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Introducción a la materia por Juan Ignacio Boido

La dimensión desconocida

Agujeros negros, esquimales, ángeles, antimateria, exorcismos, Oriente, el subjuntivo, Big Bang, Internet, Jean-Claude Carrière, Umberto Eco, Stephen Jay Gould, Horacio Embón, Dios, el Mal, el Paraíso y el Infierno. Una visita guiada por los distintos rostros con los que, seduciéndonos o espantándonos, el Más Allá sigue obstinado en convencernos de que existe.

¿Existe el más allá? ¿En qué mano está? Heinrich Heine contó alguna vez que los esquimales, después de agasajar a los misioneros daneses que llegaron hasta el Polo y esforzarse por entender los argumentos con que pretendían convertirlos al catolicismo, preguntaron si en el cielo cristiano había focas. Los misioneros contestaron que no. Entonces ellos se disculparon y lamentaron tener que rechazar la oferta, porque ese cielo no servía para los esquimales, que no pueden vivir sin focas.
Lo curioso es que esa primera avanzada de misioneros dio media vuelta y volvió a Dinamarca, por donde había venido, sin enterarse de que los esquimales eran las únicas personas capaces de distinguir dieciséis tonos de blanco, un dato que probablemente hubiera sido bienvenido por un grupo de misioneros educados en el rigor místico de la Edad Media, dispuestos a entablar disquisiciones kilométricas cuya meta era siempre la percepción o no de la “materia sutil”, esa composición ideada en el siglo XIII para denominar la sustancia de la que están hechos los ángeles, seres figurados, hasta la llegada de la policromía renacentista, siempre de blanco. Sólo quienes fueran capaces de distinguir la materia sutil en el aire podrían conocer la respuesta a la pregunta que desveló, por partes iguales, a los papas de Avignon y a los de Roma: “¿Cuántos ángeles bailan en la cabeza de un alfiler?”.
Así, durante siglos, el Vaticano se alzó por sobre cualquier otra cabeza religiosa y tuvo el monopolio para dosificar la divulgación del terreno ganado por la ciencia a la mística y, sobre todo, para legitimar las incontrolables incursiones del Más Allá en el Más Acá. Monopolio puesto en jaque de manera sistemática durante los últimos quinientos años por un Más Allá que es, por definición, ajeno a las coordenadas y las dimensiones reconocibles, sólo susceptible de ser captado por un ojo privilegiado, capaz de recortar el blanco sobre el blanco, la silueta de alguien transparente bailando sobre la cabeza de un alfiler. El Más Allá en constante expansión: al mismo tiempo que Magallanes encontraba el Estrecho para dar la vuelta al mundo, Copérnico probaba que la Tierra recién conquistada no era el centro del universo; cuatrocientos años después, en el siglo XIX, mientras los medios de transporte ganaban velocidad por primera vez desde los tiempos de Roma gracias a las innovaciones de la revolución industrial, el sol dejaba de ser el centro del universo. Y cuando, a principios de los ‘20, por fin se reconoce que el sol está acomodado en un rincón de algo que se llama Vía Láctea, y que ese algo está a su vez acomodado en un rincón del universo, se postula la teoría del Big Bang, que fecha la creación de todas las cosas no hace 6324 años, como sostiene la hasta entonces nunca discutida ortodoxia judía, sino hace 15 mil millones de años. Así, en 500 hubo que asimilar que esto no era una superficie plana sostenida por cuatro tortugas sino un universo infinito, en constante expansión, con forma de montura imposible de domar. Hace exactamente quince años, cuando eso estaba más o menos asimilado, la balanza astronómica acusó recibo de algo llamado materia negra, una sustancia cuya masa resulta ser nueve veces mayor que la del universo conocido hasta entonces, una materia no nuclear imposible de analizar por lo inasible de sus componentes. Y ahora, cuando la ciencia ya se convirtió en un más allá inabordable para quienes viven de este lado de la especialización, llegan nuevos aportes que suman a la confusión: la avanzada científica informa desde el frente sobre la posible existencia de un sobrepeso invisible, de un shadow universe, un universo en la sombra, no paralelo (sobre eso ya se especula desde hace por lo menos setenta años) sino ligeramente fuera de registro, como una película transparente apenas corrida al ser superpuesta con el universo conocido.
El Más Allá es, entonces, por definición (allá es una palabra que no aparece en los diccionarios), algo sólo reconocido por sus sospechadas incursiones o transmisiones en el Más Acá. ¿Estaremos siendo Acá el Más Allá de alguien? ¿Qué van a pensar los que vean caer en su planeta algo que se hace llamar Voyager y que es manejado por una caja negra que no habla pero que repite siempre lo mismo en cincuenta idiomas, como si fuera una forma de plegaria, y cada tanto toca el piano como Glenn Gould?
O como lo puso Heinrich Heine, con los ojos en el cielo, un vaso de whisky en la mano y subiéndose la bragueta con la otra, antes de volver a entrar a la fiesta, tirado de la corbata por una mujer que se levantaba y le pedía a gritos que le contara de nuevo la historia de los esquimales: “Adiós, y si les debo algo, mándenme la cuenta”.

EL PARAISO
Aprovechando el pánico desatado por el 2000 y las especulaciones sobre la llegada definitiva del Más Allá, para el libro El fin de los tiempos, Catherine David, Frédéric Lenoir y Philippe de Tonnac decidieron entrevistar a Jean-Claude Carrière, Jean Delumeau, Umberto Eco y Stephen Jay Gould con el propósito de diseccionar el miedo visceral a lo desconocido y recorrer las diversas formas que fue tomando el Más Allá en los imaginarios religiosos que, según los últimos cálculos, aglutinan a más de la mitad de las almas de este mundo. A continuación, una breve recorrida rápida por las diferentes instalaciones.
Primero, el Paraíso. Como atestigua la saga de las cruzadas, las tres grandes religiones occidentales comparten la nostalgia por un paraíso perdido al que aspiran volver con la hora de los justos y el fin de los tiempos. Tienen, sin embargo, sus reparos y diferencias en cuanto a las dimensiones y los entretenimientos deparados por la eternidad. Para el Talmud, el Edén “es sesenta veces mayor que Egipto”, y cuando llega uno con su carnet los ángeles lo desnudan, lo adornan y le cantan “Come tu pan y regocíjate”. El Corán agrega a la bienvenida una grandeza citada en la noche 496 de Las mil y una noches: “Alá ha creado un mundo blanco como la plata, cuya grandeza nadie sabe sino Él, y lo ha poblado de Angeles, cuya comida y cuya bebida son Su alabanza”. El cristianismo, en cambio, se decide por la forma más abstracta y fomenta expectativas con un escueto: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman”. “Me gustaría —acota Jean Delumeau— recalcar esta discreción cristiana ante el misterio del más allá.”

EL APOCALIPSIS
A esta noción vectorial del tiempo (en la que un antes eterno fue interrumpido por la voluntad divina y convertido en un universo físico dominado por el tiempo, que se despliega hasta la siguiente intervención divina), se opone la concepción cíclica de las tradiciones orientales, que niegan toda visión accidental del más allá —como esos muertos clínicos que deciden volver o la aparición de muertos hace siglos— y en algunas de las cuales el rezo es una forma imposible de contacto con algo fuera de este mundo. Eminentemente panteístas, en estas tradiciones la creación es la divinidad, y por lo tanto poco aporta el lamento indulgente de rezarse a sí mismo. Nada de Ghost ni Sexto sentido ni Gasparín.
Para los hindúes, el mundo ha entrado en lo que se llama el Kali Yuga, un período de destrucción que ya se ha repetido ocho veces, y durante el que los dos grandes dioses indios, Siva y Visnú (el tercero, Brahma, después de haber creado Todo, apenas interviene), se enfrentan aun sabiendo que ganará, de nuevo, Siva, el dios destructor. Visnú, como siempre, sólo cumple su dharma: bajar a la Tierra y enfrentar una derrota irremediable, pero a la vez necesaria para el comienzo de un nuevo Yuga. Entre el fin de uno y el principio de otro, Visnú duerme sobre un océano infinito y en ese sueño debe soñar con las bellezas del mundo desaparecido. Si no las sueña, el mundo no reaparecerá, y respetar el dharma individual es el único modo de cooperar con el sueño de Visnú. Para algunos, el principio del Kali Yuga se remonta al 3200 a.C. y puede durar entre 50 y 5 millones de años. Pero, pequeño detalle, a ningún hindú le preocupa demasiado el fin de una historia circular condenada a repetirse.
Para los devotos de las simetrías, no deja de ser notable que los síntomas descriptos en los libros hindúes que identifican la llegada del Kali Yuga concuerden con las tragedias registradas en el Viejo Testamento occidental: desaparición de los lazos sociales, esclavitud, leyes refutadas e impugnadas, enfrentamientos familiares y, por último, la entrada a las ciudades de animales carnívoros, hordas y plagas. El problema es: de asumir ambos destinos religiosos como complementarios, ¿cuál contiene a cuál? ¿El Juicio Final es sólo el fin de uno de los yugas universales o todos los yugas son ciclos por los que atraviesa la humanidad resucitando en distintas civilizaciones, hasta el último día?
“Pensemos en una multitud india, que uno soporta muy bien cuando participa de esas grandes peregrinaciones que se celebran periódicamente en India —dice Jean-Claude Carrière—: uno se encuentra bloqueado en medio de un océano de varios millones de personas, reducido a secundar los movimientos de aquella muchedumbre, privado de toda iniciativa personal. Y uno se siente bastante bien. Quién sabe si toleraríamos esta multitud compacta en Occidente.” La respuesta, en la próxima vida.

EL INFIERNO
El imaginario de la doctrina tradicional —escrita o pasada en limpio en su mayoría por San Agustín— describe el infierno como un lugar de sufrimiento eterno para quienes cometan un mal considerable en este mundo y mueran sin arrepentirse. Orígenes postula un infierno bajo la forma de un purgatorio a medida, donde cada uno sufrirá lo que deba por los males causados, pero sobrevivirá por la esperanza de una vida eterna. San Irineo, acaso en la extrema derecha de la doctrina cristiana, propone un castigo más lapidario y pragmático: una segunda muerte: alguien atraviesa la primera y es recibido por unos ángeles que le hablan de Dios, pero, alejado de Él en vida, se fastidia rápidamente con la conversación y les da la espalda en busca de otros compañeros y otros temas. Haciendo esto por propia voluntad, se aleja de Dios y por lo tanto de la vida, y quien se aleja de la vida no puede seguir viviendo. Con universalidad oriental, El diccionario de la conversación y la lectura (1872) ubica el infierno de la siguiente manera: “Para los negros de Benín, el Infierno estaba en el mar: desde el mar arribaban a Benín los navíos de los negreros”.

EL MAL
Uno de los misioneros daneses que dieron media vuelta tras el contacto con los esquimales describió el viaje al Polo como si fuera una expedición al más allá: “Uno avanza hacia el Polo como si ascendiera a una cima apenas presentida, coronada por nubes impenetrables, y regresa como si descendiera lentamente a un mundo que reaparece al otro lado de una montaña que vuelve a quedar atrás, nuevamente desconocida. Uno cambia; el Polo no”.
El cura irlandés Michael Strong, considerado quizás el exorcista más importante de este siglo, se pasó los últimos quince años de su vida en un cuarto oscuro, saldando la deuda dejada por la derrota en su último exorcismo, después de una expedición al corazón de China. Strong dijo antes de morir: “Uno nunca vuelve a estar completamente en este mundo después de un exorcismo. Yo, ahora, puedo odiar. Puedo elegir odiar. Odiar a Jesús y considerarlo un charlatán. Por eso sepan que el mal tiene poder sobre nosotros. Si no se lo vence se paga un precio altísimo, una agonía apenas soportable. Pero incluso derrotado y expulsado, puede arañar durante la retirada. Arrancar un pedazo de espíritu con su pezuña. Y un poco de su veneno entra en el alma. Como un precio. Como un recuerdo. Como una lección. Una advertencia de que va a volver”.

EL DIOS
Los maestros zen son discípulos de la concepción cíclica oriental, que considera inadmisibles las intromisiones del más allá en el más acá. A propósito de los encuentros con dioses, recomiendan: “Si encuentras a Buda, mátalo”.

LAS PARTICULAS
ELEMENTALES
Hasta acá, una síntesis ajustada de los distintos planos y comodidades que la eternidad depara a sus devotos. Pero hay quienes creen que Dios es un virus, que el tiempo y el espacio pueden perforarse como las paredes de los dibujos animados, y que si todo responde a una ley, es preciso que esa información esté almacenada en algún lado, como si cada pedazo llevase un rastro de la pieza original. “El big bang no es quizás el comienzo del universo, pero es el principio de nuestra posibilidad de hablar del universo: el momento en que nacen el tiempo y el espacio”, dice Jean-Claude Carrière. “Illya Prigogyne trata de imaginar algo anterior al comienzo del tiempo. La opinión generalizada es que eso es imposible, o al menos inconcebible; que no se puede hablar del tiempo antes de que hubiese una materia en la que el tiempo pudiese dejar su huella. El tiempo no existe si no tiene nada sometido a él, argumentan contra Prigoyine. La comprobación parece ser perturbadora: todas las cosas de las que podemos hablar están sometidas al tiempo, que discurre en una dirección única. De ahí la expresión la flecha del tiempo. ¿Por qué todo avanza en el mismo sentido, por qué todo envejece, por qué nada regresa en el sentido inverso, hacia el nacimiento, río arriba? Sin embargo existe una excepción: las partículas elementales. Todo lo que el tiempo toca, se desgasta y se aniquila. Pero, hasta nueva orden, esas partículas no evolucionan. No se transforman. No se ha visto nunca morir a un electrón o un neutrón. En cuanto su forma es obsoleta, se liberan y se mantienen separadas para una nueva forma inédita. Ésta es la materia imperturbable, demasiado lisa para que el tiempo se adhiera a ella.”

LA NADA
Para otros, el fin de los tiempos —el reinado absoluto del Más Allá— no proviene del desgaste de la carcasa hasta alcanzar un universo estable poblado de partículas elementales, sino que sucede desde adentro, como un organismo sano capaz de activar su propia corrosión: el más allá virtual carcomiendo el más acá real. Para Umberto Eco, por ejemplo: “Me parece inquietante la desaparición del subjuntivo, porque es el único tiempo verbal que expresa el tiempo de la hipótesis y de lo posible, de lo no real. Si fuese a París esta noche, iría al teatro. Debe reconocerse que Si fuese es un subjuntivo. No voy a París, pero podría. Si esa condición se diese, como expresa el condicional, iría al teatro. El subjuntivo inscribe mi pensamiento en lo virtual. Hay también un aspecto fundamental en algunos ejercicios de lógica que yo llamo el condicional contrafactual. Si yo fuese un elefante, tendría colmillos. Esa oración es verdadera aunque yo no sea un elefante. Es preciso el subjuntivo para subrayar esa potencialidad, para establecer en el discurso una distinción entre el más acá virtual y el que es real. Es muy complicado. Hace poco, una de mis alumnas escribió un artículo sobre un fenómeno japonés: es una mujer que se llama Yoko y que se ha convertido en una vedette célebre. El problema es que Yoko no existe, está creada en una computadora, mezclando elementos que suponen el máximo de gracia en una muchacha de veinte años. Y Yoko aparece en la tele, tiene su propio programa, charla con invitados. Algunos dicen que cuando baila a veces se nota un poco que no es del todo real. Yo sostengo que todas esas personas saben que Yoko no existe, pero han decidido tomársela en serio. La pregunta es: ¿acaso no tenemos stendhalianos que hablan en sus simposios como si Mathilde de la Môle fuese una persona real? ¿No van los admiradores de Joyce a seguir el recorrido de Leopold Bloom el 16 de junio de 1904 por Dublín? De acuerdo, pero nadie le ha escrito nunca una carta a Mathilde de la Môle y muchísimo menos la escuchó a ella leyendo su carta por televisión. Yo creo que la crisis del subjuntivo tiene que ver con todo esto”.

EL INFINITO
Probablemente la televisión haya dejado de ser cristiana —con su génesis matutino y el cierre de programación dictado por la palabra de Dios—, y su cristianismo reemplazado por una concepción oriental destinada a repetirse las 24 horas, todas las veces que sea necesario, no importa la hora. La televisión es expansión constante expansión. La televisión es Infinito. Y ahí entra en escena Horacio Embón, cara visible de “Zona Infinito”, el programa de cable dedicado a la comunión del surtido espiritual.
“En los primeros programas me encontraba con un tipo que me hablaba de las ballenas y las plantas y la aromaterapia. Instantáneamente yo me convertía en su enemigo. Pensaba: ‘¿Qué me quiere vender este tipo?’ Y me encontré con que me contestaban: ‘Yo no le quiero vender nada, le estoy contando lo que me pasa’. Ahí entendí que el programa consistía en tratar temas alternativos que andan dando vueltas. No quiere decir que ahora le hablo a las plantas, sino que trato de otra manera lo que está vivo”, explica Embón, hablando de la transformación que lo llevó a emigrar de los noticieros a un programa en el que “hasta diciembre tratamos ciento ochenta temas, desde el tarot iniciático, la alquimia y las revelaciones, sueños, cábala, vampirismo, ángeles y demonios, Nostradamus, profecías apocalípticas, kundalini, yoga, terapia flora en animales, chamanismo, clarividencia, astrología hindú, biorritmo, shiatsu, arteterapia, psicometría, cruz cósmica, africanismo, masones, rosacruces, poderes de la oración, mandalas, ovnis, acupuntura, mundo subterráneos, tramas y conciencias, medicina tibetana, autoconductas, operaciones energéticas, momificaciones, los esenios, Sai Baba, hasta tarot egipcio, templos y pirámides. Esto, para citar algunos de los tantos programas que hemos hecho. Algunos serán más interesantes que otros, pero para mí son todos nuevos: yo abro los ojos como si fuera un pibe. En muchos casos las entrevistas salen de lo dogmático y pasan a ser una enseñanza. El programa es eso: un viaje por múltiples alternativas que permiten vivir mejor, y eso no significa sólo hacer reiki o meditación. Meter eso en televisión es interesante. No hay ningún tema que no tratemos. Salvo cuando no aprueba el examen del equipo de producción. Uno puede creer en la medicina holística, pero no podés engañar a la gente, y en estos temas el hilo entre el que sabe y el chanta es muy finito. De repente aparece uno que dice que por determinados medios lograron curar el cáncer o el sida, y los milagros así no existen. Nosotros tratamos muchos temas utópicos, pero no mentirosos. Ninguno de nuestros entrevistados vendió algo, no pusimos ni un solo teléfono al aire. El otro día agarré a Claudio María Domínguez, que tiene un programa en el que habla de Sai Baba y vende hasta cirugía dental. No te creo nada, Pibe Odol”.
Mientras Claudio María Domínguez recitaba linajes de la mitología griega bajo el atento escrutinio de Cacho Fontana, Embón se dedicaba a ver qué catzo hacía con los linajes cristianos inoculados por la formación religiosa: “Yo soy de la generación del ‘60. Tuve una formación religiosa y después una serie de replanteos. El programa, en algunos casos, desata nuevos replanteos, mucho más sólidos, porque a los 16 años tenés que acudir a maestros, rabinos, profesores, y seguís sin entender demasiado. Ahora, en cambio, es un ejercicio espiritual. Los temas que me conmueven particularmente son las reencarnaciones y las otras vidas, porque trabajando en esto empezás a ver que hay signos de que esto, que es una teoría, puede llegar a ser cierto. En Córdoba, en una zona completamente energética, se nos caían las baterías de las cámaras sobre un mandala de un chamán en el Monte de las Gemelas. Este hombre tenía poderes que pudimos chequear ahí mismo. Presenciar ese tipo de cosas te enriquece. Yo no soy el mismo tipo que empezó el programa en mayo del año pasado. Soy mucho más tolerante, y hasta creo ser un poco mejor. Me empecé a detener en cosas que antes no reparaba. Esto no es sólo una cuestión de creer o no, sino de escuchar. A esta altura, me parece más mentiroso un tipo que a la mañana en la radio me cuenta cómo maneja los fondos que el que bajó del Tibet con una verdad absoluta. La primera mentira la conozco perfectamente bien. Claro que si tengo que contar la coyuntura, sé quién es Pinochet y tengo una posición tomada: sé quién es el bueno y quién es el malo. No estoy loco, no piré”.
Y como muestra, antes de ascender a la terraza del canal, donde estrenan escenografía natural para variar los fondos del estudio, Embón habla de los noticieros que hizo y de los que haría si las cosas Por Acá fuesen distintas: “Si yo tengo que hablar de los rehenes, tengo que hablar de las cárceles, y para hablar de eso tengo que contar cómo son y quiénes están adentro, y para eso hay que hablar de la pobreza estructural. Hace diez años se discutía si el ingeniero Santos había hecho justicia o no, y se alegaba emoción violenta para justificarlo. Hoy no hay emoción violenta: si pudieran, Ruckauf y Rico les prenderían fuego a las cárceles. Hoy un noticiero debería hablar de eso, pero no lo hace. Lo que hay hoy no son noticieros. Para hacer eso, prefiero hacer “Zona Infinito”, que me hace mejor a mí. ¿Qué es eso de andar por la calle escuchando ¡Idolo! ¡Maestro!? ¿Quién? ¿Por qué no adoran algo un poco más trascendente? Creo que todo forma parte de lo mismo: un vuelo veloz sobre la cotidianidad. Ojo: no soy Kung Fu, el tipo que la ve clara, se la banca y cuando tiene que actuar, actúa. Pero no estaría nada mal, no es un mal camino frente a la realidad. Me encantaría ser Kung Fu. Si la tuviese más clara y actuase cuando hace falta, podría reaccionar como corresponde y apretar donde realmente duele, y no habría perdido dos trabajos en un año ni tendría juicios por calumnias e injurias. Me encantaría ser Kung Fu”, dice Embón, antes de rumbear hacia la terraza y largar con el programa. Empieza a subir los escalones de a dos. Pequeño saltamontes. Pensando: ¿cuántas focas bailan en la cabeza de un alfiler? La respuesta, en el próximo número.

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