Los que vieron demasiado Desde la liberación de Nelson Mandela a las elecciones que lo consagraron como presidente, hubo una silenciosa y terrible guerra civil en Sudáfrica, no sólo entre negros y blancos sino también entre los partidarios de Mandela y los zulúes separatistas, financiados bajo cuerda por los paramilitares. Los mejores corresponsales de guerra del mundo estaban ahí, pero las más vívidas imágenes las consiguieron cuatro fotógrafos sudafricanos. Hoy, dos de ellos están muertos y los otros dos acaban de publicar un libro contando su experiencia. Ésta es la historia de esos cuatro amigos, bautizados el Bang Bang Club por su temeridad rayana en la demencia. Por Mariana Enríquez Como la mayoría de los sudafricanos blancos, Greg Marinovich, un hijo de inmigrantes croatas criado en el apartheid, no comprendía demasiado bien de qué se trataba esa guerra civil que se había desatado en la comunidad negra tras la liberación de Nelson Mandela después de 27 años de prisión y ante la posibilidad de que los sudafricanos pudieran participar por primera vez en su historia de unas elecciones sin discriminación racial. Tenía 28 años, en agosto de 1990, cuando decidió abandonar la fotografía antropológica para internarse con sus cámaras en los albergues de Soweto, el ghetto negro más grande de Sudáfrica, a sólo 15 kilómetros del centro de Johannesburgo. Los albergues eran precarios edificios que, durante el apartheid, servían para alojar a los pobladores negros de las zonas rurales. Las leyes sudafricanas sólo les permitían permanecer en zonas urbanas mientras tuvieran un empleo. Y prohibían explícitamente la presencia de mujeres. Escribe Marinovich: El sueño del apartheid era forzar a los negros (el 80% de la población) a ser ciudadanos legales sólo en las homelands étnicas, que eran nominalmente independientes y cubrían apenas el 13% del territorio. El resto del país, las tierras ricas, podían así ser disfrutadas por la minoría blanca, que convenientemente los empleaba para trabajos cautivos. Los albergues eran edificios claustrofóbicos: hornos en verano, heladeras en invierno, y todo el año superpoblados. En 1990 eran, además, el mayor foco de violencia entre quienes apoyaban al Congreso Nacional Africano (CNA) de Nelson Mandela y los separatistas zulúes (Inkatha). El conflicto entre etnias (la gran mayoría de partidarios del CNA pertenecían a la comunidad Xhosa, más urbanizada que los zulúes) era histórico y real, pero lo cierto es que Inkatha recibía secretamente armas y entrenamiento militar de las fuerzas de seguridad del gobierno blanco, a cambio de colaborar con ellos en el intento de destruir al CNA. Por supuesto, había zulúes que apoyaban al CNA, de modo que también existía este conflicto interno. En aquel momento, sin embargo, Marinovich ignoraba casi todo matiz acerca de esa guerra civil, y llegó a Soweto dispuesto a tomar fotos del bando de los Inkatha. Después de algunas horas dentro de un albergue, Marinovich se dio cuenta de que los zulúes con los que estaba hablando empezaban a ponerse nerviosos. En una de las habitaciones, aparentemente, se había escondido un partidario del CNA que los miembros de Inkatha obligaron a salir. Los zulúes y yo lo corrimos, una jauría tras la presa aterrada. Después de dar unos cuantos pasos el perseguido cayó, no sé cómo o por qué, pero los atacantes lo rodearon enseguida, en un círculo apretado y silencioso, y empezaron a acuchillarlo y apalearlo. Mis oídos captaban con absoluta nitidez el suave sonido del acero penetrando en la carne, los golpes secos de los palos destrozando su cráneo... Yo era uno más en el círculo de asesinos, fotografiándolo a apenas medio metro de distancia. Estaba horrorizado, diciéndome a gritos que eso no podía estar sucediendo. Pero al mismo tiempo verificaba si la luz estaba bien, cambiaba de cámara (una cargada con rollo color, la otra en blanco y negro), era tan consciente de mi trabajo como fotógrafo como del olor a sangre y a sudor de los hombres a mi alrededor... El muerto no era un Xhosa, sino un Pondo. Y los Pondo estaban más cerca de los zulúes que de los Xhosa; de hecho, la mayoría apoyaba a Inkatha. Cuando Marinovich volvió al diario donde trabajaba, sus compañeros le sugirieron que llevara las fotos a Associated Press. Se las compraron. Estaba aprendiendo rápido. Era mi oportunidad de ganarme un lugar en el mundo del periodismo. Y eso era posible gracias al salvaje asesinato de un hombre. Su foto más famosa llegó un mes después, también en Soweto, pero en un barrio (White City) dominado por partidarios del CNA. La víctima, esta vez, fue un zulú: un chico se acercó al hombre que yacía inerte, desarmó la molotov que tenía preparada y roció al hombre con nafta. Después, le tendió su caja de fósforos a uno de los hombres que había participado del linchamiento. Había una boletería de ladrillo que me impedía ver al hombre tirado en la calle. Cuando oí a las mujeres ululando en celebración de la victoria, corrí para ver mejor. El hombre al que creía muerto estaba corriendo hacia el campo, envuelto en llamas. Lenguas de fuego rojas, azules y amarillas quemaban su ropa y su piel. Corría de manera torpe y urgente, lo que pretendía era escapar del dolor. Levanté la cámara mientras la antorcha humana detenía su marcha y se derrumbaba. Cuando hacía foco, noté que el sol estaba justo detrás del hombre en llamas. El medidor de luz de la cámara no funcionó, así que abrí totalmente el diafragma. Apreté el obturador y después alejé la cámara de mi rostro por un segundo para enmarcar. Un hombre semidesnudo y descalzo entró en cuadro y descargó un machetazo sobre la cabeza incendiada del hombre, mientras un niño escapaba de esa visión infernal, de ese enemigo que se rehusaba a morir. En abril de 1991, esa foto de Marinovich, que se llamó Antorcha Humana, ganó el Pulitzer. Fue el primer Pulitzer que se le otorgó a un sudafricano. El Bang Bang Club La crónica de estas dos fotos de Marinovich abarcan enteramente los primeros capítulos de The Bang Bang Club: Snapshots from a Hidden War, el libro que el fotógrafo sudafricano acaba de editar en el sello Random House, escrito en colaboración con su compañero y compatriota Joao Silva. El Bang Bang Club era un grupo de cuatro fotógrafos sudafricanos integrado por Marinovich y Silva junto a Kevin Carter y Ken Oosterbroek. Compañeros de trabajo desde 1991, para cuando Mandela ganó las elecciones tres años después, dos de ellos (Carter y Oosterbroek) estaban muertos. Según dice el Arzobispo y Premio Nobel de la Paz Desmond Tutu en el prólogo del libro, esos cuatro fotógrafos fueron los que ayudaron a contar la historia: Nos maravillaban con su trabajo ¿Cómo hacían para capturar esas imágenes en el frenesí de la matanza? Debían tener un coraje extraordinario para trabajar en los campos de la muerte tan imperturbablemente y con tanto profesionalismo. Y debían ser bastante fríos para enfrentar ese horror como parte de su trabajo. Ahora que han roto el silencio sabemos cómo operaron en equipo, cuán frecuentemente debieron ser insensibles, al punto de pisotear cadáveres sin mostrar emoción, para capturar esa imagen que les demandaban las agencias. Ahora sabemos un poco el costo de ese constante contacto con la muerte que ellos llamaron, con humor macabro, el Bang Bang Club. Los sudafricanos les debemos muchísimo por su contribución en este frágil proceso de transición de la represión a la democracia, de la injusticia a la libertad. Marinovich y Silva, los sobrevivientes del grupo, empezaron a escribir una crónica de aquellos tiempos durante la transición sudafricana, en 1997. Confiesa Silva: No queríamos ni hablar sobre esa época. Y cuando nos decidimos a hacerlo, fue un viaje de descubrimiento. Las preguntas sobre nuestros actos eran muy complejas, más allá de cuánto los hubiéramos racionalizado. Aún hoy no podemos liberar del todo la rabia y la amargura que nos invade cuando recordamos. Es parte de nosotros, de nuestro país. Lo que descubrimos que nos unía como grupo era que cuestionábamos la moralidad de nuestro trabajo, que había momentos y lugares en los cuales había que bajar la cámara y dejar de ser fotógrafos. La amistad entre los miembros del Bang Bang Club empezó en los años 80. Greg Marinovich conoció a Kevin Carter, el más inestable de los cuatro, a través de su hermano, un periodista deportivo. Carter era jefe de fotografía (duraría poco en el puesto) del periódico anti-apartheid Weekly Mail. A principios de los 90, Marinovich y Carter empezaron a recorrer los barrios negros juntos. Carter era amigo íntimo de Ken Oosterbroek, jefe de fotografía de The Star, dos veces elegido Fotógrafo Sudafricano del Año, y el más arrogante y atractivo del grupo. Marinovich lo admiraba,y le gustaba trabajar con él. El club se completó cuando Joao Silva entró a trabajar en The Star, a instancias de Ooesterbroek. Había amistades individuales entre los cuatro, y a la vez un lazo común. Nuestras novias y esposas se hicieron amigas, y nos juntábamos siempre a cenar o discutir las fotos cuando uno de nosotros había logrado algo bueno, escribe Marinovich. Cuando había mucha violencia, formábamos una patrulla de madrugada: nos levantábamos antes de las primeras luces para recorrer juntos los barrios, cosa de no estar tan desamparados si sonaba la alarma. El amanecer era la transición entre el caos de la noche y el supuesto orden del día, el momento en que la policía se llevaba los cadáveres. A veces, cuando escuchaba el despertador, buscaba cualquier excusa para quedarme en la cama. Pero saber que los otros me estaban esperando en alguna parte terminaba obligándome a levantarme. El amanecer también era la hora en que los trabajadores subían a los trenes: el momento en que había más gente en las calles, y el momento más propicio para la violencia. Para 1994 el Bang Bang Club ya era un grupo absolutamente unido: Les habíamos cerrado la puerta a todos los fotógrafos que se nos querían unir. Sí; éramos arrogantes, elitistas y muy competitivos. Era un poco ridículo, pero la verdad es que habíamos pasado años aprendiendo cómo conseguir buenas fotos en circunstancias tan difíciles, y no queríamos ayudar a ningún advenedizo, fuera local o extranjero, que pretendiera hacer lo suyo en un par de semanas y después irse. El Bang Bang Club fotografió casi todo, incluso la agonía de uno de sus integrantes, cuando Ken Oosterbroek fue asesinado por una bala perdida en Thokoza, en 1994. Pero nunca pudieron documentar el accionar de la tercera fuerza: los parapolicías y paramilitares blancos que asesinaban en los barrios negros. Estaba claro que esto sucedía: las denuncias se multiplicaban, así como las historias de hombres blancos con el rostro y la piel de los brazos pintados de negro para camuflarse. Pero el Bang Bang Club no logró una sola foto que documentara el terrorismo de estado. Las responsabilidades de la policía blanca se conocerían mucho después, en el Informe de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación, durante el gobierno de Mandela. El buitre y la niña Kevin Carter había nacido en una familia cristiana de clase media. En casa no éramos racistas, sino supuestos liberales. Fui criado para amar a mis semejantes, pero ahora cuestiono a la generación de mis padres por no haber hecho nada contra el apartheid. Cuando terminó la secundaria, Carter entró en el ejército. Pronto se dio cuenta que había sido un error: en 1980, trató de defender a un mozo negro que sus compañeros soldados insultaban. Lo golpearon tanto que terminó en un hospital. Cuando lo dieron de alta desertó e intentó empezar otra vida como disc-jockey en Durban, con nombre falso. Cuando descubrieron su verdadera identidad, intentó suicidarse por primera vez, con veneno para ratas. No lo consiguió, y aceptó terminar el servicio militar, con las penalizaciones correspondientes, para evitar más problemas. Cuando estuvo libre, empezó a trabajar como fotógrafo. A esa altura, ya era adicto a la Pipa Blanca: una combinación de Mandrax (de venta ilegal en Sudáfrica) y dagga (marihuana), que se fuma usando el pico de una botella rota. En 1993, cuando trabajaba para el Weekly Mail, Carter sintió que su carrera como fotógrafo estaba en un punto muerto, y decidió financiarse él mismo un viaje a Sudán. Lo acompañó su amigo Joao Silva. Querían trabajar en lo que los voluntarios llamaban El Triángulo de la Hambruna, en el sur de Sudán, donde el gobierno islámico estaba en guerra con las tribus Nuer y Dinka. Llegaron en un avión de las Naciones Unidas cargado de comida. Los pobladores hambrientos rodearon el avión, salvo aquellos demasiado débiles para caminar, que esperaban sentados alrededor de un improvisado comedor. Los dos vieron fotos por todas partes, así que se separaron por el campamento. Un rato después, Carter se acercó a Silva,excitado, restregándose los ojos, pero no llorando, y le dijo: Le estaba sacando fotos a una nena arrodillada, que apoyaba la cabeza contra el suelo, y de repente un buitre gigante se posó detrás de ella. Seguí disparando, y recién después espanté al buitre. Cuando trató de mostrarle el lugar, no se veía el buitre por ninguna parte, pero la nena seguía ahí, vencida por el hambre. Ninguno de los dos la ayudó a llegar al comedor, que estaba apenas a cien metros, cuenta Silva en el libro. Carter vendió la foto al New York Times, y ésta se convirtió en un símbolo de la hambruna, usada en infinidad de posters y campañas. Cuando se publicó en el diario neoyorquino, llegaron a la redacción miles de cartas preguntando qué había sucedido con la niña, qué había hecho el fotógrafo. Carter tuvo que confesar que no había hecho nada. Suponía, dijo, que se había levantado por las suyas y llegado al comedor. El 12 de abril de 1994, la foto ganó el Premio Pulitzer, el segundo de Sudáfrica. Cuando llamaron a Carter desde el diario para anunciarle que había obtenido el premio, el fotógrafo no entendió qué le estaban diciendo: llevaba dos días fumando Pipa Blanca sin parar, y no quiso ni atender a la ansiosa prensa extranjera. Marinovich cree que los cuestionamientos lo estaban enloqueciendo. Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella, decía Carter. No quiero ni verla. La odio. Su compañero no se atreve a juzgarlo en las páginas del libro. Cuando Joao y yo estuvimos en Somalía en 1992, en medio de la hambruna, ninguno de los dos recogió a un solo chico enfermo o agonizante, aunque vimos cientos. Los mirábamos morir y sacábamos fotos. Yo me sentí impotente cuando fotografié a un hombre cuyo último hijo se le estaba muriendo en sus brazos. Eran buenas fotos; la tragedia y la violencia son imágenes poderosas; por eso las pagan así. Algo de la emoción, de la empatía y la vulnerabilidad que nos hacen humanos se pierde cada vez que apretamos el disparador. Ken O En la primera mitad de los 90, Thokoza era el barrio negro más peligroso de Sudáfrica, a sólo 16 kilómetros al sudeste de Johannesburgo. Los muertos durante los enfrentamientos eran tantos que la policía dejaba los cuerpos tirados en las calles durante gran parte del día, supuestamente porque no daban abasto. Había jaurías de perros callejeros que se alimentaban de cadáveres. El 18 de abril de 1994, el Bang Bang Club (salvo Kevin Carter, que supuestamente estaba dando entrevistas por su Pulitzer) entró a Thokoza. Querían cubrir la batalla entre los partidarios del CNA e Inkhata. Iba a ser atroz: faltaba muy poco para las elecciones. Esta vez estaban los peace-keepers, un cuerpo policial transitorio integrado por miembros de la policía sudafricana, miembros del ejército de las homelands y guerrillas de los movimientos de liberación, que tenía como fin controlar la violencia, sin ninguna eficiencia. La incapacidad de la policía había irritado a Oosterbroek, que a esa altura era el único miembro del Bang Bang Club que se había hecho famoso (se lo conocía simplemente como Ken O) y amenazaba convertirse en una leyenda viviente, no sólo por su prestigio como jefe de fotografía del diario de mayor tirada de Johannesburgo, sino por su itinerario vital (el nacido en una familia conservadora y racista que se dedicaba a documentar la violencia) y por su cuidada imagen de sex-symbol motociclista: pelo largo, bigotes, un perenne cigarrillo de marihuana entre los labios, música de los Doors y Bob Marley siempre a su alrededor y su extraña relación con Mónica, una periodista del Star que amenazaba con matarlo si la abandonaba. Al atardecer, después de una discusión de Ken O con los policías, el Bang Bang Club se protegió precariamente de un tiroteo. No fue suficiente: las balas policiales hirieron a Greg Marinovich, que estuvo a punto de perder un pulmón, y Ken O agonizaba en brazos de Gary Bernard, un fotógrafo novato del Star, mientras Joao Silva los fotografiaba. Escribe Marinovich: No podía hacer otra cosa. A Ken le hubiera gustado ver las fotos al otro día. De hecho, Joao pensó que Ken, siempre tan preocupado por su imagen, hubiera preferido fotos donde el pelo no le tapara la cara. A fin de cuentas, Ken era el profesional consumado, el que le había enseñado que primero se sacaban las fotos y después se lidiaba con los demás. Ken O murió camino al hospital. Esa misma noche, Joao Silva en un bar, borracho, destrozó varias cámaras y pensó en dejar la fotografía, mientras Kevin Carter gritaba a quien quisiera oírlo que esa bala debería haberla recibido él, no su amigo íntimo. Si embargo, al día siguiente, Silva y Carter volvieron a Thokoza, y fotografiaron el estallido de violencia más grande de toda la guerra civil, y el último de esa magnitud. Mikey Persson, un fotógrafo inglés que solía acompañarlos, dejó la profesión ese mismo día. Hoy vive en California, dedicado a sacar fotos publicitarias de Harley Davidsons y tatuajes: Dice que a veces extraña la adrenalina de la guerra, pero cuando le sucede eso, recuerda lo que pasó en Thokoza, y la excitación se desvanece al instante. Dos días después de Thokoza, Inkhata anunció que participaría en las elecciones, y aceptó un alto el fuego. Ante la decisión, Nelson Mandela dio un discurso, en el que dijo: Esperemos que Ken Oosterbroek haya sido la última víctima. Hoy, en Thokoza, en el mismo sitio donde cayó bajo las balas, hay un monumento que lo recuerda. La vida demasiado dura Kevin Carter fue aclamado como un héroe en Nueva York cuando fue a recibir su Pulitzer. Todo el mundo quería conocer al hombre que había tomado esa foto atroz, y se sorprendían al descubrir un joven simpático, con su tatuaje del mapa de Africa en el brazo y la mirada algo perdida. Reuter lo había despedido después que terminara chocando contra un árbol y arrestado por manejar borracho cuando debía ir a sacar fotos de un mitin donde hablaría Mandela. Ahora, sin embargo, todo el mundo quería contratarlo. Carter terminó firmando para la agencia francesa Sygma. Pero no sólo no conseguía otra foto tan sobrecogedora como la de la niña y el buitre, apenas era capaz de hacer fotos. Perdí la paciencia con él en esa época, escribe Marinovich. Teníamos que manejar tantos problemas, y Kevin sólo complicaba los asuntos más sencillos inventando un drama tras otro. En julio de 1994, Sygma le pidió que cubriera la visita de Mandela a Mozambique. Carter no pudo despertarse a tiempo, a pesar de que había programado tres relojes. Milagrosamente consiguió un vuelo, y pudo tomar las fotos. Cuando regresó a Sudáfrica, fue a cenar a casa de un amigo y se dio cuenta de que había olvidado los rollos en el avión. Frenético, volvió al aeropuerto, pero nunca pudieron encontrar el material. Hasta el día de hoy, esas fotos están perdidas. Pocos días después, el 27 de julio, Kevin Carter entró a su camioneta, conectó el caño de escape a una manguera, cuyo otro extremo echaba los vapores dentro de la cabina herméticamente cerrada y se calzó su walkman. Su nota suicida, de más de ocho páginas, decía: Estoy deprimido, sin teléfono, sin dinero... atrapado por imágenes de asesinatos y cadáveres, furia y dolor, niños heridos o muriéndose de hambre, hombres que apretan el gatillo con alegría, policías y ejecutores... Voy a reunirme con Ken, si tengo suerte. Escribe Marinovich: Convertimos a Ken en un héroe, pero fuimos mucho más ambivalentes con la muerte de Kevin. Yo seguí enojado con él durante mucho tiempo. Aceptamos hablar con los periodistas que escribieron artículos sobre la tragedia de Kevin Carter, pero con reticencia. Después vino aquel tema que escribieron los Manic Street Preachers sobre Kevin, en el disco en el que estaba Everything Must Go, que vendió millones de copias. Y después vino aquella obra de teatro basada en su vida. Y terminó imponiéndose la teoría de El Hombre Que Había Visto Demasiado. Pero hay una parte mía que sigue viendo la muerte de Kevin de la misma manera que la vieron los jóvenes luchadores de Thokoza. Un día, volvimos con Joao a la calle Khumalo, muy cerca de donde había muerto Ken O, y nos encontramos con un grupo de camaradas que nos recordaban. Sus casas estaban inhabitables, incendiadas, pero ellos seguían ahí, porque no tenían dónde ir. Uno de ellos se había enterado del suicidio de Kevin, y me dijo burlonamente: ¿La vida era demasiado dura para él? No supe qué contestarle. El fin del club Nos sentíamos culpables. Nos sentíamos buitres. Habíamos pisoteado cadáveres, metafórica y literalmente, para ganarnos la vida. Pero no habíamos matado a esa gente. De hecho, salvamos vidas. Y, a lo mejor, nuestras fotos marcaron una diferencia, mostrándole al mundo la lucha de la gente por sobrevivir, algo que de otro modo no hubieran conocido, o no tan nítidamente. Hubo momentos, como en Soweto, donde fui culpable por no intervenir. Pero yo no tenía la culpa por los miles de hutus muriendo de cólera en el este del Zaire, ni por la policía abriendo fuego sobre civiles desarmados en Boipatong. El sentimiento de culpa quizá tenía que ver con nuestra incapacidad de ayudar. Manejar la culpa es fácil. Superar la incapacidad de ayudar es mucho más difícil, casi imposible. Hoy puedo decir que no sufrimos ni la centésima parte de lo que sufrió la gente de nuestras fotografías. Hoy puedo decir que no éramos responsables: solamente testigos. A fines de 1994, meses después de la muerte de Kevin Carter, Joao Silva descubrió que algo en él había cambiado. Estaba en Afganistán, en la ciudad de Kabul, bajo fuego de tanques soviéticos. Durante un bombardeo, vio emerger de la polvareda a un hombre que llevaba a su hijo moribundo en brazos y pedía ayuda. Silva los cargó en su auto y los llevó al hospital, donde el niño murió. Hubiera tardado un segundo en sacarles la foto, pero no lo hice. En otro momento, hubiera fotografiado primero y quizá, sólo quizá, habría tratado de salvar al niño después. Nunca me había sucedido antes: de alguna manera, que ese chico muriera delante de mí hacía que todo lo demás pareciera insignificante. |