A
propósito de Los tres chiflados
por Alan Pauls
Comedia
y dolor
¿Por
qué Moe es el líder (el verdugo) de los Tres chiflados?
¿Por qué él, con su flequillo ridículo de
Charles Balá avant-la-lettre, su aire simiesco, su malhumor ancestral,
y no Larry o Curly, que reúnen cada uno un repertorio de disfuncionalidades
igualmente persuasivo? ¿Cuál es el origen de esa jerarquía
inexplicable, una de las más rígidas y persistentes de
la historia del cine cómico norteamericano? La nueva selección
de cortos que acompaña este número de Página/30
no despeja explícitamente esas dudas, pero acaso el primer episodio
sirva para orientarnos un poco en la bruma. Golpe de borrachos,
de 1934, es el primer corto que el trío protagonizó para
la Columbia, pero es también el primero que registra la nueva
formación del grupo: Harry Moses Horwitz como Moe, Louis Feinberg
como Larry y Jerome Leser Horwitz como Curly. Shemp, otro Horwitz, había
cedido el papel de Curly a su hermano Jerome dos años antes (recién
lo recuperaría en 1947, cuando el alcohol, la obesidad y un corazón
débil dejaran a Jerome fuera de carrera), y Ted Healy, el verdadero
cerebro del grupo, había quedado afuera por decisión de
la Columbia, que impuso su retirada como condición sine qua non
de un contrato suculento: veintisiete años y casi cien películas.
Quizá por esa condición inaugural, el film, que, como
el resto, no excede los 18 minutos, satisface una de las necesidades
más primordiales, más tenaces y casi siempre más
desatendidas que afligen a los consumidores de cultura de masas: asistir
al antes de la serie, conocer la prehistoria de la historia, asomarse
por fin al extraño estado en que estaba el mundo
antes de que nacieran las únicas criaturas capaces de darle un
sentido. Así, Golpe de borrachos no explica por qué
la neurastenia de Moe tiranizará fatalmente a sus dos socios
a lo largo de más de treinta años, y tampoco devela el
secreto de un reparto de roles siempre inalterable (Moe es el yo, Larry
el superyó, Curly la figura pulsional del trío
el ello), pero dramatiza, en cambio, algo tan deseado y prohibido como
una escena de origen: la manera en que se forma una de las sociedades
cómicas más perdurables de la industria del espectáculo.
En el film, de ambiente boxístico, Moe es un manager patético
y gruñón, acosado por su propia incompetencia y por los
reclamos de sus representados; Curly, mozo en un restaurante, recoge
menos propinas que humillaciones y ya de entrada es esa máquina
sonora que tarde o temprano todos hemos celebrado alguna vez; Larry,
el más lunático de todos, es el único personaje
autobiográfico: como Louis Feinberg, es músico, un músico
callejero que se gana la vida tocando mal el violín
en lugares públicos.
Así está el mundo antes de que irrumpa el Big Bang, y
el restaurante es el escenario de esta ridícula cosmogonía
casera. Moe discute con sus pobres pupilos maltrechos mientras espera
la comida; los atiende Curly, tan solícito, tan carne de cañón,
y pasa a ser víctima de toda clase de ultrajes. Hasta que Larry
entra en escena una versión trémula del Violinista
sobre el Tejado, conmueve al maître y consigue que lo dejen
hacer un poco de música. Toca algo, cualquier cosa, una de esas
melodías populares y festivas que se supone que estimulan el
paladar o la digestión de la gente. Pero milagrosamente, eso
que toca Pop goes the weasel tiene en Curly un efecto inesperado,
instantáneo, tan mágico como la poción mágica
que alguna vez enardecerá a Obelix. Curly, como en trance, se
convierte en una máquina de repartir golpes, y en un par de segundos
noquea a todos los pupilos de Moe. Ley de la comedia: todo iba mal,
todo iba en picada, hacia la gravidez total, y de golpe, gracias a la
intervención de la providencia suerte de deus ex machina
harapiento, todo renace, todo asciende, todo se regenera. Curly
flamante pupilo de Moe pasa a la historia del box y Pop
goes the weasel a la del dóping legal. Una nueva sociedad los
Tres chiflados está en marcha, pero los trámites
que la sellan, aunque inapelables, no son contractuales ni jurídicos
sino físicos: piquetes de ojos, cachetazos, golpes, tirones de
oreja.
Golpe de borrachos compendia los motivos de comedia que
declinarán, cada uno a su modo, los demás cortos de la
serie. Importancia del medio: Moe, Larry y Curly pasan del
box al fútbol universitario (Tres pequeños chanchitos),
a la institución policial (Detectives confusos),
al Lejano Oeste (Dicho falso). La desubicación, la
impostura, la usurpación de roles como motor de la comedia: Curly
falso boxeador, los Tres chiflados como falsos futbolistas y detectives
apócrifos, etc. La dimensión sonora, no verbal, del humor
del trío: el sentido, en los Tres chiflados, va de la música
al cuerpo (Golpe de borrachos), pero también del
cuerpo a la música (la orquesta de ronquidos de Adiós
bebé, la célebre cadena escalonada de saludos en
Detectives confusos), instaurando un circuito sonoro específico,
autónomo, que permitiría incluso anular la imagen sin
perder nada de comicidad (ah, cuánto le deben Tinelli y el humor
televisivo criollo de los 90 a los sonidistas de los Tres chiflados);
y lo que el tiempo convertiría en la marca registrada del grupo:
la idea del cuerpo como materia e instrumento básicos de significación.
No hay equipo cómico más longevo y notorio que los
Tres chiflados, protesta Richard von Busack, pero eso no
les impidió tener que cargar con la peor de las reputaciones.
A mí, como fanático del cine, sólo me importan
dos cosas: la profundidad o bien, en su defecto, la velocidad pura,
sin sentimiento. Y pocos equipos cómicos fueron tan veloces y
asentimentales como los Tres chiflados. La mala fama que indigna
a Von Busack es conocida; vulgaridad, sadismo, sexismo y un coeficiente
intelectual alarmantemente bajo a la hora de concebir situaciones y
diálogos son algunas de las muchas imputaciones que recibieron.
Comparados con los hermanos Marx, con los Ritz, con Wheeler y Woolsey
o incluso con Laurel & Hardy, los Tres chiflados, en efecto, lucen
toscos y procaces, como aprendices no del todo dotados de una escuela
de payasos sin matrícula oficial. Pero esos reparos, que siempre
fueron inversamente proporcionales a la popularidad del trío
(gracias a la TV, entre otras cosas, Moe, Larry y Curly nunca pasan
de moda), descansan en un equívoco muy habitual, probablemente
inspirado en el paradigma cómico-moral de Charles Chaplin: creer
que los comediantes son gente que dice cosas serias, llenas de sentido,
a través del humor, del sinsentido. Las cosas cambian, sin embargo,
cuando el humor deja de pensarse como un vehículo y se piensa
como un idioma singular, específico, donde los sentidos se alteran
tanto como las formas. Y es ahí donde la velocidad y la asentimentalidad
exaltadas por von Busack empiezan a ser, más que premios consuelo,
los principios estéticos de lo que se podría llamar una
comedia descerebrada. Como dijo alguna vez Feinberg (Larry): Nuestro
objetivo era no darle tiempo a la gente para pensar.
Velocidad, asentimentalidad y habría que agregar
una especie de musicalidad insensata, a la vez primaria y desconcertante,
que se destila de un frenesí corporal sin fin. ¿No era
esa disfuncionalidad sonora la que hacía las delicias de Jack
Kerouac, quizás el más sofisticado groupy del trío
que haya dado la alta cultura norteamericana? La variedad de gruñidos,
suspiros, gemidos, refunfuños, chasquidos y demás emisiones
corporales era tal que Kerouac, perplejo, se preguntaba por qué
seguían hablando, por qué alguien un guionista
insistía aún en poner palabras y frases en boca de esos
energúmenos. Kerouac, que, como todos los beatniks, era muy sensible
a las dimensiones pre-semánticas del lenguaje, había dado
con la clave de la poética de los Tres chiflados: la onomatopeya.
Hay dos maneras posibles de considerar esa modesta producción
sonora. Una, la paternalista, es describirla condenarla
como una fase primitiva del lenguaje: un estado anterior, no desarrollado
y por lo tanto deficitario. Otra es pensarla como un estado límite
del lenguaje: un umbral, una frontera crítica que plantea nuevas
relaciones entre todas las cosas que el lenguaje suele poner en contacto:
sonido y sentido, signos y cuerpos, signos y cosas, cuerpos entre sí,
etc. De esas relaciones, los Tres chiflados siempre privilegiaron una
en particular, al extremo de convertirla en su caballito de batalla:
es la relación entre el sonido y el cuerpo. ¿Cómo
hacer para que un cuerpo suene? ¿Dónde hay que tocarlo,
golpearlo, violentarlo, para arrancarle los sonidos que encierra? Esas
son las preguntas que planean sobre la poética cómica
del trío. De ahí que cada film sea a la vez un manual
de instrucciones para torturar y un tratado musical. La comedia nace
del dolor, como la onomatopeya y las interjecciones nacen del golpe,
de la herida, de la martirización de la carne. He ahí
la extraña fertilidad del sadismo de los Tres chiflados.
Si la comedia es hija del dolor si toda risa es traumática,
entonces las biografías de Harry y Jerome Horwitz y Louis Feinberg
se aclaran rápidamente. En sus memorias (Moe Howard and the Three
Stooges), Harry recuerda que de chico siempre estaba peleándome.
Me peleaba cuando iba al colegio, en el colegio y cuando volvía
del colegio a casa. Tuve más ojos en compota que nadie, y a nadie
le sangró la nariz tanto como a mí. En 1932, cuando
fue a ver a Ted Healy para reemplazar a Shemp, que acababa de irse del
grupo, Jerome era un tipo guapo y divertido que tenía un éxito
arrasador con las mujeres. Healy lo miró de pies a cabeza, como
tasándolo, y le dijo que sólo lo admitiría si se
afeitaba la cabeza. Jerome aceptó y se convirtió en Curly,
el stooge más famoso del trío, pero Sansón
de la cultura de masas perdió su encanto con las mujeres,
fracasó en tres matrimonios y se entregó a la bebida y
a las grasas hasta morir, en 1952, a los 48 años, fulminado por
un ataque cardíaco. Louis, por fin, tuvo una infancia de prodigio.
Era un bailarín nato. Un día, mostrando su destreza de
tap dancer, cayó contra un exhibidor de vidrio y lo hizo pedazos.
No se degolló de milagro. En otra ocasión, su padre testeaba
con ácido unos metales para verificar si eran oro. Louis, confundiendo
el ácido con un refresco, pretendió tomárselo;
el padre apartó la botella a tiempo, pero derramó un poco
de ácido sobre su hijo y le quemó seriamente un brazo.
Como parte de su tratamiento de rehabilitación, Louis tuvo que
aprender a tocar el violín. Es el mismo violín con el
que irrumpe en escena en Golpe de borrachos.