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por Italo Moriconi,
desde Río de Janeiro

Escrito en 1976, publicado un mes antes de la internación que culminó con su muerte en diciembre de 1977, La hora de la estrella forma parte de un grupo de textos que, en el contexto de la obra de Clarice Lispector, ponen en escena el final, sobre todo como disolución. Final de la vida, final de la carrera, final de la obra. Una etapa de su escritura que Clarice misma llamó “la hora de la basura”, cuando respondió a las críticas hechas al libro de cuentos El vía crucis del cuerpo (1974), críticas que condenaron el carácter esquemático de sus relatos y una supuesta crudeza en el tratamiento de las temáticas sexuales. Hora de la estrella, hora de la basura.
La “hora de la basura” cubre un período relativamente corto de la obra de Clarice Lispector e incluye sus últimos escritos posteriores a Agua viva (1973), hasta el póstumo Un soplo de vida (escrito entre 1974 y 1977), que ahora se traduce al castellano. Representa un momento de radicalización en una trayectoria leída desde el comienzo por todas las vertientes de la moderna crítica literaria brasileña como radical o idiosincrática.
Como inflexión radical, los textos de “la hora de la basura” mantienen estrecha vinculación con Agua viva y forman parte del mismo gesto estético que establece una dialéctica paradójica o ambivalente entre lo sublime y la desublimación. Si Agua viva todavía puede ser leído en la clave de un “sublime femenino”, asociado a la valorización de los actos sublimes de pintar y/o escribir –rasgo decisivo ya en el primer libro de Clarice (Cerca del corazón salvaje, 1944)–, en La hora de la estrella se verifica una inversión total de ese juego. El narrador y/o protagonista femenino es sustituido por la brutal y sádica voz (a pesar de su apariencia titubeante) de un narrador masculino. El acto narrativo hace concesiones mínimas a lo que no sea sarcástico o grotesco. El propio carácter del juego dialéctico entre sublime/desublimado, tan evidente en Agua viva, con su apelación frecuente a lo meramente orgánico y visceral, está aquí por completo ausente. “La hora de la basura” es el rechazo de cualquier sublimación. En ese sentido –valiéndonos de la ingeniosa ecuación concretista– podría decirse que Agua viva representa el momento de lujo (luxo) imprescindible en la configuración de la basura (lixo) como categoría estética.

Una chica difícil

El diagnóstico del “caso Clarice” como radical o idiosincrático se explica, en un primer momento, por su inadecuación a la hegemonía de los valores nacionalistas, historicistas y referencialistas hegemónicos en la valoración crítica de la literatura en el canon modernista. Clarice Lispector aparece en el escenario literario en 1944 proponiendo una ficción subjetivista y una retórica no mimética, llena de metaforizaciones, desvíos violentos, extrañamientos provocados por un sistema narrativo dominado por las descripciones alusivas y fundado en una intensa atención a lo sensible y al detalle. Lispector abría para la literatura brasileña la puerta de una vertiente sofisticada, que mostraba cómo a partir de la introspección podía constituirse una mirada moral o existencial.
Distinguiéndose de las novelas de sus contemporáneos –Cornelio Pena, Otavio de Faria, Lucio Cardoso, entre otros–, Cerca del corazón salvaje, la primera publicación de Clarice, fue leída como sorprendente sobre todo por su carácter experimental, sumado a un explícito (aunque no total) compromiso de la escritura (y del arte en general) con el costado sombrío de la existencia: el mal, el pecado, el crimen.
Con el correr del tiempo, ese componente experimental se acentuó, sufriendo inflexiones diversas y configurando una evolución que, si por un lado apeló a la dimensión lineal y previsible, por el otro apuntó hacia un ordenamiento alrededor de la repetición. Tal dinámica se intensificó después de Una manzana en la oscuridad (1961), mediante la radicalización de los elementos autoreflexivos propios de la lógica textual vanguardista. Ejemplos cabales son La pasión según GH (1964) y Un aprendizaje, o Libro de los placeres (1969). El primero reescribe en clave femenina el mito kafkiano del hombre-insecto. En cuanto a Un aprendizaje, basta recordar que el texto comienza con una coma, señalando de entrada su carácter de pura escritura.

Cómo decir
En cierto sentido, los textos producidos durante el período que llamamos La hora de la basura ponen en escena los límites y la extenuación de un proyecto de progresiva radicalización de la escritura autoreflexiva. Desde el punto de vista estético, plantean el más espectacular de los finales, que probablemente determina todos los demás: el fin del modernismo.
Desde un punto de vista descriptivo, los textos de “la hora de la basura”, desde Agua viva hasta Un soplo de vida, se caracterizan por el fragmentarismo extremo. Los libros se vuelven cortos; los relatos, esquemáticos y nerviosos. Los títulos de esta etapa son, en última instancia, montajes de fragmentos unidos por algún (a veces tenue) hilo conductor.
Ese fragmentarismo radical es correlativo de una intensa actividad periodística. Clarice publica fragmentos de sus libros y relatos como parte de las crónicas que escribe para el diario Jornal do Brasil, con el cual colabora semanalmente entre 1967 y 1973. Por otro lado, las crónicas periodísticas que publica asumen frecuentemente un tono “literario” y filosofante, con las reflexiones, meditaciones, metáforas y juegos irónicos típicos de sus textos literarios. Se crea, así, una porosidad entre dos géneros, un sistema de intercambios erráticos, que se asocian en la permanente reescritura que Clarice practica.
La hora de la basura se fundamenta, pues, en una dualidad entre lo literario y lo periodístico, entre lo erudito-vanguardista y lo kitsch, entre el buen y el mal gusto, entre lo alto y lo bajo, entre la poesía y el cliché, entre lo irónico y lo sentimental. Es que, tradicionalmente, la crónica es un género paraliterario dirigido, en la cultura brasileña de los años 50/60, a lectores “sensibles”.
La hora de la basura desarrolla, entonces, sus dos caras. El costado popular en la crónica “meditativa”: en la década del setenta, amar a Clarice se volvió un mito de la cultura brasileña, porque significaba declararse sensible (o también: sensitivo). Por otro lado, el costado literario experimental-vanguardista en los libros, en los cuales lo “bajo” del cliché sentimental-existencial se entrelaza con el extrañamiento provocado por la complejidad de un lenguaje autorreferencial, propio del alto modernismo.

La disolución
En Agua viva, La hora de la estrella y Un soplo de vida domina el deseo del narrador por crear efectos de simultaneidad entre los hechos narrados y la escritura, que se propone como una inscripción simultánea del proceso por el cual un pensar/sentir se hace efectivo. Para usar la expresión acuñada en Agua viva, una escritura del instante-já.
Una simultaneidad semejante entre escritura y pensamiento/sentimiento es correlativa de una filosofía sobre la subjetividad. En las obras previas a Agua viva la narración avanza a través del juego clásico entre un narrador y los personajes. En los textos de este período, por el contrario, el escenario aparece completamente dislocado. La filosofía de la subjetividad en Clarice pasa a concentrarse exclusivamente en un yo que es un ego scriptor, se trate de un yo naïf, como en el caso de la pintora que resuelve dedicarse a escribir en Agua viva, o de un autor experimentado –femenino en La hora de la estrella, masculino y femenino en Un soplo de vida.

Escribir es morir un poco
En la escena final de La hora de la estrella, un auto marca Mercedes Benz atropella a Macabéa, su protagonista. Esa muerte acentúa la victoria de la artificiosidad de la escritura sobre la piedad social como móvil de la creación artística. “¿El final fue suficientemente dramático para vuestras necesidades?”, pregunta al lector el más cínico de los narradores creados por Clarice Lispector. En la cuneta, el cuerpo muerto de Macabéa alegoriza no sólo un cierto concepto de ego scriptor sino, sobretodo, una imagen impiadosa de la misma Clarice, en la hora final. El mismo narrador, el sadomasoquista Rodrigo, bien puede ser una imagen travestida de la autora, cuando dice:
Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: sobro, y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por desesperación y por cansancio. No soporto más la rutina de ser yo mismo, y si no fuese por la novedad que siempre representa escribir, moriría simbólicamente todos los días. Pero estoy preparado para salir discretamente por la puerta del fondo. Experimenté casi todo, incluso la pasión y la desesperación. Ahora sólo querría tener lo que pude haber sido y no fui.

Casi un libro
De todos los textos de la etapa final de Clarice, Un soplo de vida es el más intensamente fragmentario. En primer término, el libro, tal como lo conocemos, existe gracias a la intervención de Olga Borelli, la amiga de Clarice que la acompañó de cerca en la enfermedad y en la muerte y a quien la autora confió la tarea de organizar el manuscrito. Se podría sostener, pues, la hipótesis de que Clarice nunca quiso que Un soplo de vida se totalizara bajo la forma clásica de unidad dada por la firma autoral. La misma noción moderna de “libro de literatura” se desmorona con la transferencia de la responsabilidad autoral a otra persona. Desde el punto de vista operativo, hay un cierto paralelo entre Agua viva y Un soplo de vida, pues el primer título también fue producido a partir de una masa semicaótica de papeles que Clarice ordeno sólo después de escuchar las sugerencias de los primeros lectores a los que mostró el manuscrito.
Si bien es cierto que por un lado Un soplo de vida encuentra un principio básico de estructuración en la confrontación entre dos figuras de escritor llamadas “Autor” y “Angela Pralini”, por el otro elimina completamente cualquier tipo de dimensión narrativa o dramática, cualquier vislumbre de sentido totalizador. No hay enredo narrativo, no hay clímax (y debe tenerse en cuenta que fue precisamente en la construcción de clímax que la narradora Clarice fue maestra) y, sobre todo, no hay siquiera coherencia o rigor en la diferenciación entre “Autor” y “Angela”, a no ser el hecho de que el primero ocupa siempre una posición metanarrativa y la segunda una posición más enfáticamente ambigua entre el narrador y el personaje -.reduplicando de otra forma el experimento realizado con la figura de Rodrigo S.M. en La hora de la estrella.
Al igual que ese penúltimo texto, Un soplo de vida se apoya en un gesto radicalmente desublimador y opta por la caricatura. Sólo que aquí la caricatura, además de menos evidente, no es una estrategia que sirva para revelar el absurdo de la relación entre intelectuales y pobreza en Brasil. En Un soplo, a través de la figura de Angela Pralini se caricaturiza el tipo de escritora que había proporcionado el modelo mismo sobre el cual Clarice construyó su reputación, su propia personalidad literaria: la mujer que, asaltada desde el fondo de su soledad por fantasmas pulsionales, escribe maníacamente, movida por la obsesión, desde siempre predestinada al fracaso, a perseguir sin éxito la esencia intangible del ser en general. En ese sentido, buena parte de lo que Angela Pralini escribe pone en escena de manera exasperada e impúdica el núcleo extremadamente kitsch y subliterario que fundamenta aquella imagen y aquel proyecto, en una parodia, por exageración, del sublime femenino, en lo que tiene tanto de egocentrismo cuanto de apelación a alguna de las formas de “Dios” para legitimar algo que no es sino el ejercicio de una grafomanía. O sea: la escritura como doble gráfico de los movimientos afectivos.

Pulso. Latido.
Más allá de la grafomanía sin la cual ningún ser alfabetizado puede existir para sí, la escritura responde a una demanda de piedad social, o a una demanda de lucro del mercado, o es lenguaje espurio que satisface las demandas de buenos sentimientos y de mitos sorprendentes en el interior de los circuitos de suceso y consagración. Es así que la ficción de Clarice define el espacio literario en su hora de la basura. Si el juego de espejos entre Autor y Angela Pralini proporciona la estructura básica de Un soplo de vida, podemos también decir que, con este cuasi-libro, Clarice pretende romper el espejo en el que se proyectaba su imagen de gran escritora. Clarice no quiso morir presa de esa imagen. Tal como el Autor declara a cierta altura:
Quiero reiventarme. Y para eso tengo que abdicar de toda mi obra y comenzar humildemente, sin endiosamientos. Un comienzo en el que no haya residuos de ningún hábito, tic o habilidad. Tengo que dejar de lado el know-how. Para eso, me expongo a un nuevo tipo de ficción, que todavía no sé cómo manejar.r

trad. Daniel Link

Un soplo de vida

Por Clarice Lispector

Esto no es una lamentación, es el grito de un ave de rapiña. Irisada e inquieta. Un beso en la cara muerta.
Escribo como si fuese a salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida. Vivir es una especie de locura que la muerte comete. Porque en ellos vivimos, vivan los muertos.
De repente las cosas no tienen por qué tener sentido. Me satisfago en ser. ¿Tú eres? Estoy seguro de que sí. El sinsentido de las cosas me provoca una sonrisa de complacencia. Todo, sin duda, debe de estar siendo lo que es.
Hoy es un día de nada. Hoy es hora cero. ¿Existe por casualidad un número que no sea nada? ¿Qué es menos que cero? ¿Qué comienza en lo que nunca ha comenzado porque siempre era?, y, ¿era antes de siempre? Me adhiero a esta ausencia vital y rejuvenezco por entero, al mismo tiempo contenido y total. Redondo sin principio ni fin, soy el punto antes del cero y del punto final. Camino sin parar del cero al infinito. Pero al mismo tiempo todo es tan fugaz. Siempre fui e inmediatamente dejaba de ser. El día transcurre a su aire y hay abismos de silencio en mí. La sombra de mi alma es el cuerpo. El cuerpo es la sombra de mi alma. Este libro es la sombra de mí. Pido la venia para pasar. Me siento culpable cuando no os obedezco. Soy feliz a deshora. Infeliz cuando todos bailan. Me dijeron que los lisiados se regocijan y también me dijeron que los ciegos se alegran. Y es que los infelices se resarcen.
Nunca la vida ha sido tan actual como hoy: por un tris no es el futuro. El tiempo para mí significa disgregación de la materia. La putrefacción de lo orgánico, como si el tiempo fuese un gusano dentro de un fruto y le robase al fruto toda su pulpa. El tiempo no existe. Lo que llamamos tiempo es el movimiento de evolución de las cosas, pero el tiempo en sí no existe. O existe inmutable y en él nos trasladamos. El tiempo pasa demasiado deprisa y la vida es tan corta. Entonces para no ser presa de la voracidad de las horas y de las novedades, que hacen pasar el tiempo deprisa cultivo una especie de tedio. Saboreo así cada detestable minuto. Y cultivo también el vacío silencio de la eternidad de la especie. Quiero vivir muchos minutos en un solo minuto. Quiero multiplicarme para poder abarcar incluso esas áreas desérticas que dan idea de inmovilidad eterna. En la eternidad no existe el tiempo. Noche y día son contrarios porque son el tiempo y el tiempo no se divide. De ahora en adelante el tiempo será siempre actual. Hoy es hoy. Me sorprendo y al mismo tiempo desconfío de tanto que me es dado. Y mañana tendré de nuevo un hoy. Hay algo doloroso y tajante en vivir el hoy. El paroxismo de la nota más fina y alta de un violín insistente. Pero está el hábito y el hábito anestesia. El aguijón de la abeja del día floreciente de hoy. Gracias a Dios, tengo qué comer. El pan nuestro de cada día.
Querría escribir un libro. Pero ¿dónde están las palabras? Se agotaron los significados. Nos comunicamos como sordomudos con las manos. Querría que me diesen permiso para escribir a un son arpado y agreste la escoria de la palabra. Y prescindir de ser discursivo. Así: polución.
¿Escribo o no escribo?
Saber desistir. Retirarse o no retirarse: ésta es muchas veces la cuestión para un jugador. A nadie le enseñan el arte de retirarse. Y no hay nada de raro en la situación angustiosa en la que debo decidir si tiene algún sentido continuar jugando. ¿Seré capaz de retirarme dignamente? ¿O soy de los que se obstinan en seguir aguardando a que algo ocurra? ¿Algo como, por ejemplo, el propio fin del mundo? ¿Mi muerte súbita acaso, hipótesis que volvería superfluo mi desistimiento?
No quiero competir en una carrera conmigo mismo. Un hecho. ¿Cómo se vuelve al hecho? ¿Debo interesarme por el acontecimiento? ¿Podría descender hasta el punto de llenar las páginas con informaciones sobre los “hechos”? ¿Debo imaginar una historia o doy rienda suelta a la inspiración caótica? Tanta falsa inspiración. ¿Y si viene la verdadera y no llego a tomar conciencia de ella? ¿Será demasiado horrible querer adentrarse en uno mismo hasta el límpido yo? Sí, y cuando el yo comienza a no existir, a no reivindicar nada, comienza a formar parte del árbol de la vida: eso es lo que lucho por alcanzar. Olvidarse de sí mismo y no obstante vivir intensamente.
Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: las palabras que digo esconden otras: ¿cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo.
Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo. Como si éste levitase. Mi espíritu está vacío por tanta felicidad. Tengo ahora una libertad íntima sólo comparable a un cabalgar sin destino a campo traviesa. Estoy libre de destino. ¿Sería mi destino alcanzar la libertad? No hay una arruga en mi espíritu, que se explaya en espuma fugaz. Ya no me siento acosado. Estado de gracia.


Traducción de Mario Merlino para
editorial Siruela (Madrid, 1999)

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