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por Andrew Graham-Yooll,
desde Edimburgo

¿Qué viene después de la revolución? La internacionalización, quizás. Eso, al menos, parece ser lo que piensa la nueva generación de escritores escoceses, que por primera vez en trescientos años se siente más europea que escocesa de pura malta. El referéndum de setiembre de 1997 que le otorgó autonomía a Escocia dentro del Reino Unido parece ser un evento del pasado remoto, pero ese voto de Sí a la creación de un Parlamento en Edimburgo –perdido en 1707 luego del acta de unión con Inglaterra– ha transformado el humor del país.
“También nos ha dejado sin una causa”, bromea Alasdair Gray, una de las principales figuras de la literatura de Escocia, para inmediatamente retractarse. “No es para tanto. Somos escoceses, y en mi caso socialista. Pero ahora vamos a tener que demostrar, además, que somos escritores, y no sólo ciudadanos comprometidos políticamente, nacionalistas, o socialistas.”
Socialista desde siempre –como la mayoría de sus conciudadanos de Glasgow–, subversivo, seco de humor pero asiduo a la bebida, Gray es también el padrino de la literatura escocesa actual. Llegó tarde a la edición, rayando los cincuenta años. En 1981 publicó Lanark, su primera novela, un texto caótico que combina la fantasía con el sentido poético y que hoy es considerado el Cien años de soledad de los escoceses. Gray ha sido traducido por lo menos diez a idiomas, incluido el castellano. Lanark apareció en Blanco Satén (Barcelona, 1990), Unlikely Stories (Historias poco probables) en Minotauro y Anagrama publicó sus libros Something Leather (Vestida de cuero) y Poor Things (Pobres criaturas) en 1993. Pobres criaturas ganó los prestigiosos premios británicos Whitbread y Guardian en 1992.
Gray, rebelde en toda su producción, insiste en cuidar sus libros hasta el mínimo detalle, diseña sus propias portadas y, como profesor de arte en la secundaria y tipógrafo que alguna vez fue, reintrodujo el concepto olvidado de la novela ilustrada en Pobres criaturas, que lleva sus propias ilustraciones. Era de lejos el más conocido de los escoceses hasta la llegada al escenario de su amigo, el multipremiado James Kelman (premio Booker), difícil de traducir porque se aferra a la dureza del dialecto de la clase trabajadora de Glasgow, dialecto que muchas veces requiere de subtítulos o voice-over en la televisión británica, aun cuando quienes hablan dicen estar haciéndolo en inglés. Kelman se ha destacado, sobre todo, por su minuciosa atención a los menores detalles (como describir la presencia de una mezcla de aserrín y vómito en la botamanga del pantalón de un maestro en A Disaffection, 1989).
Mientras tanto avanzaba Allison L. Kennedy, desde hace un par de años la escocesa más traducida a otros idiomas. Su última novela, Everything you Need (Todo lo que necesite), fue publicada en 1999. Fue la única escritora escocesa en aparecer en las listas de los veinte autores en inglés más conocidos en el mundo confeccionadas por los diarios ingleses The Observer y The Times.Generación X
Irvine Welsh fue omitido de esa lista quizás porque, pese a su enorme éxito, sus novelas son difíciles de comprender aun en las versiones originales. Su uso del idioma en el mundo del drugs, rave and rebellion necesita, siempre, de intérpretes especializados o glosarios. Welsh es, sobre todo, el autor de Trainspotting (1993), novela y luego película que revolucionó el concepto de literatura y de cine en Escocia. Welsh proviene de la generación de la revista Rebel Inc –nombre que juega con el sentido de la palabra ink (tinta) y la abreviatura Inc. (incorporated), fundada por el fabuloso académico, escritor y poeta escocés Philip Hobsbawm, que tuvo enorme influencia en la obra del escritor Kevin Williamson. Hobsbawm fue también catalizador del mundo del Edinburgh Beat, un movimiento ya extinguido, probablemente por sus excesos en el circuito de la droga, las rave y la disconformidad.

“Ya no hay ese ambiente de escritores que se reunían para discutir, pelearse y emborracharse ferozmente. Supongo que las drogas reemplazaron a las borracheras, pero ahora no sé lo que harán. No existe la idea de tertulias, o de movimiento. Somos ahora los
escritores del disloque”. Chris Dolan

La tercera novela de Welsh (después de Marabou Stork Nightmares, 1995), no tan conocida como su primera, fue Filth (Roña), editada por Jonathan Cape en 1998. El personaje principal de Filth es un detective, Bruce Robertson, de la brigada de Edimburgo, alcohólico, sexópata y arrogante. Ya en la página seis el lector lo detesta por su intolerable vanidad y su desconsiderada brutalidad. De una anciana jubilada que ha sufrido un asalto, Bruce comenta: Ya fuckin dirty fanny-flapped faced old hoor! A fuss over fuckin nowt (algo así como “Puta vieja sucia cara de culo caído. ¿De qué carajo te quejás?”). Es casi una parodia del otro detective de Edimburgo, el Inspector Rebus, personaje de las populares novelas policiales de Ian Rankin.
“Trainspotting marcó un antes y un después para Escocia ante el mundo, pero nuestros tiempos literarios pueden considerarse de otra forma”, puntualiza el escritor Chris Dolan (1958), autor de la premiada colección de cuentos Poor Angels (Pobres ángeles, 1995), entre varias novelas y trabajos para cine y teatro. “Tenemos tres generaciones, y tres períodos, que se superponen en algunos casos. En lo que fue la segunda mitad del siglo XX, hay una etapa que llegó hasta 1979, el año en que fracasó rotundamente el nacionalismo y se votó contra la autonomía. Ahí parecía terminar todo. Sucedió poco antes de la derrota del laborista Jim Callaghan por el conservadurismo de Margaret Thatcher. Fue una etapa de una enorme sensación de fracaso. El próximo período recorre menos de una década, hasta 1987, cuando en las elecciones parlamentarias el conservadurismo queda casi excluido de Escocia por crecimiento del nacionalismo y del laborismo. A partir de ahí hay una nueva militancia y un optimismo que no se conocía antes, hasta el voto por la aut

Integración y desarrollo
El próximo paso sería entonces será la independencia de Escocia en 2003, tal como la reclaman los nacionalistas escoceses. “No creo que eso pase de un debate político limitado a los políticos del nacionalismo, por ahora”, puntualiza Dolan y agrega: “El gran coagulante psicológico fue la autonomía, el voto por el Sí. Durante años no se pensó en otra cosa que no fuera cómo cortar con el dominio de Londres. En todo el Reino Unido hubo hombres y mujeres –artistas, actores, hasta científicos– que vinieron a Escocia sólo para apoyar la autonomía, para decirle No a Inglaterra. Al final hubo mucho de moda farandulera para todo el que tuviera alguna conexión escocesa. Ahora hay que dejar de decirle que No a todo y poder decirle Sí a las cosas, a mayores derechos federales, mayor participación en Europa, y eso es lo importante”.
En la perspectiva de Dolan, “las limitaciones que constituyen ser antiinglés y anticolonialista full-time son agotadores. Ahora tenemos que empezar a ser más escritores, más artistas. Hay que salir del encierro del ‘escritor escocés’. Edimburgo tiene su vida y sus movimientos interculturales como toda capital. En Glasgow hay una creciente comunidad asiática, una gran y creciente colectividad judía, hay lituanos recién venidos y, desde siempre, una nutrida comunidad centro-europea, además de una enorme presencia irlandesa. Todo eso se está integrando y tiene que empezar a dar frutos en una nueva imagen de Escocia”.
Dolan es producto de la inmigración católica irlandesa. Firma sus libros como Chris Dolan, pero su nombre es Christopher Mario Joseph Dolan. El autor aclara: “Cristo, María y José. Mis padres quisieron enfatizar su identidad como católicos e irlandeses. Pero yo soy escocés de Glasgow. Es más, soy europeo. Tengo título universitario de Glasgow y Lisboa, me gané la vida como músico callejero, trabajé para Unesco en Venzuela, Barbados, Armenia y Namibia, soy guionista y profesor universitario, y muchas cosas más. Y todo eso tiene que ver con el lugar que tengo en Escocia”.

“Somos escoceses, y en mi caso socialista. Pero ahora vamos a tener que demostrar, además,
que somos escritores, y no sólo ciudadanos comprometidos políticamente, nacionalistas, o socialistas”
Alasdair Gray.

Tradición y ruptura
El pasado, lejano y reciente, pesa. Sentados frente a las llamas del hogar cargado con carbón en la enorme casa del siglo XIX en Marchmont Terrace, donde Alasdair Gray vive con su mujer, Morag McAlpine, y ya en la tercera botella de vino, el escritor se pregunta qué trastada planean los ingleses desde Westminster, encabezados ahora por el escocés Tony Blair. El pasado puede haber sido superado, pero la desconfianza perdura.
Dolan pondera la obra de Alasdair Gray y la diferencia de la de su amigo James Kelman. Aun cuando reconoce el papel que cumplió Gray en relación con las nuevas generaciones, admite que para el mundo es difícil reconocer lo propiamente escocés en el contexto de la literatura inglesa.
Los clásicos escoceses, que influyen todavía hoy y tienen su lugar en el Museo del Escritor de Edimburgo, incluyen a John Barbour (1320-95), Robert Henryson (1425-90), William Dunbar (1460-1520) y George Buchanan (1506-82). Luego vienen los inevitables bronces de la literatura de Escocia: el poeta máximo Robert Burns (1759-96), el prócer nacionalista Sir Walter Scott (1771-1832) y el vastamente leído Robert Louis Stevenson (1850-94), que prefirió tener a Escocia en la memoria antes que vivirla.
La generación más reciente de patriarcas escoceses ha entrado prácticamente entera en la inmortalidad. Incluye al poeta nacionalista y socialista Hugh McDiarmid (1892-1978), Sorley MacLean –Somhairle MacGillEain, en su gaélico original– (1911-1990), el poeta Norman McCaig, y los clásicos Ian Crichton-Smith y George Mackay Brown (1921-1996).
El fracaso del intento de autonomía de 1979 es constitutivo de la generación que representa el establishment actual: Tom Leonard –un prócer local, anarquista–, la conocida Liz Lochhead, Steve Mulrine, Alan Warner, el cuentista James Kelman y Alasdair Gray (ambos padrinos de la última camada).
Lo que Chris Dolan llama la generación de la fractura es la suya: Andrew O’Hagan, de origen irlandés, así como Des Dillon y Dolan, Janice Galloway, Tony Davidson y A. L. Kennedy. También Jackie Kay, escocesa de origen caribeño, premiada por su ficción y actualmente residente en Manchester, Inglaterra. El best-seller Ian Banks, que se autoproclama “subliterario”, ha popularizado lo que Dolan llama la lectura masiva de lo bien escrito. “En realidad, su escritura es muy literaria”, dice Dolan, “un fenómeno interesante en un escritor que vende a niveles de esas novelas de aeropuerto. Irvine Welsh también flota por ahí, pero al igual que Banks, sin pertenecer a grupo alguno”.

Modernidad sin modernismo
Dolan apunta con nostalgia que, a diferencia del período “contestatario”, no hay, desde 1997, movimientos en la literatura escocesa. “Se puede hablar de grupos de ciertas edades, pero que no constituyen movimientos. Además, ya no hay ese ambiente de escritores que se reunían para discutir, pelearse y emborracharse ferozmente. Supongo que las drogas reemplazaron a las borracheras, pero ahora no sé lo que harán. Debe de haber algunos que salen a emborracharse, pero ya no existe la idea de tertulias, o de movimiento. Y el alcohol no es parte de la identidad. Somos ahora los escritores del disloque. Luego del activismo de la causa única hemos pasado a dedicarnos a ser simplemente escritores.”
Es que la épica y el romanticismo de aquellos días se han disipado. “No hay Edinburgh Beat ni nada que lo suceda”, se queja Dolan. Esos eran fenómenos de comienzos de la década de los noventa. Es difícil hacer un inventario de los cambios cuando ocurren con tanta velocidad luego de décadas de inmovilidad. “Ahora vamos camino a ser más europeos, a tener una presencia por la calidad de lo escrito en un contexto y una colectividad mucho más amplia. En Inglaterra y en Escocia todavía somos bastante sexy porque seguimos siendo una novedad: los nuevos escoceses. Pero nosotros sabemos que esa moda ya no puede durar. El nuevo grupo es europeo, sin vueltas al pasado.”

Lo que queda
Hay que aclarar que la literatura inglesa, tal como se la conoce hoy, tiene una gran deuda con Escocia. Los primeros estudios serios de la literatura inglesa comienzan con las conferencias de Adam Smith (1723-90). El período del resurgimiento escocés –una etapa que los académicos ingleses prefieren ignorar– tiene su auge con el estudioso Hugh Blair (1718-1800), que, con el apoyo de Smith, dictó un ciclo de conferencias sobre las Bellas Letras en diciembre de 1759. A diferencia de su mentor Adam Smith, no se reconoce a Hugh Blair como un crítico de importancia, pero sus textos de hace dos siglos y medio ayudan ahora a cimentar las ideas de las nuevas generaciones.
Los estudios más recientes buscan identificar lo que es hegemonía inglesa sobre la literatura escocesa, para construir un argumento de diferencias e influencias. Pero fueron los escoceses mismos los que desarrollaron el refinamiento literario que luego adoptaron los ingleses y lo re-exportaron a Escocia, cambiando el título de propiedad. La desintegración del lenguaje literario de los escoceses comienza con la disolución de la Corte en 1603, y en cierta medida con la fusión del Parlamento de Escocia con el de Westminster en 1707, aun cuando estuviera integrado por una colección de nobles feudales y parasitarios.
Hay un largo camino desde Smith a Irvine Welsh, y es necesario recorrerlo para descubrir lo que ha sido una tremenda lucha contra la adecuación de la literatura de Escocia al conformismo de la lengua inglesa o para entender (o intentar descifrar) el dialecto de Glasgow que aparece en las obras de Irvine Welsh o James Kelman.
Lo que en todo caso es seguro es que, así como los irlandeses recuperaron su literatura con la modernización europea (que dejó de manifestarse sólo a través de los famosos emigrados como Joyce o Wilde o Becket), Escocia ingresa en una gran etapa literaria de renovación.

 

La vieja Escocia

por Daniel Link

Cuentos de las Tierras Altas escocesas John Francis Campbell (comp.)
trad. y edic. José Manuel de Prada Samper Siruela Madrid, 1999 288 págs. $ 19

Además de tradiciones específicas, momentos de politización y de internacionalización, movimientos de ruptura y hábitos de lenguaje, la literatura escocesa tiene su propia mitología.
En 1762, las librerías londinenses recibieron con algarabía un volumen titulado Fingal: An Ancient Epic Poem, rubricado por James Mac Pherson (1736-1796), un viejo maestro de escuela que afirmaba haber encontrado en boca de campesinos de las Tierras Altas de Escocia un poema que atribuía al legendario bardo Ossian, hijo de Fingal. Originalmente en gaélico, Mac Pherson se habría limitado a unir los fragmentos dispersos y a traducirlos al inglés en prosa poética.
Fingal y su continuación, Temora (1763), fueron rápidamente traducidos a las principales lenguas de Europa, para delicia y exaltación de las elites literarias del continente: Goethe, Herder, Lamartine y Chateaubriand leyeron esos libros y los difundieron con entusiasmo, a la par que el naciente romanticismo se lanzaba con fervorosa unanimidad al rescate de los orígenes nacionales de las diferentes culturas del continente. Fingal parecía haber encontrado, entonces, su propio lugar en el concierto de poemas épicos nacionales.
No todos, sin embargo, recibieron con el mismo entusiasmo el “hallazgo” de Mac Pherson. El literato inglés Samuel Johnson (1709-1784) denunció desde el comienzo la superchería. Era imposible –desde su (por otro lado, prejuicioso) punto de vista– que la lengua gaélica, que nunca tuvo literatura escrita, hubiera permitido la supervivencia de un canto épico por mera tradición oral. Lo que Johnson demostró a los entusiastas ojos del mundo es que Mac Pherson era un descarado falsario y la pretendida tradición gaélica, un mito sin fundamento. Lo que Johnson no alcanzaba a explicar eran los fundamentos nacionalistas y culturales del mito y de la operación Mac Pherson, así como tampoco el alborozo con el que fue recibido el hipotético Fingal. Escocia pretendía recuperar, evidentemente, su propio pasado.
En 1812 otro acontecimiento literario sacudió los espíritus europeos. Los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm publicaban en Alemania el primer volumen de los Kinder und Hausmärchen, catálogo de literatura popular alemana que impulsó la recopilación de tradiciones en toda Europa. Afecto como fue el siglo XIX a toda forma de coleccionismo, se multiplicaron las investigaciones sobre las tradiciones populares y orales en cada nación.
Fue John Francis Campbell (1821-1885), llamado en gaélico Iain Og Ile (“el joven Juan de Islay”), el principal promotor de la recolección de literatura popular oral escocesa. Perteneciente a la alta burguesía de Escocia, Campbell conocía bien, sin embargo, el gaélico popular de las Tierras Altas que, en su época, todavía hablaba la servidumbre. En 1847, Campbell comienza a redactar de memoria los cuentos que recuerda haber escuchado en su infancia. Más adelante, concibe una eficaz maquinaria para la recopilación de cuentos.
Un grupo de colaboradores con dominio del gaélico recorrería las Tierras Altas en busca de informantes y anotaría sus relatos. Uno de sus colaboradores fue John Dewart, un leñador cuyo apellido fue, por otro lado, una de las primeras marcas de scotch de la historia. Junto con una abigarrada tropa de maestros, clérigos y nativos de las Tierras Altas de los más diversos oficios, Campbell consiguió, en poco más de un año, material para los dos volúmenes que aparecieron en 1860 con el título Tales of the West Highlands (Cuentos de las Tierras Altas occidentales). En 1862, otros dos volúmenes completaban la entrega que, en total, recopilaba más de cien relatos seleccionados de entre el total de 761 que le habían enviado sus colaboradores y que él en persona había verificado in situ.
Campbell tuvo en cuenta el mal efecto que su antecesor Mac Pherson había tenido en la opinión pública cuando se descubrió su impostura y por eso su obra es extremadamente cuidadosa en la identificación de fuentes y en el respeto a los originales. Gracias al esfuerzo de Campbell por divulgar la tradición oral gaélica, había nacido el folklore escocés.
Las tradiciones escocesas tienen fuertes lazos (por razones históricas y políticas) con la cultura popular irlandesa. Durante la Baja Edad Media, la influencia inglesa fue disolviendo la lengua y la cultura gaélicas en el sur de Escocia. Las tradiciones gaélicas sobrevivieron con fuerza, sin embargo, en las Tierras Altas y en las islas, con un perfil cada vez más propio a medida que la avidez británica iba apoderándose de los diferentes reinos. Allí, en las Tierras Altas, encuentran Campbell y sus sucesores -en 1900, Alexander Carmichael publica bajo el título Carmina Gadelica una recopilación de cantos, rezos y ensalmos en gaélico– los restos de una sofisticada cultura en la cual, naturalmente, pudieron hacer pie los movimientos nacionalistas del siglo XX.
El volumen bella y sabiamente editado por José Manuel de Prada Samper ofrece una cuidadísima antología (55 cuentos) del vasto trabajo de recopilación iniciado por Campbell y sus colaboradores. Si bien es cierto que los relatos de tradición oral repiten motivos de otras tradiciones (tal como el Decamerón y los Canterbury Tales coinciden en algunos de los argumentos que recogen), las versiones gaélicas están repletas de elementos exclusivos de la tradición celta escocesa e irlandesa, como la espada de luz o las viejas malas con poderes sobrenaturales. Samper ha organizado los relatos en siete apartados temáticos: desde los animales que hablan (destinados sobre todo a los niños) hasta las leyendas sobrenaturales, pasando por las historias épicas, los cuentos de amor y la picaresca, sin olvidar un apartado especial sobre la “comunidad secreta” de Irlanda y Escocia, los sídhe, raza misteriosa de la que poco se sabe y que ha sido una de las principales fuentes de saqueo para el fantasy y la ciencia ficción del siglo pasado.
Aunque no se conserven sino rastros microscópicos de aquel poema épico de la antigua literatura oral gaélica –que, como el Beowulf o el Poema de Mio Cid hubiera servido para fundamentar la cultura de una nación–, esta antología demuestra –además del carácter siempre encantador del tipo de relatos que recoge– que la literatura escocesa, contra toda estrategia integrista de mercado, tiene derecho a una visibilidad diferencial, porque es mucho más que un mero desvío o un uso dialectal del lenguaje literario británico.

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