HALLAZGOS
García Márquez y su elogio del
mataburros
De
qué hablamos cuando
hablamos de hablar
Conociendo
la devoción de García Márquez por los diccionarios,
la editorial española SM le mandó a Colombia el original
de Clave, diccionario de uso del español actual. Lo que sigue
es el prólogo que Gabo escribió para el diccionario que
por estos días desembarca en las librerías de Buenos Aires.
Por
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
Tenía
cinco años cuando mi abuelo el coronel me llevó a conocer
los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca. El que más
me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho
y desolado con una expresión de madre espantosa. Es un
camello, me dijo el abuelo. Alguien que estaba cerca le salió
al paso. Perdón, coronel, le dijo. Es un dromedario.
Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo de
que alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto, pero lo superó
con una pregunta digna:
¿Cuál es la diferencia?
No la sé le dijo el otro, pero éste
es un dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues a
los catorce años se había escapado de la clase para irse
a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe,
y nunca volvió a la escuela. Pero toda su vida fue consciente
de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos
que compensaban de sobra sus defectos.
Aquella tarde del circo volvió abatido a la casa y me llevó
a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador y un
librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención
infantil, asimiló las informaciones y comparó los dibujos,
y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre
un dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo
y me dijo:
Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único
que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo,
muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo
un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del
universo. Esto quiere decir -dijo mi abuelo que los diccionarios
tienen que sostener el mundo. Yo no sabía leer ni escribir,
pero podía imaginarme cuánta razón tenía
el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas
y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el
tamaño del misal, pero el diccionario era más grande.
Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
¿Cuántas palabras habrá? pregunté.
Todas dijo el abuelo.
La verdad es que en ese momento yo no necesitaba de las palabras, porque
lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro
años dibujé al mago Richardine, que le cortaba la cabeza
a su mujer y se la volvía a pegar, como lo habíamos visto
la noche anterior en el teatro. Una secuencia gráfica que empezaba
con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición
triunfal de la cabeza ensangrentada, y terminaba con la mujer, que agradecía
los aplausos con la cabeza otra vez en su puesto. Las historietas gráficas
estaban ya inventadas pero las conocí más tarde en el
suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces
empecé a inventar historias dibujadas sin diálogos, porque
aún no sabía escribir. Sin embargo, la noche en que conocí
el diccionario se me despertó tal curiosidad por las palabras,
que aprendí a leer más pronto de lo previsto. Así
fue mi primer contacto con el que había de ser el libro fundamental
en mi destino de escritor.
Un gran maestro de música ha dicho que no es humano imponer a
nadie el castigo diario de los ejercicios de piano, sino que éste
debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él.
Es lo que me sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo
vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para
toda la vida. Sobre todo desde que se me ocurrió buscar la palabra
amarillo, que estaba descrita de este modo simple: del color del limón.
Quedé en las tinieblas, pues en las Américas el limón
es de color verde. El desconcierto aumentó cuando leí
en el Romancero Gitano de Federico García Lorca estos versos
inolvidables: En la mitad del camino cortó limones redondos y
los fue tirando al agua hasta que la puso de oro. Con los años,
el diccionario de la Real Academia -aunque mantuvo la referencia del
limón hizo el remiendo correspondiente:del color del oro.
Sólo a los veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí
que allí, en efecto, los limones son amarillos. Pero entonces
había hecho ya un fascinante rastreo del tercer color del espectro
solar a través de otros diccionarios del presente y del pasado.
El Larousse y el Vox como el de la Academia de 1780 se sirvieron
también de las referencias del limón y del oro, pero sólo
María Moliner hizo en 1976 la precisión implícita
de que el color amarillo no es el de todo el limón sino sólo
el de su cáscara. Pero también ella había sacrificado
la poesía del Diccionario de Autoridades, que fue el primero
de la Academia en 1726, y que describió el amarillo con un candor
lírico: Color que imita el del oro cuando es subido, y a la flor
de la retama cuando es bajo y amortiguado. Todos los diccionarios juntos,
por supuesto, no le daban a los tobillos al más antiguo, compuesto
en 1611 por don Sebastián de Covarrubias, que había ido
más lejos que ninguno en propiedad e inspiración para
identificar el amarillo: Entre las colores se tiene por la mas infelice,
por ser la de la muerte y de la larga y peligrosa enfermedad, y la color
de los enamorados.
Estos escrutinios indiscretos me llevaron a comprender que los diccionarios
rupestres intentaban atrapar una dimensión de las palabras que
era esencial para el buen escribir: su significado subjetivo. Nadie
lo sabe tanto como los niños hasta los cinco años y los
escritores hasta los cien. Los sabores, los sonidos y los olores son
los ejemplos más fáciles. Hace muchos años me despertó
a media noche la voz de un cordero amarrado en el patio, que balaba
en un tono metálico de una regularidad inclemente. Uno de mis
hermanos menores, deslumbrado por la simetría del lamento, dijo
en la oscuridad: Parece un faro. Una tisana hecha con hierbas
viejas tenía el sabor inconfundible de una procesión de
Viernes Santo. Cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa
que se hizo en Cuba para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo
sin vacilar ante las cámaras de televisión: Sabe
a cucaracha. Más tarde, en privado, fue más explícito:
Sabe a mierda. ¿Cuántas veces hemos tomado
un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un
arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser?
Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones
al jerez, y dijo, suspirando: ¡Sabe a mujer!. En un
ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó
la menor duda: sabía a Mozart.
Creo que este género de asociaciones tiene mucho que ver con
las diferencias entre un buen novelista y otro que no lo es. En cada
palabra, en cada frase, en el simple énfasis de una réplica
puede haber una segunda intención secreta que sólo el
autor conoce. Su validez tendrá que ser distinta de acuerdo con
quien la lea y según su tiempo y su lugar. Cada escritor escribe
como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso
no es sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad
de corazón que se entregue en el único método inventado
hasta ahora para escribir, que es poner una letra después de
la otra.
Para resolver estos problemas de la poesía, por supuesto, no
existen diccionarios, pero deberían existir. Creo que doña
María Moliner, la inolvidable, lo tuvo muy en cuenta cuando se
hizo una promesa con muy pocos precedentes: escribir sola, en su casa,
con su propia mano, el diccionario de uso del español. Lo escribió
en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria y el que
ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Lo que quería
en el fondo era agarrar al vuelo todas las palabras desde que nacían.
Sobre todo las que encuentro en los periódicos según
dijo en una entrevista porque allí viene el idioma vivo,
el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse
al momento. En realidad, lo que esa mujer de fábula había
emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.
Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los
académicos en las academias, sino la gente en la calle. Los autores
de los diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman
por ordenalfabético, y en muchos casos cuando ya no significan
lo que pensaron sus inventores.
En realidad, todo diccionario de la lengua empieza a desactualizarse
desde antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos que hagan sus autores
no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el olvido. Pero
María Moliner demostró al menos que la empresa era menos
frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que
las palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas, como
es el caso de este diccionario nuevo que me ha llegado a las manos todavía
oloroso a madera de pino y tinta fresca.
Y cuyo destino podría ser menos efímero que el de tantos
otros, si se descubre a tiempo que no hay nada más útil
y noble que los diccionarios para que jueguen los niños desde
los cinco años. Y también, con un poco de suerte, los
buenos escritores hasta los cien.
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