Yeguas
del apocalipsis
Por Claudio Zeiger No me hable del proletariado/ Porque ser pobre y maricón es peor, decía Pedro Lemebel en un momento de la lectura de su Manifiesto Hablo por mi diferencia, durante un acto de la izquierda en Santiago de Chile durante 1986. No se conocen las repercusiones de esas palabras en dicho acto, pero lo cierto es que ese texto leído como una intervención política resume muy nítidamente la posición de Pedro Lemebel: homosexual por convicción, izquierdista por fatalidad; quizás, por la fatalidad de ser pobre. Establecidas las coordenadas de Lemebel (homosexualidad, militancia, pobreza, chileno, por citar las principales) queda por delante sumergirse en uno de los libros más interesantes que nos llegan de Chile, lejos de la llamada nueva narrativa chilena, pero al mismo tiempo vital y conceptual muestrario de una nueva forma de narrar que se vino abriendo paso lejos de cualquier boom editorial desde la década del ochenta. Loco afán es una colección de crónicas recostadas sobre la escenografía de los años más devastadores del sida. El libro en su conjunto bien puede ser leído como una memoria del Ssda pre cocktail, de la era del imperio del AZT, cuando las esperanzas de sobrevida eran mucho menores a las actuales y, cuando a diferencia del discurso que impera hoy (el sida nos afecta a todos, cuidate, querete), era vista como la enfermedad de unos grupos de riesgo estigmatizados a los que ni se les dirigía la palabra. Lemebel pone en el centro de sus historias a locas y travestis (dos variantes donde lo que define a la homosexualidad son formas materiales o imaginarias de devenir mujer) y, a partir de allí, traza un mapa de la sexualidad y las clases sociales entrelazadas en una feroz guerra de estilos donde, a pesar de todo, hay lugar para alianzas y pequeñas lealtades, aun en las peores condiciones políticas, pero también desconfiando de lo que llama la cueca democrática (y criticando de paso a los propios gays que hicieron de la exhibición del músculo un espectáculo en sí mismo). De todos los estilos que pueden estar en juego en el concierto de las sexualidades, Lemebel reivindica el propio hacia el interior de la militancia de las minorías y se planta frente a la construcción de un gay power al que parece rechazar visceralmente: Cómo levantar una causa ajena transformándonos en satélites exóticos de esas agrupaciones formadas por mayorías blancas a las que les dan alergia nuestras plumas; que hacen sus macrocongresos en inglés y por lo tanto nuestra lengua indoamericana no tiene opinión influyente en el diseño de sus políticas... Nos pagan pasaje y estadía, nos muestran su mundo civilizado, nos anexan a su pedagogía dominante y, cuando nos vamos, barren nuestras huellas embarradas de sus alfombras sintéticas, escribe en Loco afán. Pedro Lemebel es un cronista sorprendente: una vez que su mirada crítica elige la presa, difícilmente la suelte hasta el final. Utiliza un humor corrosivo, de una malignidad tan infinita que no es difícil entender que detrás de su afiladísima pluma se esconde el enorme esfuerzo por no caer en aquello que denuncia en la mirada de los otros: la compasión. Por eso decide no ser compasivo con nadie, ni siquiera con los moribundos. En la medida que se avanza por la primera sección del libro, se diseña la figura del cronista de guerra que va quedando solo y desolado en el campo de batalla. Los travestis caen regios a su alrededor, preocupados por la grandeza del gesto final, teatral y espectacular, al borde de la muerte. Lemebel es espectacular y teatral al narrar, por ejemplo, lamuerte de un travesti, la Chumilou, el mismo día que llegó la democracia a Chile, y el pobre cortejo se cruzó con las marchas de festejo. Y por un momento se confundió duelo con alegría, tristeza y Carnaval. Como si la muerte hiciera un alto en su camino y se bajara de la carroza a bailar un último pie de cueca. No sólo el sida es motivo de estas crónicas: Lemebel hunde su pluma afilada y lírica en las discos gay (que no le gustan), en las historias de las viejas carrozas que salen a pasear por la Alameda buscando carne fresca, en su desopilante visita por el bar Stonwall en Nueva York, la catedral del orgullo gay donde estalló la famosa revuelta, pero donde Lemebel ya no ve nada revulsivo y se sentirá más loca sudamericana que nunca. Luego entrega dos perlas inolvidables: el episodio de cuando besó en los labios a su gran amor de juventud, Joan Manuel Serrat, durante una visita del cantautor ya maduro a Santiago, y la carta que le envió al subcomandante Marcos. Ellos dos marcan también la pertenencia de Lemebel a la órbita de una cultura de izquierda con la que guarda relaciones conflictivas pero intensas. Lemebel acumula diferencias y termina conformando su discurso alrededor de las distintas napas de diferencias dentro de las diferencias. A juzgar por Loco afán, este escritor que supo integrar un colectivo de artes visuales llamado Yeguas del Apocalipsis, es un infatigable batallador que habla en nombre de una especie las locas a las que cree en vías de extinción. Ese crepúsculo de un estilo (bellamente simbolizado en el libro por un leve pétalo huacho olvidado en medio de la pista, cuando el alba apaga la música) le da al activismo de Lemebel una pátina de nostalgia y una convicción poética que contrasta con otros discursos adustos y robotizados que parecen equipar con una coraza el superyó de muchos militantes. Lemebel habla genuinamente por su diferencia, aceptando entrelíneas que hay muchas otras diferencias, pero como es muy sincero (se nota), no cae en una blanda reivindicación pluralista. Hay minorías y minorías, parece decir. Y algunas la pasan peor que otras.
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