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Por Daniel Link

LUNES
Querido Foucault:
Cuando era chico, mis mapas eran los mejores del colegio. Los hacía mi papá –que ahora está muerto–, en papel de calcar con tintas chinas de diferentes colores. Particularmente brillante fue mi exposición de los Estados Unidos, con mapas trazados a gran escala en cartulina blanca. En algún momento de mi vida (sin explicación) mi padre dejó de dibujar para mí y supongo que, desde entonces, no he hecho sino esperar que alguien trazara los mapas que yo, sucesivamente, iba necesitando para moverme por el mundo: Enrique Pezzoni, Roland Barthes, Gilles Deleuze, vos mismo.
Ahora llega a mis manos Defender la sociedad, ese curso que dictaste en 1975 y 1976 en el Collège de France y que, de pronto, me devolvió la conciencia de que había andado, en los últimos años, sin esos mapas que me orientaban por los caminos de la vida.
Mientras leía este curso bellamente editado por dos de tus fieles alumnos, François Ewald y Alessandro Fontana, no podía sino dejar de reprocharme que, la primera vez que estuve en París, vos ya no estuvieras allí y yo no hubiera podido ir a escucharte. En cambio, recalé (sin demasiado entusiasmo) en el seminario del “enemigo” Derrida. El azar quiso que, antes de una de sus clases, los dos coincidiéramos en mingitorios contiguos en la École de Hautes Etudes en Sciences Sociales. Desprecié esa burla del destino que me ponía al lado de quien menos me interesaba, aquel que vos habías tan sabiamente destruido, con palabras tan bellas, en “Mi cuerpo, ese papel, ese fuego” (1972), por muchos años uno de mis textos de cabecera, junto con “Qué es un autor” (1969), donde también te dedicabas a dinamitar las odiosas premisas derrideanas. Desprecié esa burla del destino que me ponía ante una liturgia aburrida, ante palabras que ya conocía y no me servían sino para recordar años pasados: la melancolía.
Si necesitaba mapas que me orientaran en la selva del mundo y ordenaran los caminos de mi espíritu un poco trastornado, nunca encontré ningún mapa más delicado o más bello que los tuyos.
Ahora leo Defender la sociedad y abomino del destino que no me dejó que asistiera a ninguna de tus clases. Y te extraño como sólo puedo extrañar a esos hombres que hicieron mapas para mí.

MARTES
Querido Michel:
En la primaria tenía un amigo, el Loco Bergman, con quien inventábamos mapas de “tesoros escondidos” que nos dedicábamos a buscar con pasión maníaca (primero los envejecíamos y después olvidábamos que los habíamos hecho nosotros para encontrarlos más tarde “por azar”). Había algo del orden de la inversión en nuestro juego: invertíamos la realidad y la ficción y después, con una pirueta incomprensible, invertíamos otra vez la ficción y la realidad porque, en efecto, encontrábamos esos tesoros.Alguna vez aprendí que el truco de Marx para volverse famoso fue utilizar el sencillo dispositivo de invertir el conocimiento existente para transformarlo en otra cosa. Contra la certeza hegeliana de que el Estado es la fuerza que da forma a la sociedad civil, Marx venía a afirmar que era la sociedad civil (o, mejor, la lucha de clases) lo que determinaba la forma del Estado. Al mismo tiempo yo leía Las palabras y las cosas (1966) –de entre tus libros, el que más me costó entender– y disfrutaba tanto del análisis de Las Meninas (que comparaba con el de Severo Sarduy) como de la boutade de escribir que el pensamiento de Marx no era sino una tormenta en un vaso de agua. Vos también habías entendido (y asimilado) la lección marxiana de pensar por inversiones. De ahí tus dos grandes operaciones respecto del poder y de la sexualidad.
Vos decías que el poder, al revés de lo que siempre se había planteado, no adopta una forma piramidal de distribución social, desde el soberano hasta los estratos más bajos de la sociedad, sino que se ejerce capilarmente, localmente. Lo que se llama una “microfísica de poder”, decías, supone tanto tácticas locales o capilares de ejercicio del poder como de resistencia a sus coacciones. Que el Estado se aprovechara, luego, de esos “dispositivos de disciplinamiento” era una historia secundaria, terrible en sus efectos, pero secundaria. Eso se leía en las estremecedoras y bellas páginas de Vigilar y castigar (1975) –¿te sorprendería, te daría risa que hoy los jóvenes lean ese libro con el mismo fervor con que antes se consumía el Zarathustra de Nietzsche?– y eso se lee en este curso que ahora me devuelve tu pensamiento, Defender la sociedad.
En otro de tus libros gloriosos, la Historia de la sexualidad (1976), decías (contra el sentido corriente, que venía de Marcuse y de Reich, de Mayo del ‘68) que no había que pensar que el poder se inscribiera en los cuerpos reprimiendo la sexualidad. Muy por el contrario, lo que el poder hace con la sexualidad es hacerla estallar, multiplicarla (a través de la confesión católica, a través del habla apenada del paciente psicoanalítico). El poder es coactivo, pero lo que ordena no es callar la sexualidad sino exponerla, multiplicar el discurso que la sostiene. El poder multiplica el carácter único de esa experiencia mediante la continua invención de clases de sexualidades “perversas” (y te gustaba hacer la arqueología y el catálogo de esas perversiones, desde la Historia de la locura en la época clásica de 1961 hasta la Historia de la sexualidad). De ese modo (y en ese punto coincidías, tal vez sin saberlo, con Pasolini, otro de los “grandes” que yo espiaba por el ojo de la cerradura) el poder le quita a la sexualidad su potencia sagrada y, por lo tanto, subversiva.
Los mapas que trazabas habían comprendido tal vez mejor que nadie la lección de Marx: en la inversión del conocimiento previo, en el esfuerzo que supone obligarse a pensar en contra, encontrabas la garantía de la vitalidad de tu propia pensatividad, de tu práctica política y de las verdades que procurabas enseñarnos.
Tu actitud paradójica es una herencia difícil de resolver para nosotros. Si habías invertido a Marx y a Weber, para seguir tu ejemplo (tus mapas, tus caminos) sólo nos quedaba invertir tu pensamiento y volver a Marx o a Weber. Muchos de nosotros, en efecto, cuando ya no nos quedaba ni Deleuze como consuelo, nos volvimos weberianos. Otros seguimos sosteniendo a Marx, pero con mucha aprensión y mucho miedo de estar equivocándonos de rumbo. Otros, porque vos en cierto modo así lo autorizabas en “Qué es un autor”, seguían enganchados en las teorías de Lacan. Si estuvieras aquí, seguirías dibujando nuestros mapas y no tendríamos estas incertidumbres dolorosas: ¿Cómo es legítimo actuar, Michel, cuál es nuestro camino?

MIÉRCOLES
Michelle:
Alguna vez alguien me contó que, cuando ibas a una fiesta –vos, que tenías esa cara tan de película de terror de clase B– te disfrazabas de Carmen Miranda. Ignoro si había algún fundamento de verdad en ese chisme, pero me hubiera gustado encontrarte así en alguna fiesta. Diste una serie de conferencias en Río de Janeiro y supongo que te habrán alojado en el Hotel Gloria. Tampoco estuve en esas conferencias de 1974 (recopiladas en La verdad y las formas jurídicas), pero me hubiera encantado ver cómo te las arreglabas para responder los comentarios hostiles de los cariocas presentes. Defender la sociedad es el primero de tus cursos que leo: pensaba que no tenía mayor interés revisitar esos mapas ya conocidos. Ahora me doy cuenta de que me equivocaba: en la transcripción de la palabra que pronunciaste públicamente encuentro un estilo pedagógico que intenté siempre copiarte (como cuando, en La verdad y las formas jurídicas proponés ese juego, esa adivinanza sobre una institución aterradora que controla todo el tiempo de los hombres y mujeres que encierra. “¿Qué es esto?”, interrogabas, “¿Qué puede ser?” Una fábrica: la utopía capitalista en su momento más triunfante y más cínico).
Qué ganas, ahora, de haber estado en una de tus clases y contestar con solvencia una de esas preguntas tramposas que, por puro placer estético, lanzabas a una audiencia atónita. Me acuerdo también de esa entrevista en que un historiador te revelaba un dato que ignorabas: la fecha exacta en que se inventó la mamadera, lo que disparaba hacia adelante el mapa que estabas tratando por entonces, en relación con la formación de la familia moderna. “¡Que el cielo se desmorone sobre mí!”, exclamaste muerto de risa y un poco encabronado porque esa fecha se te había escapado.
Qué ganas de haber sido tu mejor alumno, de haberte regalado un dato por vos desconocido, qué ganas de haberte encontrado –después de hablarte con precisión y petulancia juvenil– en una fiesta, disfrazado de Carmen Miranda, mudo de asombro ante el espectáculo solemne que seguramente dabas. Michel, Michel, qué ganas de haber estado en un rincón, en esa fiesta.

JUEVES
Querido Foucault:
En un texto injusto, Jürgen Habermas te ponía del lado de los jóvenes conservadores, como si fueras un aliado sofisticado de los neoconservadores que proclamaban, durante la década del ochenta, el fin de la modernidad y la necesidad de acabar con la rebeldía y el hedonismo. Nunca respondiste a esa acusación infame y el propio Habermas tuvo que corregir su apreciación. Después de todo, en “Qué es la ilustración” (1983) habías deslizado, como al pasar, que tu forma de entender el mundo encontraba un antecedente en la teoría crítica desarrollada por los frankfurterianos de primera generación (de quien el mismo Habermas se decía heredero).
Una casualidad te llevó a la televisión junto con Noam Chomsky, tuvieron un diálogo memorable que Mistou Ronat reprodujo en un libro llamado Conversaciones con Noam Chomsky. El lingüista, el salvaje científico anarquista, terminó reconociendo que tanto él como vos estaban intentando dinamitar la misma montaña desde diferentes ángulos. Nunca terminé de saber si esa metáfora te gustaba. En todo caso, estaba bien que otra de las cabezas del siglo se rindiera ante tu habilidad retórica y tu rigor conceptual a prueba de televisores. Nunca pude ver ese programa. Nunca pude sino imaginar tus ademanes, las inflexiones de tu voz. Una vez publiqué un libro que incorporaba a la firma del autor la indicación: “y sus amigos”. Entre esos amigos estaban un tal Rolando Barto y un tal Miguel Fucó. Yo era ingenuo, entonces, y no sabía todavía el abismo de la deuda y la gratitud que, para siempre, se interponía entre ustedes, misinvoluntarios acreedores, y yo. Ninguna amistad así es posible. Yo no podía sino repetirte, usar tus mapas.

VIERNES
Querido Michel Foucault:
Una cosa es la disciplina, decís en Defender la sociedad, y otra cosa es la soberanía. También insistís en invertir el aforismo de Clausewitz: no es que la guerra sea la continuación de la política por otros medios, sino que la política es la guerra librada por otros medios (“La ley no nace de la naturaleza, junto a los manantiales que frecuentan los primeros pastores; la ley nace de las batallas reales, de las victorias, las masacres, las conquistas que tienen su fecha y sus héroes de horror”).
El mapa que trazabas no servía para descubrir algún tesoro –como sí lo eran La arqueología del saber (1969), “La vida de los hombres infames” (1977) o el “Prefacio a la transgresión” (1963), que memorizábamos como si se tratara de poemas. Venías a decirnos que hacían falta mapas estratégicos, mapas de combate, porque estábamos en guerra permanente (y la paz era, en ese sentido, la peor de las batallas, la más solapada y la más mezquina). El terreno estaba minado por el enemigo: había que tener un gran cuidado.
Porque insististe en desarrollar un cierto activismo político en relación con las prisiones y sus efectos sobre el cuerpo de los delincuentes, muchos de nosotros fuimos a las cárceles, a ver, a escuchar, a hablar. ¿Pensábamos encontrar a nuestro propio Pierre Rivière? Ibamos como si fuéramos la avanzada de un ejército disperso en una guerra nunca declarada. Yo estuve en la cárcel de San Nicolás y sentí miedo y asco cuando pude comprobar la forma en que la disciplina (y también la soberanía) operaban sobre esos cuerpos. Vos ya lo sabías, yo tuve que aprenderlo.
Después conociste Estados Unidos, California, la democracia que había fascinado a Tocqueville. La doctrina de la corrección política te acosaba (¡tan luego a vos!) para que hablaras de tu sexualidad e hicieras públicas tus “inclinaciones”. Con qué repugnancia habrás recibido esas demandas que no hacían, en última instancia, sino volverte víctima del dispositivo que vos mismo habías descripto y descalificado. Uno de tus biógrafos, James Miller (La pasión de Michel Foucault, 1992) intentó sostener el relato de tu vida a partir de tu muerte, víctima del sida. Insinuaba que seguiste teniendo relaciones sexuales “descuidadas” luego de conocer tu diagnóstico, fatal en ese entonces. Insinuaba que tus últimos textos debían leerse en relación con la fascinación que las prácticas sadomasoquistas habían despertado en vos. Ya no te disfrazabas de Carmen Miranda sino de Tom de Finlandia.
No es que Miller no te quisiera tanto como nosotros; es que no entendía los mapas, se equivocaba en la comprensión del alcance de la guerra que estabas sosteniendo y se ponía del lado de la moral que, vos lo sabías, Nietzsche ya había desmontado para siempre. ¿Cómo ibas vos, que estabas tanto más allá, que eras prácticamente un nuevo Sartre, a ser acusado de “faltas” a la corrección política?
Hay que reprocharte, eso sí, tu impaciencia, tu ansiedad, tu indisciplina. Diez años después te hubieras contagiado de todos modos, pero habrías sobrevivido como un mutante conectado para siempre a la máquina farmacológica. ¿Habrías aceptado esa mutación o habrías emprendido un nuevo viaje a los Tahumaras? No lo sé. Pero, si estuvieras vivo, sé que yo seguiría teniendo los mejores mapas de la escuela. O, al menos, la esperanza de tener a quien pedírselos.

SáBADO
Foucault:
Cuando asumiste tu cátedra en el Collège de France pronunciaste una “Lección inaugural” de una belleza que mataba la igualmente célebre Lección (1977) de Roland Barthes. El orden del discurso (1971) –como La verdad y las formas jurídicas, como las polémicas que tanto te gustaba mantener, y publicar, con los diferentes sectores de la izquierda, como estos cursos que ahora, felizmente, se publican– es un mapa interior de tu propio pensamiento. “¿Hay que continuar?”, te preguntabas siguiendo a Beckett. “Y sí, y sí”, decías. Pero lo ideal, agregabas, sería si se pudiera comenzar a hablar como si no estuviera hablando uno –esa repugnancia al nombre propio, al nombre del padre, a la marca de fábrica– sino como si se estuviera continuando un discurso que había empezado antes y que uno, sencillamente, se encargaba de seguir.
Mapas de tu pensamiento: lo que habías hecho, lo que ibas a intentar hacer. El primer tomo de la Historia de la sexualidad, nos dijiste en el segundo tomo, estaba todo mal planteado. ¿Hay que continuar? Sí, hay que continuar, sobre todo con la valentía de poder pensar en contra del propio pensamiento.
Los historiadores no te entendían, los filósofos ironizaban sobre tu obra, los analistas del discurso te robaban todo lo que decías –sin confesarlo nunca–, los profesores de literatura envidiaban tu prosa, las formaciones guerrilleras en América latina te leían a escondidas. Siempre estabas ahí. No trazando planes, porque no eras un planificador, sino dibujando mapas, porque eras un topógrafo.
De Deleuze amabas, entre otras, la idea de “enunciación colectiva” y por eso rechazabas la elitista insinuación marxiana de que el pueblo es el corazón de la revolución y los intelectuales su cabeza. Si el poder es microfísico, hay que resistir microscópicamente a ese poder. Que cada cual encuentre los conceptos y las palabras para resistir a los dispositivos de disciplinamiento que pasan por su cuerpo. No eras un planificador: no había nada que planificar. La guerra estaba declarada en todos los frentes y sencillamente había que trazar los mapas de esa zona de combate que es nuestro presente.
¿Qué otra cosa es la filosofía sino interrogar la propia actualidad?, dijiste. Y esa interrogación era intensa y obsesiva en tus escritos aunque pareciera que estabas hablando de otra cosa, de las falsas luces del siglo XVIII, de las grandes colecciones del siglo XIX o de la pederastía griega como forma de la pedagogía. Esa interrogación se vuelve casi misteriosa en Raymond Roussel (1963) y El pensamiento del afuera (1986), dos libritos cuyas frases repetí hasta la alucinación.
Ahora parece no haber nadie que nos diga qué preguntas hacerle a nuestra propia actualidad. Ahora no sabemos a quién pedirle un mapa para sorprender a la maestra en el colegio. Ahora mi padre está muerto, Enrique murió, Roland Barthes fue atropellado por la camioneta de una lavandería, Deleuze se tiró por una ventana y vos te aventuraste a dejarnos irremediablemente solos, tal vez porque creíste que podíamos empezar a dibujar nuestros propios mapas.
Pero el luto no se ha terminado. Defender la sociedad, además de recordarnos lo seductor que siempre fue tu pensamiento, sirve para hacernos sentir más huérfanos que nunca. Nos queda, claro, el consuelo de leerte y de acordarnos de ese grito de batalla (y de fastidio) que escribiste en El orden del discurso: “¡Qué importa quién habla! ¡Qué importa quién habla!”. Tal vez eso nos permita imaginar que, puestos a hablar, es tu voz la que se oye, y es tu risa la que vibra en la nuestra, y son los mapas minuciosos que trazaste, Michel, querido Foucault, los que siguen ordenando nuestros pasos.

 

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