TESTIMONIOS El ayer y el hoy de Claudio
Tamburrini
Recuerdo
de la
muerte
Claudio Tamburrini era arquero del club Almagro y estudiante de filosofía
cuando fue secuestrado por un grupo de tareas en 1977. Después
de ciento veinte días de encierro y tortura, logró escapar
de una manera casi cinematográfica, junto a otros tres detenidos,
desnudos y perseguidos por helicópteros en medio de una tormenta
eléctrica. Tamburrini se exilió en Suecia, volvió
por primera vez durante el Juicio a las Juntas, se doctoró finalmente
en Estocolmo y, más de veinte años después de la
pesadilla, ha decidido escribir su experiencia en un libro y una película.
Esta es la historia de su increíble itinerario.
POR
CLAUDIO ZEIGER
La historia
que Claudio Tamburrini empezó a vivir el 23 de noviembre de 1977
es uno de esos relatos que, una vez superado el momento en que el horror
deja de ser inenarrable, cuando su puesta en discurso pasa a ser imprescindible,
no necesita de adjetivos ni de trucos narrativos. Decir que el suyo
es un relato terrible o dramático no
sólo le quedaría chico, sino que en cierto modo opacaría
su verdadera naturaleza. Al escucharlo contar una vez más (como
hizo durante el juicio a las juntas militares) el cautiverio de ciento
veinte días que sufrió junto a otros detenidos en la Mansión
Seré y los avatares de la fuga, uno se da cuenta de que Tamburrini
evita todo efectismo: no busca provocar piedad, no se esfuerza por impresionar
al interlocutor. Su relato es parco y detallado, contenido y a la vez
lleno de matices vívidos, un testimonio que desafía las
leyes de la literatura más imaginativa y que, como auténtico
non fiction, terminó convirtiéndose en una pieza clave
en el juicio histórico de 1985. A tal punto que sirvió
para condenar al brigadier Orlando Agosti. Y no sólo eso: durante
aquella estadía en Argentina, el joven que, al momento de ser
secuestrado por un grupo de tareas, era futbolista (arquero
del club Almagro) y, al momento de volver en 1984 (sólo como
turista) preparaba su doctorado en filosofía en Estocolmo, terminó
trabajando en el alegato final junto al equipo del fiscal Julio César
Strassera.
Actualmente Tamburrini sigue viviendo en Suecia, pero desde aquel primer
regreso de 1984, empezó a modificar su relación con Argentina.
Especializado en derecho penal, a partir de 1996 se dedica a investigar
la relación entre ética y deporte; viene frecuentemente
a dar charlas y seminarios a la Facultad de Filosofía y Letras
(donde no pudo concluir sus estudios bajo la dictadura) y acaba de embarcarse
en dos nuevos proyectos: dar nuevas vueltas de tuerca sobre su experiencia,
escribiendo Pase libre, una novela sobre los hechos de la Mansión
Seré (con muy poco de ficción) y revisar un
guión cinematográfico basado en esos mismos hechos. La
historia durmió por lo menos quince años, concretamente
desde el Juicio a las Juntas. En parte porque estuve haciendo otras
cosas y en parte porque sentía que era algo que quería
hacer, pero con la distancia que da el tiempo, dice Tamburrini.
EN
CAUTIVERIO El joven Claudio llevaba dos vidas paralelas en 1977:
por las tardes entrenaba en el club Almagro y por las mañanas
y las noches estudiaba filosofía. Eran dos vidas que no
se comunicaban entre sí, porque yo no hablaba de un mundo en
el otro. Mi proyecto personal era seguir con el fútbol a ver
si podía lograr cierta trascendencia en eso, y a la vez llegar
a doctorarme en filosofía. Pero en noviembre de ese año
fue secuestrado por un grupo de tareas, a raíz de su militancia
universitaria, y aquellas dos vidas quedaron en suspenso.
Cuando se produjo el golpe de 1976, la otrora majestuosa Mansión
Seré fue cedida por el intendente Cacciatore a la Brigada Aérea
de Morón. El edificio principal, una casa de dos pisos ubicada
en un predio que después de sucesivos loteos abarcaba cinco hectáreas
en Castelar, había sido usado como casino de oficiales hasta
que, en 1977, fue convertido en uno de los centros clandestinos de detención
de la dictadura. Ahí estuvo secuestrado durante ciento veinte
días Claudio Tamburrini; de allí se escapó la madrugada
del 24 de marzo de 1978. Después de los primeros días
de detención me pasaron a un cuarto donde había otras
cuatro personas. Pasadas las Fiestas, empezó a correr la versión
de que seríamos trasladados a una base en Morón, lo cual
nos daba una esperanza: creíamos que ahí nos iban a poner
a disposición del PEN. Había un guardia de nombre Lucas,
que nos alentaba en este sentido, especialmente a uno de los muchachos,
Guillermo Fernández, con quien había trabado una relación
especial, en parte lo protegía. Pero a fines de enero sacaron
a dos de los cuatro muchachos que estaban allí, Jorge y Alejandro,
diciéndoles que iban a ser trasladados. Todos lo tomamos con
alegría, porque era prueba de quelos casos se estaban moviendo.
Cuando ese guardia llamado Lucas volvió a la Mansión,
en febrero, nos preguntó si nos habíamos enterado de Jorge
y Alejandro. Nosotros les dijimos que sí, que habían sido
trasladados. Sarcástico pero sorprendido, él comentó:
¿Eso les dijeron? Aquellos dos están bajo tierra. Enterarnos
de la verdad coincidió con el empeoramiento de las condiciones.
Por esos días, volvió la patota del grupo de tareas y
se cayó cualquier expectativa de traslado. Fue un momento desesperante.
Yo tuve la convicción de que todo iba a empeorar aun más.
EL
PLAN DE FUGA El relato mítico de la fuga de los cuatro detenidos
cuenta una especie de gran escape hecho en medio de las
pésimas condiciones en que se encontraban desnudos y atados
con correas de cuero durante la noche; sin embargo, el verdadero
disparador de la fuga fue un hecho nimio. Una tarde, Guillermo
encontró por casualidad debajo de su cama un clavo que sostenía
el elástico y que estaba medio suelto. Se paró y probó
abrir la ventana con él. Por supuesto, al picaporte del lado
de adentro lo habían quitado. Pero no habían tapado el
agujero. Maniobrando con el clavo, logró abrir la ventana. En
ese momento nos dimos cuenta de que la patota estaba en la casa, porque
al abrir la ventana escuchamos las voces. Inmediatamente cerramos, pero
ya en aquel momento Guillermo empezó a elaborar el plan de fuga:
abrir la ventana, desatar el cable de plancha que unía las persianas,
atar las colchas con las que dormíamos, reforzar las uniones
de la colcha con esas correas de cuero con las que nos ataban las manos
y las piernas antes de ir a dormir, salir al balcón, afirmar
la colcha para bajar por el balcón, bajar al jardín y
salir corriendo. Con el cable de plancha que sujetaba las persianas,
íbamos a hacer un puente eléctrico para escapar en un
auto.
Pero los días pasaban y ellos postergaban el momento de la fuga.
Entre otras razones, porque los cuatro que debían compartir su
destino no terminaban de ponerse de acuerdo. Las diferentes guardias
tenían distintas modalidades, y esperaban una que fuera más
profesional, con rigor en los horarios, cosa que hiciera
más previsibles sus movimientos de vigilancia. Unos pocos días
antes del 24 de marzo de 1978, sin embargo, los acontecimientos se precipitaron.
Había una broma recurrente que hacían los de la
patota. Entraban y decían: ¿Quién es el arquero
de Almagro? Yo, señor, contestaba, y ya me iba poniendo en guardia,
porque por lo general me pegaban muy fuerte en la boca del estómago
mientras decían: Atajate ésta. Alrededor del 20 de marzo
entraron, nos pegaron a todos, pero en lugar del chiste, un tipo se
paró a mi lado y, en vez del chiste, me puso una
pistola en la cabeza y dijo: Sabemos que están preparando una
fuga. Y los dejamos. Para bajarlos cuando salgan. Ese incidente generó
un conflicto entre nosotros, porque si bien podía ser una apretada
más, nos dio mucho miedo. Un par de noches después, Guillermo
Fernández me dijo que él creía que no tenía
otra alternativa que fugarse porque lo iban a matar. Habían vuelto
a torturarlo después de varios meses y le habían tirado
datos nuevos que ponían, o iban a poner en evidencia que él
les había estado dando información falsa. Todo eso apresuró
la fuga, finalmente, para el 24 de marzo.
Los fugitivos siguieron al pie de la letra los pasos previstos en el
plan (Fernández logró zafarse de las correas de cuero
y desatar a los otros), salvo que no hubo manera de encontrar un auto
para alejarse de la zona. Uno de los aspectos más escalofriantes
de sus testimonios es aquel que refiere que, ya afuera del predio de
la Mansión Seré, los helicópteros de la brigada
salieron a rastrearlos y una providencial tormenta eléctrica
los obligó a volverse a la base. Desnudos, descalzos, rapados,
jugados a todo o nada, los tres fugitivos se mantuvieron ocultos mientras
Guillermo Fernández conseguía ropa y partía en
busca de un teléfono. Cerca del amanecer, los otros tres fueron
rescatados por el padre de uno de ellos, quien había recibido
el desesperado mensaje de Fernández. Increíblemente estaban
a salvo. Para Claudio Tamburrini empezaba la segunda parte de lahistoria,
la más ambigua: formalmente nadie lo perseguía. Pero él
se sabía en peligro. Y no se equivocaba.
EN
TRANSITO Las primeras semanas estuve en casa de gente amiga.
Cambiaba de vivienda, de costumbres, manejé un taxi por un tiempo,
y por supuesto no volví a jugar más al fútbol.
Lo único que hice ligado a mi vida anterior al secuestro fue
volver a la facultad, meses después, en diciembre de 1978, para
rendir dos exámenes. La situación era muy confusa, porque
al hacer averiguaciones descubrí que no tenía antecedentes
ni pedido de captura. Incluso tramité el DNI nuevo, para sacar
el pasaporte. Pero cuando mi novia de entonces lo fue a retirar, le
dijeron que el documento estaba retenido y que tenía que ir yo
personalmente. Ahí me di cuenta de que no era cuestión
de grupos aislados parapoliciales: evidentemente había conexiones
entre ellos y todas las dependencias del Estado. Con la cédula
salí por Puerto Iguazú hacia Brasil, y desde allí
viajé a Suecia con status de refugiado. Recién pude sentirme
instalado en una vida normal ya en Estocolmo. Allí retomé
mis dos viejas vidas paralelas: seguí jugando unos meses al fútbol
en un club de primera hasta que me cedieron a otro donde ya no era profesional.
Ahí dejé el fútbol, porque en realidad no me divertía
jugar de arquero: aquí era una manera de tener trabajo. Así
que retomé los estudios y me metí de lleno en eso.
Cuando se le pregunta si todavía hoy sueña con el cautiverio
en la Mansión Seré, Claudio Tamburrini dice que ya no.
Hasta hace unos años, digamos los primeros cinco años
que siguieron, sí tenía un sueño recurrente: estaba
en un lugar abierto, no el cuarto del cautiverio, pero yo sabía
que desde alguna parte me estaban vigilando, estaban acechando si yo
quería salir. Lo tenía bastante seguido, siempre más
o menos igual. ¿Qué creo que me hubiera pasado si no me
fugaba? Creo que me hubieran matado.
JUICIOS
Y CASTIGO A lo largo de los años, Tamburrini fue recomponiendo
su relación con Argentina, que en este momento lo encuentra viajando
bastante seguido y con el deseo de publicar pronto su novela testimonial.
A partir de 1985, empecé a venir muy seguido, entre dos
y tres veces por año. Mi inserción fue muy abrupta, porque
en 1984 llegué como turista y terminé no sólo dando
testimonio en el Juicio a las Juntas sino trabajando también
en la parte del alegato final, que tiene que ver con la justificación
de la pena que se pedía para los comandantes. De hecho, mi decisión
de dedicarme a la filosofía penal fue un coletazo del Juicio
a las Juntas. Conversando con Strassera, él me sugirió
que investigara el tema de la justificación ética del
castigo jurídico, para mi tesis doctoral. Cuando volví
a Suecia, hice efectivamente mi tesis sobre ese tema y seguí
trabajando en filosofía penal. A partir de 1996 también
empecé a trabajar en las relaciones entre ética y deporte.
A eso me dedico desde entonces, publicando mucho, especialmente ahora,
que estoy en un momento de mucha producción.
Tamburrini cree que ha llegado el momento de escribir el libro sobre
lo que sucedió en la Mansión Seré y de contemplar
el proyecto de que se filme una película. No sólo por
sus tiempos emocionales: También es un tiempo político
justo. Es algo que advierto cuando vengo a Argentina: son días
muy intensos en lo emocional pero también son un tiempo de reflexión.
Hace poco estuve en un programa periodístico donde me preguntaron
un típico cliché: qué siento yo, habiendo estado
detenido, en un país donde la gente suele mirar para otro lado.
Yo contesté que, en principio, todas las sociedades miran para
otro lado. Y hasta es necesario, quizá, porque en un momento
hace falta respirar un poco y tomar aire para más adelante. Pero
si hay algo que caracteriza a la sociedad argentina es que, en el tema
de los derechos humanos, no miró para otro lado: en cuanto fue
posible sacar el tema y discutirlo abiertamente, se lo hizo. Y no se
agotó, a pesar de la obediencia debida, el punto final y los
indultos. Hoy no sólo hay Madres, Abuelas; hay Hijos también.
Mansión Seré es el primer museo en sugénero en
toda América latina, una Casa por la Memoria y por la Vida. Y
todo eso pasa porque el tema no está cerrado. Faltan deslindar
responsabilidades, pero también creo que la gente entiende, aunque
sea intuitivamente, que muchas situaciones de desigualdad económica
y social que aún se dan hoy, se originaron en el terror de esa
época, durante la dictadura militar.
VOLVER Aunque parezca increíble, Claudio Tamburrini volvió
a Mansión Seré en plena dictadura, aproximadamente al
año de la fuga. Necesitaba ver de vuelta, a la luz del día,
ese lugar que había visto por última vez la noche de la
fuga. Años después, cuando se encontró con Guillermo
Fernández en Europa, descubrieron que los dos recordaban la misma
escena: darse vuelta en mitad de la huida hacia la libertad para fijar
una imagen final, la casa ya lejos, y una luz mortecina emanando del
cuarto donde habían estado encerrados. Pocos días después
de la fuga, los represores incendiaron el edificio principal de Mansión
Seré, trasladando a los detenidos a otros lugares, y luego la
dinamitaron para borrar los rastros.
En julio estuve en la inauguración de la Casa por la Memoria
y por la Vida. La primera vez que volví allá fue una locura,
por supuesto, pero sentía que tenía que hacerlo. Supongo
que pasa por una relación muy particular con ese lugar. Yo comparto
el duelo colectivo por los desaparecidos y los muertos; en lo personal,
la experiencia que yo viví ahí me sigue movilizando, generando
vivencias y haciendo crecer. Yo sé que lo que voy a decir es
muy difícil de poner en palabras, porque las palabras en una
entrevista no registran las sensaciones que pueden acompañarlas.
Pero lo que viví es una historia que, sabiendo el final, aceptaría
volver a vivir.
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