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Fortaleza del sol

 

 

 

Desde el límite con Catamarca hasta la frontera con Salta, un recorrido por los valles de Tucumán. Cerros de piedra, gigantescos cardones y un rosario de pueblos donde siempre brilla el sol. Calles de tierra y centros culturales en Amaicha del Valle. Las Ruinas de Quilmes, uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del país y una de las mayores atracciones turísticas de los Valles Calchaquíes.

Textos y fotos: Alejo Schatzky

La ciudad de Santa María es la última localidad catamarqueña dentro de los Valles Calchaquíes y el centro de abastecimiento y comunicaciones más importante de la zona.

Considerada la Capital Nacional de la Arqueología, es un buen punto de partida para quienes se aventuran hacia el norte, hacia el nacimiento de los valles allá arriba, en tierras salteñas. Es también el lugar indicado para informarse acerca de las culturas que habitaron la región y le otorgaron su carácter tan particular. Para ello es indispensable hacer una visita al Museo Provincial Arqueológico Eric Boman, donde se puede apreciar una deslumbrante colección de vasijas y urnas funerarias pertenecientes a las culturas calchaquíes, que moraron en la zona entre los años 300 antes de Cristo y el 1500 de nuestra era aproximadamente.

Los que vienen viajando del sur, atravesando los paisajes áridos de Catamarca por la ruta 40, descubrirán con agrado que la ruta provincial 307 es de buen asfalto –un bien muy apreciado en estas zonas– y que lleva directamente al próximo punto del recorrido: Amaicha del Valle, en territorio tucumano.

Campos tucumanos.

El camino asciende y al entrar en tierras tucumanas comienza a verse una cadena de cerros de piedra vestidos de cactus altísimos. Al poco andar se llega a Amaicha, la perla del valle para muchos, donde los lugareños se jactan de tener 360 días soleados al año (aunque no hay que sorprenderse si uno llega en los cinco restantes).

Para el que mira sin ver, el campo es campo nomás decía Atahualpa Yupanqui, y para el que viaja apurado todos los pueblos son iguales: plaza, iglesia y sabor a siesta, la foto repetida que va a parar al cajón del recuerdo de lo efímero.

Amaicha no es la excepción: no hay secretos ocultos al final de sus calles de tierra; no hay sorpresa o misterio al pie de los cerros azules que la rodean; no hay tesoros escondidos dentro de los gigantescos cardones que afloran aquí y allá. Y sin embargo es un pueblo particular, único como cada uno de los granos de arena que conforman las dunas tras las cuales se oculta el sol del valle. Y esa unicidad espera mansamente ser comprendida, aguarda en la mirada profunda de los hombres que habitan este callado rincón del planeta.

Los dedos de los cardones parecen marcar un alto en el camino de Amaicha a Tafí del Valle

“Amautas” en los cerros.

Parece no ser errado aseverar que es la gente la que atesora la llave que abre esta puerta tan sutil que descubre las verdades evidentes. Y esta gente lleva nombre y apellido, son los rostros que el viajero encuentra en cada calle y que el internarse un poco más allá del primer contacto rescata del anonimato.

A esta estirpe de seres humildes que detentan saberes antiguos pertenece la familia Aguaysol, que dirige la Fundación Amauta en Los Zazos. Los Zazos es un rincón de Amaicha, casi un barrio, a cuatro kilómetros de la plaza que es el corazón del pueblo.

Esta Escuela Cultural y Ecomuseo –como ellos mismos la nombran– promueve la creación de trabajos comunitarios y la realización de talleres, cursos, exposiciones, publicaciones, campañas médicas, planes de reforestación de especies autóctonas y otras actividades orientadas a la participación colectiva y al mejoramiento de la calidad de vida y el nivel de educación de la comunidad.

Mientras recorre la acequia que lleva el riego a los campos del valle, Balbín Amable Aguaysol, “director ejecutivo” de la fundación y poseedor de una sonrisa indeleble, comenta que Amautas –que en quechua significa Maestros– eran los sabios entre los incas, los guías espirituales. Por haber nacido y vivido en los cerros conoce todos los trayectos de la zona, incluso aquellos donde no hay caminos y hay que ir inventando la huella, a veces a través de sembradíos, a veces con los pies dentro de arroyos de aguas frescas y cristalinas. Siguiendo una calle refrescada por la sombra de añosos algarrobos se llega al Complejo Cultural Pachamama, desde donde se tiene una excelente vista del valle. El lugar es un gran museo arqueológico-antropológico que también posee un sector de geología y paleontología. Pero lo que más se destaca es la colección de tapices y esculturas del artista Héctor Cruz, quien hace unos cuantos años adquirió fama internacional debido a la calidad de sus trabajos, y que recientemente volvió a adquirir cierta fama por su vinculación con unos hechos relacionados con la tenencia de unas tierras.

Un día en Amaicha

Generalmente se amanece temprano, porque quien ha llegado hasta aquí ha vuelto a poner en hora su reloj biológico, que funciona con los tiempos del sol. En cualquier época del año las mañanas son frescas de un cielo pálido, como oculto detrás de un tenue velo. Es el momento de salir a buscar el cerro, de remontar el río por una senda de álamos hasta donde permitan las piernas. Cuando las sombras comienzan a acortarse es el momento de volver al hogar, procurar el cobijo de un techo y el abrigo de un plato de comida. De las casas se desprenden los aromas del almuerzo que invaden el aire y todo huele a empanadas hechas en hornos de barro, a pan criollo amasado con grasa y a locro de zapallo y maíz.

Inútil resistirse luego a la siesta que se impone, imposible no entregarse a la dulce modorra que sobreviene después de la comida. Es el momento de mayor calor del día, las calles desiertas, el aire quieto, el pueblo entero sumido en un profundo silencio.

Con la declinación del sol la villa se despierta de su letargo. Es el tiempo de la contemplación, de buscar la sombra perfumada de un molle. Los cerros enrojecen hasta el límite de lo verosímil, las sombras van ganando el valle, la noche temprana llega descubriendo los astros innumerables de los campos del cielo.

En Amaicha, el Centro Cultural Pachamama

Las Ruinas de Quilmes.

La ruta provincial 357 desciende suavemente hasta el valle del río Santa María atravesando una suerte de planicie muy amplia. Lejos hacia el este se ven las cumbres calchaquíes, y lejos hacia el oeste las Sierras de Quilmes. El camino se vuelve solitario, con algunos ranchos de adobe a los costados, hasta que llega al empalme con la ruta 40, que reaparece junto al río.

Tomando hacia el norte, a los pocos kilómetros se llega a un desvío hacia la izquierda: es el camino que lleva a las Ruinas de Quilmes, una de las mayores atracciones turísticas de los Valles Calchaquíes. Este asentamiento indígena es uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del país. Aquí vivieron los aguerridos indios quilmes, que venían huyendo de la dominación inca que asolaba las tierras del norte de Chile. Este sitio tomaron como hogar alrededor del año 800 para disgusto de los indios calchaquíes, con quienes mantuvieron cruentas batallas en un principio. Finalmente se aliaron para combatir al español, que los derrotó a mediados del siglo XVII. Las familias que sobrevivieron al sitio por hambre al que los sometió el conquistador fueron deportadas al sur de la provincia de Buenos Aires (a la localidad que hoy lleva su nombre) donde terminaron extinguiéndose.

Las ruinas se dividen en dos partes: una es la ciudadela –donde llegaron a vivir unas 5000 personas– que se encuentra sobre el cerro Alto del Rey. La otra consiste en dos fortalezas construidas en las partes más elevadas, desde donde se domina el valle. Uno de los sectores de la ciudadela ha sido restaurado, lo que le quita un poco de misticismo. Es recomendable entonces adentrarse en las ruinas, recorrer los pasillos que atraviesan las casas de piedra y perderse monte arriba, entre cactus y antiguas paredes de roca.

Los quilmes vivían principalmente de la agricultura. Testimonio de ello son las terrazas de cultivo que se levantan en el cerro y los morteros esculpidos en la piedra que se encuentran por todos lados. Al pie del cerro hay un museo donde se exhiben gran cantidad de piezas encontradas en las excavaciones del sitio y una tienda de venta de artesanías.

Hoteles, hosterias y camping

En Santa María hay desde residenciales hasta hoteles de categoría. También es posible acampar.

En Amaicha las opciones son: el Hostal Colonial ($10 por persona), la Fundación Caná, que ofrece cuartos comunitarios por $ 6 por persona, unos cuartos de alquiler detrás de la estación de servicio ($10 - $20 por persona) y la Fundación Amautas, que cobra $10 por persona con pensión completa. Hay además dos camping.

En Tafí hay gran variedad. Lo más económico son las cabañas del autocamping Sauzales, que cuestan $20 para 4 personas. Los hospedajes cobran entre $10 y $15 por persona, y el hotel más caro $120 la habitación doble con media pensión.

El Parador de Ruinas de Quilmes cobra $80 la doble con desayuno.

 

A un paso de Salta

La ruta 40 sigue hacia el norte atravesando algunos caseríos hasta que llega al pueblo de Colalao del Valle. Allí nace un camino de ripio que lleva al pueblo y yacimiento arqueológico de El Pichao, que es mucho más pequeño que las Ruinas de Quilmes, pero que, al no estar restaurado, resulta más atractivo.

Colalao del Valle es el último punto de los Valles Calchaquíes en territorio tucumano. Tan sólo diez kilómetros al norte una línea invisible da un nuevo nombre al vasto mundo que se alza frente a nosotros. Hemos llegado a Salta, y por más que la ruta que seguiremos es la misma, todo cambia radicalmente aunque en un principio no se perciba diferencia. Atrás queda la senda que algún día esperamos volver a pisar. Adelante camino nuevo, historias nuevas, el eterno misterio de los nuevos lugares.