El caso Walser
menos
que cero
Una
edición reciente de Eudeba (Las composiciones de Fritz Kocher),
una película de culto en París (El instituto Benjamenta,
de los misteriosos mellizos Quay) y el último libro de Enrique
Vila-Matas (Bartleby & compañía) se confabularon para
repatriar a Robert Walser del olvido en el que siempre quiso perderse.
Alan Pauls hace zoom sobre el escritor suizo al que Kafka le debía
todo.
Por
Alan Pauls
A lo
largo de toda su vida (1878-1956), el escritor suizo Robert Walser persigue
un propósito supremo: postergar la literatura. Aunque es simple,
su método, que se propaga en el tiempo y el espacio formando
una singular familia de renuentes (Kafka, por supuesto, pero también
Svevo, J. R. Wilcock, Felisberto Hernández), pide la constancia
obtusa que pide cualquier pasión. Se trata de preferir siempre
otra cosa. En lo posible, trabajos anónimos, oscuros, subalternos,
cuya ejecución, condenada a la mala luz de los subsuelos, sólo
requiera del ejecutante la competencia necesaria para borrarlo literalmente
del mapa.
Walser no es un improvisado. Salvo la torpeza, típicamente
suiza, como él mismo reconoce, todo lo que sabe la
obediencia, la cortesía silenciosa, el arte de volverse invisible
lo aprendió en Berlín, durante su estadía en una
escuela de formación de empleados domésticos. El mes que
pasa entre todos esos aspirantes a criados basta para proporcionarle
sus primeras satisfacciones profesionales: seducido por su habilidad
para no sobresalir, el valet de cámara de un conde lo contrata
para trabajar en un castillo de la Alta Silesia, donde invierte seis
meses en limpiar habitaciones, lustrar cucharas de plata, sacudir alfombras
y servir, vestido de frac, la mesa de una pomposa familia de aristócratas
que se dirigen a él llamándolo Señor Robert.
En Zurich, tras una fallida incursión por los talleres Escher-Wyss,
se emplea como criado en casa de una mujer judía de la alta sociedad.
Luego vuelve a Biel, su ciudad natal, en el cantón de Berna,
donde no trabaja por un tiempo y es milagrosamente feliz. Vivía
en un altillo por veinte francos y estaba rodeado de sirvientas, una
sarta de muchachas encantadoras cuyo aspecto francés me gustaba
muchísimo. Pero toca fondo y, alertado por su hermana Fanny,
se muda a Berna, donde se quema las pestañas otros seis meses
en los Archivos cantonales. Pasa, naturalmente, por la experiencia kafkiana
de la compañía de seguros, pero es difícil saber
aquí quién plagia a quién. (Dicen que el jefe de
Kafka en el Instituto de seguros de Praga solía comparar a Kafka
con los personajes soñadores de Walser, y que el propio Kafka,
no se sabe si conmovido o qué, le recomendó un día
que leyera Los hermanos Tanner, el segundo libro de su colega suizo.)
Lo cierto es que la pasión esclava de Walser es mucho más
nómade que la de Kafka. Es sucesivamente dependiente
de librería, secretario de un abogado, empleado en dos bancos,
obrero en una fábrica de máquinas de coser. En dos ocasiones,
acosado por la pobreza, traiciona a Kafka con Bartleby, el célebre
amanuense de Herman Melville, y consagra su pulso de escritor lo
único propio que se supone que tiene a dos deliciosos goces
de burócrata: redactar avisos clasificados para una revista de
Stuttgart y transcribir datos para la Cámara de escritura
para desocupados, una institución que parece fundada por
el propio Walser. Allí recuerda R. Mächler,
sentado en un viejo taburete, al atardecer, a la pálida luz de
un quinqué de petróleo, Walser se servía de su
graciosa escritura para copiar direcciones o hacer trabajillos de ese
género que le encomendaban empresas, asociaciones o personas
privadas.
Robert
Walser durante uno de sus paseos por el asilo de Herisau, en mayo
de 1942. |
Según
la secuencia cronológica,
Walser escribió primero y enloqueció después.
Pero su literatura invierte ese orden radicalmente. Los suyos son
textos que parecen escritos
después de la locura, por alguien que asoma la cabeza entre
escombros y, muy despacio, como si temiera
astillarse los huesos, reanuda lo
que la catástrofe había interrumpido. |
Ahora
bien, ¿qué hace Walser en sus ratos libres, cuando no
agacha la cabeza ni ejecuta órdenes? Lo que cualquier artista
romántico: escribe y camina. A los 26 años, en un cuarto
de la Spiegelgasse, no muy lejos de donde estuvo Lenin y murió
Büchner, escribe Las composiciones de Fritz Kocher (1904),
la obrita maestra que Eudeba editó el año pasado, flanqueada
por once renglones indigentes de Hermann Hesse y un bello posfacio de
Guillermo Piro, e ilustrada con los dibujos que Karl Walser, hermano
de Robert, hizo para la primera edición. Simulando compilar una
veintena de trémulas redacciones escolares (El hombre,
El otoño, Tema libre, La patria,
Nuestra ciudad, etc.), Walser inventa el primer avatar de
su linaje de héroes anémicos Fritz Kocher, un estudiante
muerto en plena juventud y sienta las bases de una poética
menor, monocromática, a la vez frágil e irreductible,
cuyas frases se despliegan, en palabras de Walter Benjamin, con la gracia
pobre y soberana de una guirnalda. Nada es más seco que
la sequedad, y para mí nada vale más que la sequedad,
que la insensibilidad, escribe Kocher, y la frase suena como la
señal precoz de esa táctica del renunciamiento con la
que Walser, de allí en más, deshidratará toda imaginación,
todo estilo literario.
Poco después, en Berlín, entre 1907 y 1909, cuando frisa
la treintena, Walser redacta las tres ficciones a las que debe su fama
de artista imperceptible: Los hermanos Tanner, El dependiente (incluida
en el volumen de Eudeba) y Jakob von Gunten, también conocida
como El Instituto Benjamenta. Llamarlas novelas es necio y, sobre todo,
un poco tosco; son libros sin corregir ni terminar, en los que nada
añora, sin embargo, esas cláusulas del oficio narrativo;
son documentos íntimos, informes autobiográficos apenas
travestidos, pero lo que importa en ellos no es tanto la verdad que
encierran como el modo raído y rutinario en que la impersonalizan.
Lisa, la hermana que Walser idolatró, es sin duda el original
de Hedwig, la institutriz abnegada de Los hermanos Tanner; es fácil
reconocer en El dependiente rastros múltiples de la temporada
que Walser pasó como empleado contable en Wädenswil, y el
instituto que regentea el señor Benjamenta, dedicado a formar
ceros a la izquierda magníficos, redondos como una pelota,
calca la academia berlinesa donde el joven Walser aprendió a
servir. Pero ¿qué valor pueden tener esas referencias,
ancladas todas en una vida preexistente, comparadas con la extraña
forma de vida que esas páginas hacen existir? Como Kafka, Walser
habló y escribió mucho sobre sí mismo, pero lo
que anima esa verborragia es una voluntad encarnizada de extinción,
el sueño paradójico, tal vez imposible de
no ser nadie, de ser menos que nadie, de ser cero.
En cuanto al caminar... El método Walser tiene un recurso secreto,
suerte de salida (o entrada) de emergencia a la que el escritor recurre
cuando los obstáculos interpuestos por la serie de los trabajos
dejan de ser eficaces. Ese recurso, muy solicitado por la tradición
romántica alemana, es el hospicio. A fines de los años
20, despedido de un empleo por insolente, Walser sale de su madriguera,
redescubre las luces de Berna y la escritura y empieza a recibir numerosos
encargos de diarios y revistas extranjeras. Resultado: surménage
intelectual. Lo acosan sueños poblados de truenos, voces con
eco y manos que le buscan la garganta, de los que despierta aullando
de terror. Se vuelve dromómano. Camina de día y de noche,
sin parar. Una vez sale de Berna a las dos de la mañana y llega
a Thonon a las seis; a primera hora de la tarde hace una parada a orillas
del Niesen, donde apura una lata de sardinas con un trozo de pan; vuelve
a Thonon al anochecer; a medianoche está otra vez en Berna. Todo
a pie, por supuesto, declara. Otra de sus hazañas peatonales
es el tramo Berna Ginebra de un tirón, con noche en Ginebra y
regreso a Berna a la mañana siguiente. Mientras descubre lo
difícil que es escribir buenos relatos de viaje, el Berliner
Tageblatt, que solía encomendarle colaboraciones, le aconseja
por carta que deje de escribir durante seis meses. Walser
se queda literalmente seco, como una estufa a la que se le acaba
el combustible. Insiste, atormentando sus meninges para
no extraerles más que pavadas. Intenta, por fin, suicidarse,
pero es incapaz de hacer un nudo corredizo como la gente. Su hermana
Lisa lo lleva al hospicio de Waldau. Ante el portón del establecimiento,
Walser le pregunta: ¿Te parece que es la solución?.
Lisa permanece en silencio.
Walser se interna en Waldau en 1929, a los 51 años. En 1933 lo
transfieren al asilo de Herisau, donde permanecerá hasta su muerte,
veintitrés años más tarde. Allí lo encuentra
Carl Seelig, un discretísimo benefactor de artistas que, interesado
en publicar sus obras, inicia en 1933 una serie de visitas que sólo
la muerte interrumpirá, y que aparecen pormenorizadas en un melancólico
libro de walking & talking, Paseos con Robert Walser, donde el lirismo
ambulatorio de Rousseau (otro suizo) se confunde con la conversada precisión
de Goethe y Eckermann. Gracias a Seelig sabemos hasta qué punto
la vida de hospicio es, para Walser, un paraíso de la subordinación,
el ecosistema ideal para llevar hasta las últimas consecuencias
su política de aplazamientos y suspensiones. Por la mañana,
Walser colabora con los empleados del asilo en las tareas de limpieza;
por la tarde, durante las horas de trabajo reglamentarias, ordena lentejas,
habas y castañas en tres montañitas separadas, o arma
bolsas de papel. Se esfuerza por trabajar lo más posible
y refunfuña si lo molestan, escribe Seelig, y en
los ratos de ocio se sumerge en revistas amarillentas o en libros viejos.
Según el director del hospicio, el doctor Pfister, Walser jamás
muestra el menor deseo de entregarse a alguna actividad artística.
¿Y la escritura?, pregunta Seelig, intrigado. Walser alega que
es absurdo y grosero, sabiendo que estoy en un hospicio, pedirme
que siga escribiendo libros. Sólo puede escribir en libertad,
dice, y hasta tanto no se cumpla esa condición, ni siquiera podrá
considerar la posibilidad de retomar la escritura. Tengo la impresión
de que usted no aspira en absoluto a esa libertad, observa Seelig.
No hay nadie que me la ofrezca, así que hay que esperar,
contesta Walser. Pero Seelig insiste: Una vez fuera del hospicio,
¿volvería usted a escribir?. Walser: Ante
esa pregunta sólo hay una reacción posible: no contestar.
La escena kafkiana de punta a punta sirve, entre otras cosas,
para comprender hasta qué punto cualquier efusión de miserabilismo
o misericordia sucumbe ante la ley de Walser. Como sucede con Kafka,
el caso Walser sólo podría despertar piedad en las celebridades
y las damas de caridad. (Walser sobre Hölderlin, otra víctima
sempiterna: Estoy convencido de que durante los últimos
treinta años de su vida no fue tan desdichado como se complacen
en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse
tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar
haciendo deberes todo el tiempo, eso no es de mártires. Sólo
que la gente cree que sí.) En los lectores, en cambio,
no puede despertar sino asombro, admiración y risa: una risa
desenfrenada, abrupta, que hace vacilar y da vuelta todas las cosas.
Tuvieron que pasar años hasta que alguien, hurgando en las páginas
del Kafka de Max Brod, encontrara el fragmento en el que Brod describía
las carcajadas que habían celebrado la primera lectura pública
de El proceso. Y fue el mismo Brod, albacea impagable, quien hacia 1960
evocó el día en que Kafka irrumpió en su casa enarbolando
el Jakob von Gunten de Walser y se puso a leerle unos pasajes en voz
alta, interrumpiendo la lectura sólo una vez, definitivamente,
para reírse de un modo estrepitoso y continuo.
Según la secuencia cronológica, Walser escribió
primero y enloqueció después. Pero su literatura
invierte ese orden radicalmente. Los suyos son textos que parecen escritos
después de la locura, por alguien que asoma la cabeza entre escombros
y, muy despacio, como si temiera astillarse los huesos, reanuda lo que
la catástrofe había interrumpido. Opaca y aniñada,
la prosa de Walser se abre paso en la lengua con cautela, delicadamente,
como quien mueve un brazo alguna vez roto y que meses de yeso entumecieron.
Sus frases tienen la corrección nítida, un poco alucinatoria,
de los ejemplos que aparecen en las gramáticas de las lenguas
extranjeras: prosa de rehabilitado. En ese sentido, el cero al que Walser
aspira es menos un descenso, una autodegradación, que una meseta
laboriosamente conquistada, la zona neutral donde no hay nada todavía,
pero donde todo, sin embargo, puede ser posible. Es lo que explica a
menudo la perplejidad ideológica de la crítica frente
a sus libros: ¿qué es Jakob von Gunten? ¿Una exaltación
totalitaria o un llamado a la resistencia? ¿Y El dependiente?
¿Hay acaso una ficción más conservadora y más
subversiva? El cero es casto, es célibe y es insípido,
pero es un monstruo de versatilidad: Puede rebelarse u obedecer,
maldecir o rezar, puede retorcerse o disgustarse, mentir o decir la
verdad, adular o alardear. En su alma hallan sitio los sentimientos
más diversos, tan bien como en las almas de otros hombres.
Como el Bartleby de Melville, el Walser cero (el nadie, el cualquiera)
es todo lo contrario de una figura del desvalimiento: es potencia pura.
No desea nada, ha renunciado a todo: sólo quiere estar allí,
en lo neutro, en la nieve de la indiferencia, y limitarse a anunciar
lo que está a punto de aparecer.
La nieve es un canto bastante monótono, se lee en
la composición del joven Fritz Kocher sobre el otoño.
El 25 de diciembre de 1956, un día después de pasear con
Carl Seelig por el camino de Saint Gall, Robert Walser aparece muerto
en la nieve, bajo un sol pálido, dice Seelig, pálido
como una muchacha un poco anémica.
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