Esta nota podría
titularse como un libro de Doris Lessing, La buena terrorista, porque
Sara Facio ejerce ese estilo de impunidad de opinión que registran
aquellos seguros de haber cumplido con honestidad una tarea determinada
sin ceder a la extorsión ideológica que los aparte de sus convicciones.
Por eso se permite despotricar tanto contra el Che Guevara como contra
la fotografía meramente documental –aunque se trate de una prueba
a favor de la justicia en el ejercicio de los derechos humanos–, reírse
del aspecto zaparrastroso de sus colegas y hasta llamar “ignorantes
y demagogos” a los que le han dado atributos como asesora cultural,
sin temor a que la confundan con una reaccionaria a lo Pilar Franco
besando un crucifijo: aunque para muchos pueda ser discutible, su
idea de valor estético es irrenunciable. Sara Facio se parece menos
al nacionalista Ignacio Anzoátegui despotricando contra la primaria
obligatoria puesto que la gente la iba a utilizar para leer Crítica
–o sea un diario de prensa amarilla– que a una punk peinada de peluquería.
A pesar de que casi se jacta de no ser de izquierda, aquellos contra
los que más ha disparado su objetivo –el de la cámara– son precisamente
gente de izquierda, artistas e intelectuales como Mario Benedetti,
Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda o Mercedes Sosa.
Su obra como política cultural -ejerció durante trece años la dirección
de la Fotogalería del Teatro General San Martín– ha sido la de recuperar
y preservar el patrimonio fotográfico producido por la cultura progresista
argentina e internacional. Sara Facio ha insistido sobre todo en recoger
–para situar en el mundo– la obra de los grandes artistas latinoamericanos
olvidados. Con ese fin fundó, junto a la guatemalteca María Cristina
Orive, la editorial La Azotea que, lejos de aludir a las alturas de
una elite, alude a un espacio que podría definirse como propio y familiar
pero al mismo tiempo abierto. Ahora, como asesora de la Secretaría
de Cultura de la Nación y desde el Museo de Bellas Artes, está armando
una colección para seguir imponiendo –es una patriada– a la fotografía
como una de las bellas artes.
–Hoy el
lugar común es denunciar los excesos de los papparazzi.
–La manipulación de la fotografía en manos de los medios no es algo
que se inventó en la Argentina. La fotografía de prensa que está tan
en auge ahora la empezamos todos fotógrafos muy serios. Pero en la
fotografía de prensa no se trata de lo que piensa el fotógrafo, por
eso dejé y lamayoría de los que empezaron conmigo también. Porque
una cosa es lo que un fotógrafo piensa con su cabeza y otra, que tenga
que pensar de acuerdo a las directivas de la empresa que lo contrata,
adonde hasta cierto punto el fotógrafo se convierte en un brazo de
la orientación editorial. Si me dicen “hay tal acto, pero no saques
el acto en sí, tratá de detenerte en la cara de fulanito que es nuestro
personaje de tapa y de hacerle una foto ridícula”, de tener reflejos
se puede hacer una toma que sea buena. Pero el editor no va a buscar
que la toma sea buena sino que tenga los atractivos buscados para
esa tapa impactante. Hubo un fotógrafo, Marcelo Ranea, que tomó un
momento único en donde Massera caminaba por la calle cuando se suponía
que estaba preso y la foto técnicamente no admite el menor análisis,
es malísima. Hubo otro caso de una fotografía de un general con un
cuchillo que fue presentada en un concurso de fotografía en cuyo jurado
había periodistas y le dieron un premio, ¿Premio de qué? Ese tipo
de fotografía les sirve a la prensa, a los organismos de derechos
humanos, a algún juez en un crimen, lo que es muy loable, pero no
les sirve ni a la fotografía ni al arte. En esencia una foto periodística
que necesita epígrafe no sirve. Si te tienen que explicar: “Este señor
es un militar y tiene un cuchillo en la mano y lo sacó y no tiene
por qué tenerlo porque habla de impunidad, un militar no tiene por
qué ir con un cuchillo en la mano...” no es una buena fotografía.
La gente que está en una ideología especial le da una importancia
especial, pero la imagen no dice absolutamente nada: es una imagen
despatarrada, caótica. No se puede premiar una foto que no tenga un
sentido ni una foto que sea pura técnica como la que registra una
buena toma del esmalte en una uña.
–Pero hubo fotos
documentales que fueron grandes fotos.
–Está la recontrafamosa del soldado muerto de Capra. Pero esa foto
no me tiene que contar nada con palabras. La ponés en la tapa de un
diario con la palabra “Guerra” y ya está. No te tiene que decir es
un señor de tal nacionalidad y que lo estaban matando. O esa foto
que salió hace poco de los chicos guerrilleros de la ex Birmania.
Es muy buena.
–O la
fotografía del Che muerto.
–Es una imagen de un impacto extraordinario y la prueba es que él
es el héroe de las camisetas.
–¿En el
mito del Che, es fundamental la fotografía?
–La foto del Che muerto en Bolivia es una foto muy clásica, que
tira a la foto común de un reportero, pero muy trabajada por la prensa.
En la separación de tono, por ejemplo. Eso la hace tan gráfica e impactante
y él es un muchacho tan lindo que le da un alto de héroe que es lo
contrario de lo que fue. Esa foto del Che es muy buena porque la imagen
misma es muy fuerte, más allá del contenido que uno le agregue. Con
esa mirada que parece apuntar hacia el futuro, aunque más bien fue
todo lo contrario. No sé por qué es un héroe el Che Guevara. Me gustaría
que alguien me lo explicara con fundamento.
Maria Elena Walsh,
1965 - Ernesto Sabato, 1969 - Manuel Mujica Lainez, 1969 - Victoria
Ocampo,1965
Rojos abstenerse
Sin embargo la mejor foto de Sara Facio es un foto “de prensa”. Fue
tomada en la Plaza de Mayo el 1º de julio de 1974 y se titula Los
muchachos peronistas. “Me faltó ponerle ‘La gloriosa’”, dice ahora
riéndose. Su estética es diferente de las que registraron el mismo
hecho, el pueblo peronista en duelo. No muestra el reverso del estilo
orgiástico que Leónidas Lamborghini sintetizó en su libro Las patas
en las fuentes, no es pobrista ni extorsivo, mucho menos amarillista
como el utilizado por los Oliverio Toscani nac and pop. No es fría,
pero sí contenida y austera aunque plena de sentido. Se trata del
rostro de tres muchachos y una chica. El tono de las pieles resalta
la diferencia de clases. En las expresiones de dolor hay desafío y
en el más moreno, una sonrisa en donde la tristeza no deja de deslizar
un toque de picaresca muy “peruca”. Unacinta cruza el pecho del muchacho
que está ubicado en el centro de la imagen: funciona como una profecía
en su mezcla de harapo, banda presidencial y luto. Sobre el hombro
del muchacho se apoya una mano con una alianza en un período donde
la alianza de clases en torno de un proyecto nacional podía acercar
a personajes tan disímiles como el abogado Vicente Zito Lema y a Sara
Facio. “Yo comencé con la editorial en un período adonde por la censura
no se podía hacer nada. Había prohibiciones que hoy no podés creer.
La primera exposición que prohibió la dictadura de Onganía fue una
mía con Alicia D’Amico. Eran fotos del libro Buenos Aires, Buenos
Aires que se exhibían en el Museo de Arte Moderno, arriba de donde
está hoy el San Martín. La prohibieron porque Cortázar escribió el
texto. Fue en el ‘68, cuando él se había manifestado en la Ciudad
Universitaria de París en contra del golpe. Cuando fundamos la editorial
La Azotea, el primer libro que editamos fue un ensayo sobre la locura,
de Alicia y mío que nadie quiso publicar en la Argentina, tampoco
exhibirlo porque, según nos decían, la gente no quería ver esas cosas.
Mentira. Los libreros no querían ponerlo. Y encima el autor del texto
era también Cortázar, porque en ese momento había que estar en contra
de Cortázar. Los primeros posters que hicimos, uno era con texto de
Neruda, otro de Bendetti y otro de Zito Lema. Pero yo no estaba en
la izquierda. –Pero tus elecciones sí lo parecían. –Estaba, como ellos,
en contra de lo que estaba. De la dictadura. Zito Lema era mi abogado,
joven, poeta y muy buen mozo. Hacía una poesía muy combativa y a la
vez muy lírica que a mí me gustaba mucho. Fue el primero en hablar
de los desaparecidos. Yo conocí a Duhalde y Ortega Peña en casa de
Vicente. Y en el diario Noticias publicaron mis postales.
–Allí
tuviste un cruce con otra clase de Walsh.
–Pero siempre a partir de la inteligencia. Me gustaban esos tipos
brillantes con ideas fuertes y contundentes. Pero ideológicamente
estábamos en las antípodas, sobre todo porque yo estoy en contra de
la violencia, de la guerrilla y del Che Guevara, que ha hecho siempre
una apología de la muerte porque se ha llegado a glorificar que haya
gente que si se la mata está bien, pero a otra está mal. Para mí el
crimen es uno solo.
–Entonces
se hablaba de la violencia de arriba que disparaba a la de abajo...
–Eso de las buenas intenciones conmigo no va. Además me da la sensación
de que el Che es un personaje del resentimiento como son tantos. El
Che es un invento de los intelectuales. Obviamente yo adherí a la
Revolución Cubana. En el ‘59 me pareció genial que sacaran al asesino
de Batista, pero no que ellos después hicieran lo mismo... Ahora dicen
que hay un restaurante pituquísimo de cuatro mesas en La Habana Vieja
la de la película Fresa y Chocolate adonde va a ir la izquierda caviar.
Entonces va a ser lo mismo que cuando estaba Batista, pero con gente
mal vestida. Además en los sesenta, en la época del 007, estábamos
con todo lo moderno y el Che venía a ser el héroe con un revólver
en la selva, ¡dejate de jorobar! Hace poco leí un epígrafe adonde
Abelardo Castillo se reivindicaba de izquierda porque si Chaplin,
Picasso y Neruda lo eran, por algo sería. Eso es absurdo. Porque en
los años 20, 30 y hasta 40 esa gente era de izquierda porque no se
podía ser otra cosa ante el avance de un Hitler o un Mussolini. Eran
de izquierda por estar en contra de lo que había, pero después Chaplin
se fue a vivir a Suiza, no a un país del Este. Neruda estaba enamorado
de Salvador Allende, pero odiaba toda esa izquierda violenta que había
n Chile. Y nadie usó mejor el sistema capitalista como Picasso ni
se apoyó tanto en el poder económico. Si todos ellos vivieran, serían
liberales.
–Quizás
lo que tenías en común con tus amigos de izquierda era cierta reivindicación
de lo nacional.
–Que me perdone Vargas Llosa, pero sigo siendo nacionalista. Odio
a nuestra clase media dirigente que aún piensa que lo mejor es lo
extranjero. El otro día, en un artículo, cité a dos argentinas y a
una francesa y me dejaron solamente a la francesa. Cuando empezamos
con La Azotea publicamos postales de Henri Cartier Bresson y André
Kertesz, que nos dieron fotos de ellos para apoyarnos. Luego empezamos
las postales de Las hechiceras con una foto de Colette y otra de Cocó
Chanel. Pero no era nuestro objetivo. Por más grandes que fueran esos
fotógrafos, queríamos publicar sólo latinoamericanos. La Azotea fue
la editorial que descubrió a este guatemalteco que después se hizo
tan famoso, Luis González Palma. Después, para tener un poco más de
entradas y no fundirnos tanto empecé con una nueva colección que se
llama Los nuestros que es más temática. Y Foto de escritor que muestra
que también en Latinoamérica hay un pensamiento, no solamente hambre
y miseria. En ese sentido podía haber alguna conexión con mis amigos
de izquierda.
Arte
y pulcritud
A la linda morocha de labios pintados que toleraba a la izquierda
sólo si llevaba el pasaporte de la inteligencia y podía entrar en
su museo latinoamricano de grandes admirables le obsesiona la pulcritud
y sólo justifica los grandes equipos y los chalecos multibolsillo,
que dan a los fotógrafos la apariencia de equecos, en los reporteros
de safaris. “Pienso que de haber sido más joven me hubiera adaptado.
Pero en los setenta no era fácil, sobre todo siendo mujer. En los
medios gráficos las mujeres entonces eran unas parias. Todavía hoy.
El otro día estuve en una reunión social y me encontré con una amiga
fotógrafa y me sorprendí totalmente porque la vi peinada, maquillada,
preciosa y con un vestido brutal. Casi no la reconocí. Porque, habitualmente,
para ser aceptada por los muchachos se tiene que disfrazar de fotógrafa,
ir desaliñada, sinpintura, despeinada. Cuando yo empecé a hacer fotos,
todas las funciones del Colón eran de gala –no como ahora que todos
van de cualquier forma–. Y los fotógrafos tenían que ir de smoking
y, si era una fotógrafa, de largo. Annmarie Heinrich y Lisl Steiner
trabajaban con traje de noche. Hoy te avergüenza ver en una reunión
de cancilleres en un hotel 5 estrellas a un grupo de zaparrastrosos
que son los fotógrafos. En Nueva York, en el Waldorf seguro que nos
los dejan entrar, en el Ritz de París menos.
–Será un poco
conservar la mitología del corresponsal de guerra y la idea de la
foto peligrosa. –¡Creen que están en Sierra Maestra con el Che,
pero no, están en el lobby del Sheraton! Y las chicas, jóvenes y monas,
tienen que vestirse así para que los muchachos las acepten. Cuando
me tocaban las famosas esperas en la puerta de la CGT de los Perón,
de los Rucci, de los Vandor, yo iba con pantalones porque los usé
toda mi vida, hasta cuando no se usaban -¡si no se usaban mejor!–,
pero iba peinada y limpia. ¡Me gusta bañarme y pintarme. Es un defecto
que tengo! Y todos me miraban raro por eso. Y a María Cristina Orive,
mi socia, más porque encima es muy fina. Porque para parecer fotógrafo
tenés que estar sentado en el suelo, rodeado de bolsos, bien cargados
como si acabaras de llegar del Africa. Esa misma pulcritud le hizo
patear a Sara Facio el tablero de los ensueños boquenses de Osvaldo
Soriano: –Le fui a tomar fotografías a su casa. Me pareció simpatiquísimo
y nos hicimos muy compinches. Me empezó a hablar de lo enamorado que
estaba de su hijo, un chico rubio, precioso, de cómo le había cambiado
la vida. Entonces le dije: “Ya que querés tanto a tu hijo, ¿por qué
no te mudás?”. “¿Qué me querés decir?”. “Lo que te quiero decir es
que no puedo estar en tu casa con este olor a podrido. Y en este barrio
que, según me contás, se inunda todo el tiempo y tenés que andar chapaleando
caca. Y el gordo se quedó mirándome.
Los muchachos peronistas
- 1974
Por
qué no leer best sellers en Bellas Artes
Sara Facio trabaja para la preservación simbólica, para que el
museo sea un lugar indiscutible y no un cruce entre la biblia y el
calefón. En un país sin instituciones esa tarea le parece de una urgencia
que no puede ser sustituida por las vacunas de cultura que se proporciona
poniendo a un Plácido Domingo cantando en una plaza o por los políticos
peatones que salen de gira para tener un tuch de roce popular. Tampoco
le impresionan las promesas fotográficas del futuro en relación con
lo que han obtenido en el pasado hombres y mujeres munidos con morrudas
máquinas de cajón.
–¿Qué puede salir de los nuevos recursos técnicos?
–Estuve en la Guggenheim de Bilbao viendo una exposición de fotografía
digital. Me gustó, pero lo que no me gustaron fueron los resultados.
No veo nada que se aparte de una forma creativa estética y de contenido
de lo que fue la fotografía del siglo pasado. En cine cada vez está
peor la imitación de lo que fue el cine de otras décadas. Ahora se
estrenó una película que es la recreación de una de Rosellini y sin
duda será muy bonita y nostálgica, pero no va a agregar nada que no
sea que la chica, que es muy mona, va a ser, seguramente, más linda
que Anna Magnani. Tiene que haber otro tipo de cosa que Pizza birra,
faso o Mundo Grúa que han sido cosas recontravistas por los ingleses
de la época de Thatcher o por el neorrealismo italiano. Lo que hay
no sirve, es malo. ¡Tiene que haber otra cosa! –Hoy la política cultural
pasa por llevar a Fito Páez al Colón. –Llevar al negro Rada al Colón,
a Les Luthiers o a Páez es una frivolidad que no tiene nombre porque
no le agrega nada artísticamente a esa gente. A Mercedes Sosa la escucho
mejor que en el Colón, en una churrasquería y encima sentada al lado.
Lo mismo que puedo escuchar todo lo grande que es Charly García en
una playa. En cambio Marta Argerich tocando en el Luna Park pierde
toda su sutileza. Porque el cuarteto AlbanBerg se tiene que escuchar
en el Colón y no en un estadio. Entonces los que auspician eso son
unos ignorantes que están haciendo demagogia total. Del mismo modo
un museo tiene que poner toda su capacidad e inteligencia en llevar
una línea adonde lo más importante sea el patrimonio y las pocas exposiciones
temporales que haga sean de artistas que tengan una consistencia,
un equilibrio entre la técnica y el contenido. Sobre todo importantes.
Esto no quiere decir que sean viejos o consagrados. Que haya jóvenes,
pero en menos dosis. Quiero decir que se privilegie el arte indiscutido
porque eso es educar a la gente. Cuando fueron 300.000 personas a
verlo a Berni, lo importante fue que la gente valoró que ése era un
gran artista y que era argentino. Porque estaba bien expuesto, porque
estaba valorado con toda la amplitud y la grandeza de un artista en
un museo. Lo mismo la Biblioteca Nacional. Tiene que ser un lugar
de estudios superiores, ¿cómo va a ser un lugar para darles originales
inhallables a los estudiantes secundarios? ¿Para qué queremos una
biblioteca nacional? ¿Para que vayan los chicos? ¿A la Gran Biblioteca
de París van los chicos? Eso no es elitismo, sino exigir que las cosas
estén hechas para los intereses para los que han sido creadas. La
Biblioteca Nacional no es para que vayan los estudiantes a juntar
datos, para eso están las municipales. Sino es como ir a la Biblioteca
de Bellas Artes a leer un best seller. Cuando Van Gogh iba al Louvre
no era para ver a un tipo que pintaba como él. Iba a ver a los maestros
de los que deseaba aprender.
–Ese fue el criterio
con que manejaste la Fotogalería del San Martín.
–Tres años antes del ‘85, que fue cuando empecé, me había llamado
el eterno director del San Martín que es Kive Staif para que hiciera
algo. Vos sabés que, por suerte –como deber ser– Kive es un tipo muy
autoritario y yo también, porque sino sería imposible dirigir una
cosa con una línea determinada, saldría una cosa blandengue. Yo pedí
entonces una serie de condiciones, por ejemplo que la galería fuera
galería de fotos y ninguna otra cosa, que no me vinieran después con
que el mes que viene iba a haber una exposición de cuadros o de grabados.
Nada. ¡Fotos! Debía sentarse ese antecedente. Después exigí marcos
porque, hasta ese momento todas las exposiciones que se hacían en
Buenos Aires estaban pegadas con chinches o con durex, aun en las
fundaciones más prestigiosas. Y luego pedí que se hicieran editar
catálogos para que le gente supiera lo que estaba viendo –sobre todo
aquellos que menos acceso tuvieran a la estética de la fotografía–.
Y escritos en un lenguaje claro y culto, no claro y banal. No críticas
de arte crípticas y cerradas. Y esa política duró trece años. Y estoy
reorgullosa, porque desde entonces todas las exposiciones de fotografía
tienen una dignidad que antes no tenían. De iluminación, de presentación,
de “curación”. Hasta empezaron a darse cuenta de qué quería decir
realmente la palabra “curar” una muestra: cuidar. Valorar al artista
y valorar la obra en lugar del entorno, lo contrario de hacer exposiciones
colectivas para que nadie sobresalga: que cada exposición sea única.
Y hasta que se pudo cumplir con todo eso pasaron tres años.
–Pero
existen otros criterios.
–Claro. Y yo te doy la fórmula. Así que ponela en un recuadrito. Tanto
para hacer una exposición en una galería como en el Museo de Arte
Moderno. Hacés una foto grande –ésa es la condición sine qua non–
del mar. A eso le agregás lengüitas de lobos marinos, rociás todo
con esperma de ballena y la colgás, ¿no es una foto bárbara?
–Terrorista.
–Por supuesto que cuando tiene un sentido es bueno. Picasso hacía
collages. Pero poner en Buenos Aires no duerme montones de fotografías
pegadas con plasticola es una barbaridad. Claro que la culpa no la
tienen los productores de imágenes sino la gente que dirige. Porque
la culpa essiempre del que sabe más. Entonces viene la gran confusión.
El crítico dice: “Bueno, si lo exhibe el Museo debe ser bueno”. La
gente que va, a lo mejor honestamente, aunque no le guste dice también:
“Pero si está en el Museo...”. Todo nace de la ignorancia y de la
demagogia que, como se sabe, no las inventó Menem. Pero no importa
porque, como dicen en el barrio: “la verdad siempre se sabe”.
–¿Entonces?
–Yo sigo prefiriendo el retrato de Gloria Swanson de Staichen.
Cualquiera de Richard Avedon es de una belleza superlativa. En una
zona más íntima me gustan las de Cartier Bresson o Kertesz. Ellos
son los Picasso, los Braque y los Miró de la fotografía.
–¿Cómo sintetizarías
tu obra como fotógrafa?
–Lo que yo hago en fotografía es para lograr que el día que yo
me muera no digan que se murió una vaca sino que se murió una persona
que vio eso. Y lo que yo vi está en mis fotos. Como si dijera “ésta
es mi ciudad, mi gente, la que admiro, la que me gusta”. Ese es mi
canon.