MUSICA Carnota habla del folklore sin poncho ni gel
A
contrapelo
Grabó
Entre la ciudad y el campo y Contrafuego, dos discos superlativos. Algunas
de sus canciones ya son clásicos criollos. Pero el mercado
le dio la espalda y Raúl Carnota rumbeó hacia Estados
Unidos, donde sobrevivió latinizando canciones de ABBA y Sakamoto.
Convencido de que allá nunca van a entender una chacarera, volvió
al pago, se juntó con los amigos en Oliverio y grabó en
vivo el extraordinario Sólo los martes.
POR
FERNANDO DADDARIO
En Raúl
Carnota la identificación folklórica se manifiesta de
manera sutil, como si la esencia criolla lo hubiese rozado apenas. Acaso
sea esa relación tangencial lo que alejó su música
de todos los clisés telúricos, modelando su carrera en
los márgenes del circuito. Será porque nació en
Almagro, pero se crió en Mar del Plata, o porque se juntaba con
los peones del campo, pero en su casa escuchaba a Frank Zappa, o simplemente
por su espontánea tendencia al tráfico de influencias
culturales, lo cierto es que Carnota no se parece en nada a sus colegas
del folklore argentino.
De adolescente, en Mar del Plata, como sentía fobia a los
turistas, en cuanto llegaba el verano me escapaba a un campo en Mar
Chiquita. Andaba a caballo, bajaba al mar, me juntaba con los peones,
se armaba la matera a las once de la mañana. Mi vida se llenaba
entonces de milongas camperas, que no tienen nada que ver con lo que
conocemos de Atahualpa Yupanqui, por ejemplo. Era otra cosa. Y yo venía
de escuchar a Zappa, es cierto, pero también de darme cuenta
de que no podía tocar como él. Por suerte me di cuenta
pronto de eso y empecé a hacer folklore.
La carrera artística de Carnota podría resumirse a partir
de un puñado de canciones que ya son clásicos del cancionero
criollo más exquisito: Pecado de juventud, Grito
santiagueño, Gatito elas penas, entre
otras. También cabría agregar que en 1986, en Cosquín,
fue elegido Mejor Autor e Intérprete del año. Y que grabó
discos fundamentales como Entre la ciudad y el campo y Contrafuego,
ignorados por esa entelequia que llaman mercado y reivindicados
por un gueto ajeno a la realidad folklórica del revoleo de ponchos
(Soledad) y la canción melódica camuflada (Los Nocheros,
Luciano Pereyra). Su último CD se llama Sólo los martes,
un nombre que remite al ciclo de recitales que realizó en Oliverio
hace tres años junto con Eduardo Spinassi y Rodolfo Sánchez.
Un álbum adrenalínico, con la improvisación como
leit motiv y registro vivo de un reencuentro que Carnota necesitaba
más allá de lo musical: venía de vivir un año
y medio en los Estados Unidos; tocar nuevamente con sus viejos amigos
fue algo así como volver a vivir.
Para reconstruir el personaje Carnota (que, a priori, parecería
despojado de toda singularidad anecdótica), habría que
contar que, cuando menciona esa estadía en los Estados Unidos,
hace cinco años, lo hace con la naturalidad de quienes no necesitan
venderse como producto artístico. Dice, por ejemplo, que su trabajo
allá, lejos de toda pretensión, consistió en latinizar
temas en inglés: Desde unas batatas de ABBA, como Waterloo,
que hice para Atlantic Records, hasta músicas de Ryuichi Sakamoto.
Y no mucho más. ¿Por qué? Me resultó
difícil adecuarme a la música de ellos sin perder nivel,
me costó encontrar músicos norteamericanos para hacer
lo mío. Es que ya es tarde para que logre tocar jazz como ellos
y sería un milagro que un yanqui entendiera una chacarera.
Su viaje, en definitiva, sólo le sirvió para comprobar
que los McDonalds son los sitios más ordinarios de
Estados Unidos. A tal punto que, cuando llegó la hora del
balance, se volvió porque extrañaba las comidas, los amigos
y el buen vino.
Sentado a una mesa de un bar de San Telmo, Carnota fuma tabaco holandés
y arma sus propios cigarrillos (lo hago desde hace muchos años
y por accidente: hubo un lock-out cigarrero y, como no podía
soportar la vida sin cigarrillos, el kiosquero me ofreció la
alternativa del tabaco y el papel por separado), proyectando también
a ese vicio su desapego a los convencionalismos. Cuando habla, del mismo
modo que cuando compone, desafía todas las ortodoxias: Me
hablan de lo tradicional en el folklore y no lo entiendo. ¡Si
desde que llegaron los españoles es música de fusión!
Es lo mismo que la supuesta mística, esa que determina que el
folklore es empanada y vino: y resulta que la empanada es una maravilla
que nos legaron los árabes. Y el vino lo trajeron los españoles.
Carnota muestra sorpresa cuando se le comenta el espíritu prolífico
de otros artistas, Andrés Calamaro por ejemplo, que en un par
de meses compuso y dejó listas más de cien canciones.
Yo soy mi más feroz crítico. Si me pasara un mes
encerrado en mi casa, a lo mejor haría cien temas... pero cien
temas de mierda. Si me lo propusiera, quizá llegaría a
esa marca, el problema es que no creo en los concursos ni en la supuesta
importancia de salir primero en esas cosas. Para mí, componer
es como hablar: se debe hablar sólo cuando se tiene algo para
decir. Si no, igual que en una maraña de notas, lo mejor es el
silencio.
Quizá por eso les huye a los festivales masivos y prefiere refugiarse
en reductos donde establece otro tipo de relación con el espectador.
Hay músicos que tocan para la tribuna y otros que tocan
para la música. No se pueden hacer las dos cosas. Yo no necesito
que el público tire mesas al aire para satisfacer mi ego.
Cuenta entonces que una vez se presentó con su banda en el Festival
Nacional de Chamamé en la mismísima República de
Corrientes... y no tocaron ningún chamamé. Estábamos
en un mal sitio, evidentemente esa gente necesitaba otra cosa. Había
mucha agresividad desde antes que empezáramos a tocar y no les
echo la culpa a los correntinos sino al alcohol. La cuestión
es que, como estaba todo mal, pero el sonido era bárbaro, decidimos
hacer un ensayo con público. Había algunos conjuntos que
intentaban desesperadamente complacer a la gente y no lo conseguían.
Nosotros, en cambio, tocamos para nosotros. Eso me hace acordar de una
época en que yo era productor musical de Clemente y sus
hinchadas. El programa tenía un personaje que, cada vez
que terminaba de cantar un tema, le decía al público:
Los amo, los amo a todos... La verdad es que a mí me resultaría
dificilísimo decir algo así: habría que tener una
capacidad amatoria terrible, ¿no?.
Carnota llegó a grabar su primer disco luego de firmar un contrato
leonino. Lo único que exigí era grabar lo que quería,
como quería, y elegir yo la tapa, los músicos, todo. Así
que, de todas las macanas que quedaron registradas en ese CD, yo soy
el único responsable. Y de cómo me cagaron también.
Liberado hace tiempo de aquel injusto contrato, el problema actual es
otro, relacionado con lo que se espera de un folklorista y lo que tiene
Carnota para ofrecer: Ahora me está pasando que cada vez
tengo menos afinidad compositiva con lo rural y me siento más
comprometido con sonidos urbanos. No es una decisión; es lo que
sale. A Fito le preguntaban al año siguiente de El amor después
del amor: ¿y ahora qué vas a hacer? Como si existiese
una fórmula. Yo no tengo la más puta idea de cómo
se hace un éxito. A otros les sale. Y está bien que sea
así. Carnota deja para el final una máxima, que
le transmitió el Mono Villegas y que él trata de llevar
adelante como puede: Lo más importante es no traicionar
a la música, porque ella nunca traiciona, y no tiene la culpa
de lo que le hagamos.
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