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En
las aguas heladas del cálculo egoísta
Por Daniel Link
Baudelaire escribió la mejor defensa del realismo que nunca se
haya escrito: para el más célebre cultor del art pour lart
(pero no el mejor, que sigue siendo Rubén Darío), lo moderno
es una mitad del arte, cuya otra mitad es la belleza. La frase escrita
por Baudelaire en El pintor de la vida moderna (el pintor moderno de la
vida sería exactamente otra cosa: el vanguardismo), que Walter
Benjamin y Theodor W. Adorno no han hecho sino parafrasear, explica esa
relación de exterioridad entre la modernidad y la novela realista,
incansable perseguidora de lo nuevo para intentar volverlo
materia novelesca en principio y, en última instancia,
explicarlo.
La obligación del arte (de acuerdo con el precepto baudelaireano)
es dotar de eternidad de trascendencia a lo moderno, que por
su propia dinámica (su velocidad, su vértigo y su caducidad)
es siempre víctima de envejecimiento prematuro. Ese hueco incómodo
que constituyen las escasas (y a menudo tontas) observaciones teóricas
de Marx sobre el arte sólo puede llenarse a partir de las teorías
de Baudelaire, que inauguran una línea de interpretación
baudelaireana-marxista de los fenómenos estéticos
respecto de la cual Michel Houellebecq es su último y grandioso
representante.
La costura que une estos dos sistemas aparentemente enemigos (la teoría
crítica de la sociedad y la estética de lart pour
lart) es un radical rechazo del presente tal como es. No otra cosa
viene a decirnos Houellebecq en todas y cada una de las intervenciones
recopiladas en El mundo como supermercado. Repetidamente acusado de pesimista
cultural, Houellebecq confirma ese diagnóstico (Vamos hacia
el desastre guiados por una imagen falsa del mundo. Lo único que
realmente puede mantenernos con vida es el sentido del deber, dice
en este libro), al mismo tiempo que abomina igualmente de la novela de
mercado (prisionera de un sofocante estudio de comportamientos)
y de la prosa experimental (nunca he podido asistir sin que se me
encoja el corazón al derroche de técnicas de tal o cual
formalista Minuit para un resultado final tan pobre).
Una forma superior de realismo (crítico hasta la desesperanza)
parecería ser lo que propone Houellebecq, fundando sus reclamos
en Baudelaire, Marx (sobre todo en el que escribe el triunfo de
la burguesía ha ahogado los estremecimientos sagrados del éxtasis
religioso, del entusiasmo caballeresco y del sentimentalismo barato en
las aguas heladas del cálculo egoísta) y Schopenhauer
(de cuya frase, La primera, y casi la única condición
de un buen estilo es tener algo que decir, Houellebecq se declara
seguidor). Se trata, pues, de devolver a las representaciones del mundo
todo su poder crítico y trágico a través de
dos enfoques complementarios: el patético y el clínico.
Por un lado la disección, el análisis frío, el sentido
del humor; por otro, la participación emotiva y lírica.
Allí están las novelas y los libros de poemas de Houellebecq
para verificar hasta qué punto cumple con este programa que pretende
devolverle a la literatura alguna forma de eficacia. Detengámonos,
por el momento, en las intervenciones reunidas en El mundo como supermercado.
Hay entrevistas, soberbias viñetas narrativas (agrupadas bajo el
título Tiempos muertos), un poema para una instalación,
un largo ensayo, Aproximaciones al desarraigo (que tal vez
constituya la mirada más aguda e implacable sobre el final de los
años 90) y una serie de intervenciones cortas y de una densidad
conceptual que sólo puede compararse a los mejores momentos de
los más grandes cultores del fragmento (Walter Benjamin, Jorge
Luis Borges, Roland Barthes): Jacques Prevert es un imbécil
encabeza estratégicamente esa lista.
Para Houellebecq, queda dicho, el mundo es espantoso tal cual es. Esa
verdad sencilla no necesita de mayores demostraciones: Las sociedades
animales y humanas establecen diversos sistemas de diferenciaciónjerárquica,
que pueden basarse en el nacimiento (la aristocracia), la fortuna, la
belleza, la fuerza física, la inteligencia, el talento... Todos
estos criterios me parecen igualmente despreciables y los rechazo; la
única superioridad que reconozco es la bondad. Actualmente nos
movemos en un sistema de dos dimensiones: la atracción erótica
y el dinero. El resto, la felicidad y la infelicidad de la gente, deriva
de ahí. Para mí no se trata en absoluto de una teoría:
es cierto que vivimos en una sociedad simple, así que estas pocas
frases bastan para dar una descripción completa.
Contra un mundo así definido (y con sus agentes del mal bien localizados:
la publicidad, la cosmovisión new age, los medios masivos de comunicación),
Houellebecq reivindica unas cuantas verdades a la vez sencillas y misteriosas:
No me parece sensato empeñarse durante más tiempo
en el sufrimiento y en el mal. Hace cinco siglos que la idea del yo domina
el mundo; ya es hora de tomar otro camino; Es posible que
la masculinidad sea un paréntesis en la historia de la humanidad;
un desgraciado paréntesis; Algunos seres con valores
desviados siguen asociando la sexualidad y el amor. Cada cual sabrá
qué frase de Houellebecq lo interpela particularmente, pero nadie
podrá declararse indiferente en relación con
todas ellas.
A la pregunta sobre el papel de la literatura en un mundo vacío
de sentido moral como el nuestro, el intelectual responde: Un papel
penoso, en cualquier caso. Dado el discurso casi de cuento de hadas de
los medios de comunicación, es fácil hacer gala de cualidades
literarias desarrollando la ironía, la negatividad, el cinismo.
Pero cuando uno quiere superar el cinismo, las cosas se ponen muy difíciles.
Si alguien consigue desarrollar en la actualidad un discurso que sea a
la vez honesto y positivo, modificará la historia del mundo.
A juzgar por estas intervenciones, uno de ésos parece ser Houellebecq
(1958), nuestro contemporáneo.
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