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Con los ojos abiertos

Sara Facio dice que por suerte es autoritaria, porque sino nunca hubiera podido preservar una línea determinada en la difusión de una posición estética. Fotógrafa de reconocimiento internacional, es también una política cultural que ha insistido en recoger –para situar en el mundo– la obra de los sus colegas latinoamericanos olvidados, lo que su amiga María Elena Walsh definió como “saber ver y abrir los ojos ajenos”. Con ese fin organizó durante trece años muestras de fotografía en la Fotogalería del Teatro San Martín y fundó, junto a la guatemalteca María Cristina Orive, la editorial La Azotea que, lejos de aludir a las alturas de una elite, alude a un espacio propio y familiar pero al mismo tiempo abierto.

Por Maria Moreno

Esta nota podría titularse como un libro de Doris Lessing, La buena terrorista, porque Sara Facio ejerce ese estilo de impunidad de opinión que registran aquellos seguros de haber cumplido con honestidad una tarea determinada sin ceder a la extorsión ideológica que los aparte de sus convicciones. Por eso se permite despotricar tanto contra el Che Guevara como contra la fotografía meramente documental –aunque se trate de una prueba a favor de la justicia en el ejercicio de los derechos humanos–, reírse del aspecto zaparrastroso de sus colegas y hasta llamar “ignorantes y demagogos” a los que le han dado atributos como asesora cultural, sin temor a que la confundan con una reaccionaria a lo Pilar Franco besando un crucifijo: aunque para muchos pueda ser discutible, su idea de valor estético es irrenunciable. Sara Facio se parece menos al nacionalista Ignacio Anzoátegui despotricando contra la primaria obligatoria puesto que la gente la iba a utilizar para leer Crítica –o sea un diario de prensa amarilla– que a una punk peinada de peluquería. A pesar de que casi se jacta de no ser de izquierda, aquellos contra los que más ha disparado su objetivo –el de la cámara– son precisamente gente de izquierda, artistas e intelectuales como Mario Benedetti, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda o Mercedes Sosa. Su obra como política cultural -ejerció durante trece años la dirección de la Fotogalería del Teatro General San Martín– ha sido la de recuperar y preservar el patrimonio fotográfico producido por la cultura progresista argentina e internacional. Sara Facio ha insistido sobre todo en recoger –para situar en el mundo– la obra de los grandes artistas latinoamericanos olvidados. Con ese fin fundó, junto a la guatemalteca María Cristina Orive, la editorial La Azotea que, lejos de aludir a las alturas de una elite, alude a un espacio que podría definirse como propio y familiar pero al mismo tiempo abierto. Ahora, como asesora de la Secretaría de Cultura de la Nación y desde el Museo de Bellas Artes, está armando una colección para seguir imponiendo –es una patriada– a la fotografía como una de las bellas artes.
–Hoy el lugar común es denunciar los excesos de los papparazzi.
–La manipulación de la fotografía en manos de los medios no es algo que se inventó en la Argentina. La fotografía de prensa que está tan en auge ahora la empezamos todos fotógrafos muy serios. Pero en la fotografía de prensa no se trata de lo que piensa el fotógrafo, por eso dejé y lamayoría de los que empezaron conmigo también. Porque una cosa es lo que un fotógrafo piensa con su cabeza y otra, que tenga que pensar de acuerdo a las directivas de la empresa que lo contrata, adonde hasta cierto punto el fotógrafo se convierte en un brazo de la orientación editorial. Si me dicen “hay tal acto, pero no saques el acto en sí, tratá de detenerte en la cara de fulanito que es nuestro personaje de tapa y de hacerle una foto ridícula”, de tener reflejos se puede hacer una toma que sea buena. Pero el editor no va a buscar que la toma sea buena sino que tenga los atractivos buscados para esa tapa impactante. Hubo un fotógrafo, Marcelo Ranea, que tomó un momento único en donde Massera caminaba por la calle cuando se suponía que estaba preso y la foto técnicamente no admite el menor análisis, es malísima. Hubo otro caso de una fotografía de un general con un cuchillo que fue presentada en un concurso de fotografía en cuyo jurado había periodistas y le dieron un premio, ¿Premio de qué? Ese tipo de fotografía les sirve a la prensa, a los organismos de derechos humanos, a algún juez en un crimen, lo que es muy loable, pero no les sirve ni a la fotografía ni al arte. En esencia una foto periodística que necesita epígrafe no sirve. Si te tienen que explicar: “Este señor es un militar y tiene un cuchillo en la mano y lo sacó y no tiene por qué tenerlo porque habla de impunidad, un militar no tiene por qué ir con un cuchillo en la mano...” no es una buena fotografía. La gente que está en una ideología especial le da una importancia especial, pero la imagen no dice absolutamente nada: es una imagen despatarrada, caótica. No se puede premiar una foto que no tenga un sentido ni una foto que sea pura técnica como la que registra una buena toma del esmalte en una uña.

–Pero hubo fotos documentales que fueron grandes fotos.
–Está la recontrafamosa del soldado muerto de Capra. Pero esa foto no me tiene que contar nada con palabras. La ponés en la tapa de un diario con la palabra “Guerra” y ya está. No te tiene que decir es un señor de tal nacionalidad y que lo estaban matando. O esa foto que salió hace poco de los chicos guerrilleros de la ex Birmania. Es muy buena.
–O la fotografía del Che muerto.
–Es una imagen de un impacto extraordinario y la prueba es que él es el héroe de las camisetas.
–¿En el mito del Che, es fundamental la fotografía?
–La foto del Che muerto en Bolivia es una foto muy clásica, que tira a la foto común de un reportero, pero muy trabajada por la prensa. En la separación de tono, por ejemplo. Eso la hace tan gráfica e impactante y él es un muchacho tan lindo que le da un alto de héroe que es lo contrario de lo que fue. Esa foto del Che es muy buena porque la imagen misma es muy fuerte, más allá del contenido que uno le agregue. Con esa mirada que parece apuntar hacia el futuro, aunque más bien fue todo lo contrario. No sé por qué es un héroe el Che Guevara. Me gustaría que alguien me lo explicara con fundamento.


Maria Elena Walsh, 1965 - Ernesto Sabato, 1969 - Manuel Mujica Lainez, 1969 - Victoria Ocampo,1965

Rojos abstenerse
Sin embargo la mejor foto de Sara Facio es un foto “de prensa”. Fue tomada en la Plaza de Mayo el 1º de julio de 1974 y se titula Los muchachos peronistas. “Me faltó ponerle ‘La gloriosa’”, dice ahora riéndose. Su estética es diferente de las que registraron el mismo hecho, el pueblo peronista en duelo. No muestra el reverso del estilo orgiástico que Leónidas Lamborghini sintetizó en su libro Las patas en las fuentes, no es pobrista ni extorsivo, mucho menos amarillista como el utilizado por los Oliverio Toscani nac and pop. No es fría, pero sí contenida y austera aunque plena de sentido. Se trata del rostro de tres muchachos y una chica. El tono de las pieles resalta la diferencia de clases. En las expresiones de dolor hay desafío y en el más moreno, una sonrisa en donde la tristeza no deja de deslizar un toque de picaresca muy “peruca”. Unacinta cruza el pecho del muchacho que está ubicado en el centro de la imagen: funciona como una profecía en su mezcla de harapo, banda presidencial y luto. Sobre el hombro del muchacho se apoya una mano con una alianza en un período donde la alianza de clases en torno de un proyecto nacional podía acercar a personajes tan disímiles como el abogado Vicente Zito Lema y a Sara Facio. “Yo comencé con la editorial en un período adonde por la censura no se podía hacer nada. Había prohibiciones que hoy no podés creer. La primera exposición que prohibió la dictadura de Onganía fue una mía con Alicia D’Amico. Eran fotos del libro Buenos Aires, Buenos Aires que se exhibían en el Museo de Arte Moderno, arriba de donde está hoy el San Martín. La prohibieron porque Cortázar escribió el texto. Fue en el ‘68, cuando él se había manifestado en la Ciudad Universitaria de París en contra del golpe. Cuando fundamos la editorial La Azotea, el primer libro que editamos fue un ensayo sobre la locura, de Alicia y mío que nadie quiso publicar en la Argentina, tampoco exhibirlo porque, según nos decían, la gente no quería ver esas cosas. Mentira. Los libreros no querían ponerlo. Y encima el autor del texto era también Cortázar, porque en ese momento había que estar en contra de Cortázar. Los primeros posters que hicimos, uno era con texto de Neruda, otro de Bendetti y otro de Zito Lema. Pero yo no estaba en la izquierda. –Pero tus elecciones sí lo parecían. –Estaba, como ellos, en contra de lo que estaba. De la dictadura. Zito Lema era mi abogado, joven, poeta y muy buen mozo. Hacía una poesía muy combativa y a la vez muy lírica que a mí me gustaba mucho. Fue el primero en hablar de los desaparecidos. Yo conocí a Duhalde y Ortega Peña en casa de Vicente. Y en el diario Noticias publicaron mis postales.
–Allí tuviste un cruce con otra clase de Walsh.
–Pero siempre a partir de la inteligencia. Me gustaban esos tipos brillantes con ideas fuertes y contundentes. Pero ideológicamente estábamos en las antípodas, sobre todo porque yo estoy en contra de la violencia, de la guerrilla y del Che Guevara, que ha hecho siempre una apología de la muerte porque se ha llegado a glorificar que haya gente que si se la mata está bien, pero a otra está mal. Para mí el crimen es uno solo.
–Entonces se hablaba de la violencia de arriba que disparaba a la de abajo...
–Eso de las buenas intenciones conmigo no va. Además me da la sensación de que el Che es un personaje del resentimiento como son tantos. El Che es un invento de los intelectuales. Obviamente yo adherí a la Revolución Cubana. En el ‘59 me pareció genial que sacaran al asesino de Batista, pero no que ellos después hicieran lo mismo... Ahora dicen que hay un restaurante pituquísimo de cuatro mesas en La Habana Vieja la de la película Fresa y Chocolate adonde va a ir la izquierda caviar. Entonces va a ser lo mismo que cuando estaba Batista, pero con gente mal vestida. Además en los sesenta, en la época del 007, estábamos con todo lo moderno y el Che venía a ser el héroe con un revólver en la selva, ¡dejate de jorobar! Hace poco leí un epígrafe adonde Abelardo Castillo se reivindicaba de izquierda porque si Chaplin, Picasso y Neruda lo eran, por algo sería. Eso es absurdo. Porque en los años 20, 30 y hasta 40 esa gente era de izquierda porque no se podía ser otra cosa ante el avance de un Hitler o un Mussolini. Eran de izquierda por estar en contra de lo que había, pero después Chaplin se fue a vivir a Suiza, no a un país del Este. Neruda estaba enamorado de Salvador Allende, pero odiaba toda esa izquierda violenta que había n Chile. Y nadie usó mejor el sistema capitalista como Picasso ni se apoyó tanto en el poder económico. Si todos ellos vivieran, serían liberales.
–Quizás lo que tenías en común con tus amigos de izquierda era cierta reivindicación de lo nacional.
–Que me perdone Vargas Llosa, pero sigo siendo nacionalista. Odio a nuestra clase media dirigente que aún piensa que lo mejor es lo extranjero. El otro día, en un artículo, cité a dos argentinas y a una francesa y me dejaron solamente a la francesa. Cuando empezamos con La Azotea publicamos postales de Henri Cartier Bresson y André Kertesz, que nos dieron fotos de ellos para apoyarnos. Luego empezamos las postales de Las hechiceras con una foto de Colette y otra de Cocó Chanel. Pero no era nuestro objetivo. Por más grandes que fueran esos fotógrafos, queríamos publicar sólo latinoamericanos. La Azotea fue la editorial que descubrió a este guatemalteco que después se hizo tan famoso, Luis González Palma. Después, para tener un poco más de entradas y no fundirnos tanto empecé con una nueva colección que se llama Los nuestros que es más temática. Y Foto de escritor que muestra que también en Latinoamérica hay un pensamiento, no solamente hambre y miseria. En ese sentido podía haber alguna conexión con mis amigos de izquierda.

Arte y pulcritud
A la linda morocha de labios pintados que toleraba a la izquierda sólo si llevaba el pasaporte de la inteligencia y podía entrar en su museo latinoamricano de grandes admirables le obsesiona la pulcritud y sólo justifica los grandes equipos y los chalecos multibolsillo, que dan a los fotógrafos la apariencia de equecos, en los reporteros de safaris. “Pienso que de haber sido más joven me hubiera adaptado. Pero en los setenta no era fácil, sobre todo siendo mujer. En los medios gráficos las mujeres entonces eran unas parias. Todavía hoy. El otro día estuve en una reunión social y me encontré con una amiga fotógrafa y me sorprendí totalmente porque la vi peinada, maquillada, preciosa y con un vestido brutal. Casi no la reconocí. Porque, habitualmente, para ser aceptada por los muchachos se tiene que disfrazar de fotógrafa, ir desaliñada, sinpintura, despeinada. Cuando yo empecé a hacer fotos, todas las funciones del Colón eran de gala –no como ahora que todos van de cualquier forma–. Y los fotógrafos tenían que ir de smoking y, si era una fotógrafa, de largo. Annmarie Heinrich y Lisl Steiner trabajaban con traje de noche. Hoy te avergüenza ver en una reunión de cancilleres en un hotel 5 estrellas a un grupo de zaparrastrosos que son los fotógrafos. En Nueva York, en el Waldorf seguro que nos los dejan entrar, en el Ritz de París menos.

–Será un poco conservar la mitología del corresponsal de guerra y la idea de la foto peligrosa. –¡Creen que están en Sierra Maestra con el Che, pero no, están en el lobby del Sheraton! Y las chicas, jóvenes y monas, tienen que vestirse así para que los muchachos las acepten. Cuando me tocaban las famosas esperas en la puerta de la CGT de los Perón, de los Rucci, de los Vandor, yo iba con pantalones porque los usé toda mi vida, hasta cuando no se usaban -¡si no se usaban mejor!–, pero iba peinada y limpia. ¡Me gusta bañarme y pintarme. Es un defecto que tengo! Y todos me miraban raro por eso. Y a María Cristina Orive, mi socia, más porque encima es muy fina. Porque para parecer fotógrafo tenés que estar sentado en el suelo, rodeado de bolsos, bien cargados como si acabaras de llegar del Africa. Esa misma pulcritud le hizo patear a Sara Facio el tablero de los ensueños boquenses de Osvaldo Soriano: –Le fui a tomar fotografías a su casa. Me pareció simpatiquísimo y nos hicimos muy compinches. Me empezó a hablar de lo enamorado que estaba de su hijo, un chico rubio, precioso, de cómo le había cambiado la vida. Entonces le dije: “Ya que querés tanto a tu hijo, ¿por qué no te mudás?”. “¿Qué me querés decir?”. “Lo que te quiero decir es que no puedo estar en tu casa con este olor a podrido. Y en este barrio que, según me contás, se inunda todo el tiempo y tenés que andar chapaleando caca. Y el gordo se quedó mirándome.


Los muchachos peronistas - 1974

Por qué no leer best sellers en Bellas Artes
Sara Facio trabaja para la preservación simbólica, para que el museo sea un lugar indiscutible y no un cruce entre la biblia y el calefón. En un país sin instituciones esa tarea le parece de una urgencia que no puede ser sustituida por las vacunas de cultura que se proporciona poniendo a un Plácido Domingo cantando en una plaza o por los políticos peatones que salen de gira para tener un tuch de roce popular. Tampoco le impresionan las promesas fotográficas del futuro en relación con lo que han obtenido en el pasado hombres y mujeres munidos con morrudas máquinas de cajón.
–¿Qué puede salir de los nuevos recursos técnicos?
–Estuve en la Guggenheim de Bilbao viendo una exposición de fotografía digital. Me gustó, pero lo que no me gustaron fueron los resultados. No veo nada que se aparte de una forma creativa estética y de contenido de lo que fue la fotografía del siglo pasado. En cine cada vez está peor la imitación de lo que fue el cine de otras décadas. Ahora se estrenó una película que es la recreación de una de Rosellini y sin duda será muy bonita y nostálgica, pero no va a agregar nada que no sea que la chica, que es muy mona, va a ser, seguramente, más linda que Anna Magnani. Tiene que haber otro tipo de cosa que Pizza birra, faso o Mundo Grúa que han sido cosas recontravistas por los ingleses de la época de Thatcher o por el neorrealismo italiano. Lo que hay no sirve, es malo. ¡Tiene que haber otra cosa! –Hoy la política cultural pasa por llevar a Fito Páez al Colón. –Llevar al negro Rada al Colón, a Les Luthiers o a Páez es una frivolidad que no tiene nombre porque no le agrega nada artísticamente a esa gente. A Mercedes Sosa la escucho mejor que en el Colón, en una churrasquería y encima sentada al lado. Lo mismo que puedo escuchar todo lo grande que es Charly García en una playa. En cambio Marta Argerich tocando en el Luna Park pierde toda su sutileza. Porque el cuarteto AlbanBerg se tiene que escuchar en el Colón y no en un estadio. Entonces los que auspician eso son unos ignorantes que están haciendo demagogia total. Del mismo modo un museo tiene que poner toda su capacidad e inteligencia en llevar una línea adonde lo más importante sea el patrimonio y las pocas exposiciones temporales que haga sean de artistas que tengan una consistencia, un equilibrio entre la técnica y el contenido. Sobre todo importantes. Esto no quiere decir que sean viejos o consagrados. Que haya jóvenes, pero en menos dosis. Quiero decir que se privilegie el arte indiscutido porque eso es educar a la gente. Cuando fueron 300.000 personas a verlo a Berni, lo importante fue que la gente valoró que ése era un gran artista y que era argentino. Porque estaba bien expuesto, porque estaba valorado con toda la amplitud y la grandeza de un artista en un museo. Lo mismo la Biblioteca Nacional. Tiene que ser un lugar de estudios superiores, ¿cómo va a ser un lugar para darles originales inhallables a los estudiantes secundarios? ¿Para qué queremos una biblioteca nacional? ¿Para que vayan los chicos? ¿A la Gran Biblioteca de París van los chicos? Eso no es elitismo, sino exigir que las cosas estén hechas para los intereses para los que han sido creadas. La Biblioteca Nacional no es para que vayan los estudiantes a juntar datos, para eso están las municipales. Sino es como ir a la Biblioteca de Bellas Artes a leer un best seller. Cuando Van Gogh iba al Louvre no era para ver a un tipo que pintaba como él. Iba a ver a los maestros de los que deseaba aprender.

–Ese fue el criterio con que manejaste la Fotogalería del San Martín.
–Tres años antes del ‘85, que fue cuando empecé, me había llamado el eterno director del San Martín que es Kive Staif para que hiciera algo. Vos sabés que, por suerte –como deber ser– Kive es un tipo muy autoritario y yo también, porque sino sería imposible dirigir una cosa con una línea determinada, saldría una cosa blandengue. Yo pedí entonces una serie de condiciones, por ejemplo que la galería fuera galería de fotos y ninguna otra cosa, que no me vinieran después con que el mes que viene iba a haber una exposición de cuadros o de grabados. Nada. ¡Fotos! Debía sentarse ese antecedente. Después exigí marcos porque, hasta ese momento todas las exposiciones que se hacían en Buenos Aires estaban pegadas con chinches o con durex, aun en las fundaciones más prestigiosas. Y luego pedí que se hicieran editar catálogos para que le gente supiera lo que estaba viendo –sobre todo aquellos que menos acceso tuvieran a la estética de la fotografía–. Y escritos en un lenguaje claro y culto, no claro y banal. No críticas de arte crípticas y cerradas. Y esa política duró trece años. Y estoy reorgullosa, porque desde entonces todas las exposiciones de fotografía tienen una dignidad que antes no tenían. De iluminación, de presentación, de “curación”. Hasta empezaron a darse cuenta de qué quería decir realmente la palabra “curar” una muestra: cuidar. Valorar al artista y valorar la obra en lugar del entorno, lo contrario de hacer exposiciones colectivas para que nadie sobresalga: que cada exposición sea única. Y hasta que se pudo cumplir con todo eso pasaron tres años.
–Pero existen otros criterios.
–Claro. Y yo te doy la fórmula. Así que ponela en un recuadrito. Tanto para hacer una exposición en una galería como en el Museo de Arte Moderno. Hacés una foto grande –ésa es la condición sine qua non– del mar. A eso le agregás lengüitas de lobos marinos, rociás todo con esperma de ballena y la colgás, ¿no es una foto bárbara?
–Terrorista.
–Por supuesto que cuando tiene un sentido es bueno. Picasso hacía collages. Pero poner en Buenos Aires no duerme montones de fotografías pegadas con plasticola es una barbaridad. Claro que la culpa no la tienen los productores de imágenes sino la gente que dirige. Porque la culpa essiempre del que sabe más. Entonces viene la gran confusión. El crítico dice: “Bueno, si lo exhibe el Museo debe ser bueno”. La gente que va, a lo mejor honestamente, aunque no le guste dice también: “Pero si está en el Museo...”. Todo nace de la ignorancia y de la demagogia que, como se sabe, no las inventó Menem. Pero no importa porque, como dicen en el barrio: “la verdad siempre se sabe”.
–¿Entonces?
–Yo sigo prefiriendo el retrato de Gloria Swanson de Staichen. Cualquiera de Richard Avedon es de una belleza superlativa. En una zona más íntima me gustan las de Cartier Bresson o Kertesz. Ellos son los Picasso, los Braque y los Miró de la fotografía.

–¿Cómo sintetizarías tu obra como fotógrafa?
–Lo que yo hago en fotografía es para lograr que el día que yo me muera no digan que se murió una vaca sino que se murió una persona que vio eso. Y lo que yo vi está en mis fotos. Como si dijera “ésta es mi ciudad, mi gente, la que admiro, la que me gusta”. Ese es mi canon.