sus ideas
siguen siendo de mención obligada en cualquier curso.
Nació en Austria, e ingresó a la academia militar cuando
ya hacía cuatro años que su país había sido
anexado por Hitler. Ingresó como oficial voluntario en el ejército
nazi y terminó al mando de 3000 hombres en el frente ruso, donde
fue herido en combate por el Ejército Rojo. Como la herida se
produjo en la nalga, las malas lenguas sugieren que estaba huyendo.
Vuelto a Viena, se propuso llegar a ser cantante de ópera, pero
estudió física, historia y filosofía. Trabajando
dos años junto a Popper conoció a su mejor amigo,
el epistemólogo Imre Lakatos, quien había sido funcionario
comunista en Hungría. Más tarde, en Berkeley, también
tendría amistad con Thomas Kuhn, lo cual no le impedía
descalificar a ambos.
En los locos años sesenta sorprendió a todo el mundo con
un libro provocativo (Contra el método), que acabó por
ser traducido a 16 idiomas. Tenía más notas que texto,
y defendía una concepción anarquista del conocimiento,
donde las teorías resultaban inconmensurables entre
sí, como si fueran mitos o creaciones literarias. Allí
hacía cosas como comparar el estilo de Newton con el de un manual
de sexología, demoler el concepto de objetividad científica,
o citar a Lenin sin decir de quién se trataba. El libro concluía
afirmando que la elección de una cosmología básica
puede ser una cuestión de gusto. De su lectura de la historia
de la ciencia, resultaba que no existía el método científico.
No digamos un método único, sino siquiera métodos
confiables; tan sólo hay búsquedas exitosas. Pero en la
investigación, como en la lucha libre, todo vale.
Más adelante, Feyerabend siguió levantando polvareda cuando
propuso que en las escuelas se permitiera elegir si uno quería
estudiar vudú, astrología o física nuclear; todo
era más o menos equivalente. Esta concepción anarquista
de la educación lo llevó, sin conflicto alguno, a defender
el derecho de los fundamentalistas norteamericanos para enseñar
su ciencia creacionista en lugar de la teoría de
la evolución.
Murió en Ginebra, de un tumor cerebral. Días después,
su viuda contó que en sus últimos tiempos había
seguido escrupulosamente las indicaciones de sus médicos; aparentemente
confiaba más en ellos que en la magia o cualquier otra alternativa.
En 1987 había intentado volver a escandalizar con otro libro,
Adiós a la razón, donde llevaba su relativismo al extremo,
negándose a condenar expresamente al nazismo. El planteo resultaba
tanto más hiriente, si se tenía en cuenta quién
lo hacía: un antiguo oficial que había servido en forma
voluntaria bajo la bandera de la esvástica, y había intentado
ser miembro de las SS.
Feyerabend defendía su postura argumentando que todas las doctrinas
eran relativamente malas, de manera que le resultaba imposible condenar
a una en particular. Esto suele entenderse como que si todos somos
culpables, nadie es responsable de nada.
Auschwitz, decía el filósofo transgresor, es algo que
sigue habitando en nuestras mentes, como lo prueban la discriminación
de las minorías, la carrera armamentista, la educación
represiva, la tiranía de los médicos y muchos etcéteras.
De manera que no tenía más sentido condenar al Holocausto
que valorar los méritos de la democracia liberal.
Hace poco, Aldo Rico que no es epistemólogo y no vacilaría
en sacar su arma si alguien lo llamara escéptico hizo algunas
declaraciones en las cuales extrañamente pareció coincidir
con los argumentos de Feyerabend.
Ante una denuncia concreta de que en su partido existían prostíbulos
donde se explotaba a mujeres reducidas a la esclavitud, Rico retrucó
que los esclavos somos todos los argentinos, explotados por el Fondo
Monetario. El suyo era un non sequitur bastante habitual.
El escepticismo radical abre así la posibilidad de darle una
justificación ética a lo injustificable, lo
cual demuestra que no es tan neutro como parece. Pero hasta ahora, el
consenso sigue siendo la metodología más civilizada para
garantizar la convivencia. Hay valores que pueden profundizarse y discutirse,
pero no merecen ser objeto del humor negro.