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Por qué leer Moby Dick

POR LAURIE ANDERSON

En uno de los primeros borradores que escribí cuando estaba preparando la ópera basada en Moby Dick que estrené a fines del año pasado, encontré la frase “Melville era budista”. Primero me pareció desacertada, pero después me di cuenta de que tenía algo de cierto: sólo un budista puede contar las cosas prescindiendo de la vista, como lo hace Ahab. Ésa es una de las razones por las que decidí hacer la ópera: por la relación íntima entre el espacio y el sonido, que hace pensar en esos perros que olfatean en un agujero para descubrir cuán grande es el ambiente del otro lado. Curiosamente, Moby Dick es un libro con muy pocas descripciones de cómo suenan las cosas. ¿No es algo raro en una novela en la que los personajes se gritan todo el tiempo? Sólo hay discusiones acerca de las caras de la gente. La musicalidad de una novela está dada por sus palabras leídas en voz alta. En ese sentido, el libro de Melville es una sinfonía, por su multiplicidad de sonidos en timbres y registros diferentes.
En realidad, debería usar la palabra “voces” en lugar de “sonidos”, pero es muy difícil identificar entre todas ellas a la del autor. ¿Quién está escribiendo todo eso? ¿Desde dónde está contando esto? Ésas son las preguntas que todo lector debe responder, y aún más si quiere recrear la obra en otro medio. En este caso, no es fácil, porque el mayor engaño de Moby Dick está en el comienzo, en esas pocas palabras que marcan lo que seguirá: “Pueden llamarme Ismael”. Pocas páginas después, el lector ya no sabe quién es el narrador, dónde está esa voz que se transforma alternativamente en historiador, contador, predicador, soñador, observador, naturalista, científico y muchas cosas más. Uno no puede ubicar de manera exacta la voz de Melville, precisamente porque está dentro y más allá, al mismo tiempo, de todas ellas.
Para un músico, es terriblemente seductor y decepcionante no poder conocer a Melville a través de su libro. No hay “un” Melville sobre el que yo pueda escribir mi ópera. Toda su obra conforma un arco con el que no es difícil identificarse porque lo abarca todo: desde un hombre terrible que quiso ser Dios, Ahab, a un hombre, Billy Budd, que está dispuesto a morir por todos nosotros. Pero ¿quién sabe cómo era Melville realmente? Quizás fue sólo un mal tipo que escribió una historia bellísima, repleta de una dulzura y una melancolía incomparables. Lo cierto es que Melville nos dice: “Tratemos de ser más como la ballena; fríos en el Ecuador, tibios en los polos”. Es como si un gran maestro budista estuviera escribiendo a través suyo.
Moby Dick es un libro para trabajadores, con protagonistas que trabajan. Los marineros trabajan duro, navegan y mueren ahogados. Y no se trata sólo de la muerte, porque todo el mundo muere, sino de los que pierden la vida siguiendo a un demente al que no comprenden, pero que los convence mediante un carisma excepcional. Sólo Ahab sabe lo que está buscando al perseguir a Moby Dick. ¿Por qué lo siguen los otros? Creo que la manera de conducir a un grupo de gente a la batalla radica en conseguir una buena carnada y agitarla delante de sus ojos. Ahab no tenía un gran respeto por su tripulación; cree que sólo responden frente al dinero. Ésa es la gran historia americana para Melville, y yo estoy de acuerdo.
Para la ópera empecé por lo básico: leer Moby Dick cinco veces seguidas. La idea surgió después de que un productor de TV me ofreciera escribir un monólogo sobre un libro para un cd rom educativo. Supuestamente nuestro entusiasmo por el libro estimularía a los alumnos del secundario. Por supuesto, el proyecto nunca se hizo. Pero descubrí que la novela de Melville era una de las cosas más extrañas que había leído en mi vida (y eso que he leído cosas extrañas). Resulta imposible convertir una obra como ésta en una ópera sin que dure cincuenta horas y adormezca a medio mundo. Tuve que tomar decisiones difíciles. Lo primero –pensaba en ese momento– era escribir la que, en mi humilde opinión, es la mejor escena del libro: Ismael y Queequeg en la cama. Pero estar a la altura de lo que sucede en el camarote llevaría por lo menos una hora de música. Quizá la manera de adaptar un libro sea ésa: concentrarse en un solo capítulo para armar una obra de dos horas. Pero hay tantos personajes hermosos que decidí rendirme. La única manera que encontré de ser fiel a Melville era conseguir el tono: la ballena destrozando el barco, un brazo clavando una bandera al mástil y un pájaro –los pájaros, especialmente los halcones, son los mensajeros de Moby Dick– que se precipita chillando hacia el vórtice. Y sólo entonces, la paz.
La magia del libro, lo que atrae a todos los lectores de esta odisea, es que puede ser leída de múltiples maneras. Para Ahab todo se trata de la ballena, de por qué la ballena le arrancó la pierna. A Melville le llevó todo el libro hablar de eso, aunque bien puede estar resumido en el capítulo “La blancura de la ballena”. Pero en rigor, Moby Dick es un catálogo, una enciclopedia de todo lo que existe. La ballena es el todo, y por eso podemos encontrar un sinfín de explicaciones para querer destruirla, como esos largos pasajes acerca de la furia que provoca descubrir que no hay nadie allá arriba, haciéndose cargo de nosotros. Creo que la gran pregunta de Melville es: ¿qué sucede cuando un hombre sobrevive a su Dios? Es un interrogante que no hemos podido resolver. Porque una vez que uno descree de la existencia de Dios, debe preguntarse cómo llegamos aquí y para qué. Y este libro no saca conclusiones, lo que quizás es la conclusión más satisfactoria. Porque aunque la ballena es una fuerza de la naturaleza, es Ahab el que la convierte en la encarnación del mal. La pregunta es, entonces: ¿por qué creamos monstruos? Y cuando los encontramos, ¿qué hacemos con ellos? Esas preguntas sin respuestas. Sigo sin saber de qué se trata Moby Dick. Y creo que, si tuviera más tiempo, reescribiría la ópera una y otra vez, como si fuera mi propia ballena blanca.

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