POR MARIO WAINFELD.
Cuando el coro
era protagonista
Es Rodolfo Galimberti un cabal símbolo, una cifra de lo
que fue la Juventud Peronista? ¿Es ese aventurero capaz de
transformarse en socio de sus ex secuestrados, una síntesis
o una metáfora de lo que fueron los 70?
Una primera respuesta posible sería excluirlo por algunas
de sus peores marcas personales: el individualismo, su vocación
por el dinero y el poder medido en los términos que proponen
quienes fueron antaño sus enemigos. Ese criterio que
comparto en cuanto conlleva una valoración del pasado muy
superior a la figura de un condottiero de derecha que integró
una curiosa vanguardia de izquierda me parece incompleto.
También me parecería parcial aunque también
certero señalar que no es la cúpula de las organizaciones
armadas la síntesis, ni aun la mejor representación
de la militancia de aquel remoto entonces.
Lo que sospecho es que el fenómeno político de los
70 no se deja contar por ninguna biografía. Ni la de Galimberti,
ni la de Carlos Mugica, ni la de Mario Firmenich, ni de la Roberto
Santucho, ni la de los militantes de segunda línea que testimonian
en la película Cazadores de Utopías (nombres estos
que enumero sin pretender agotar nómina alguna, sugiriendo
las asociaciones más ostensibles que desata cada uno de ellos).
La imposibilidad no deriva de la falta de importancia o pertinencia
de esos u otros protagonistas sino de la naturaleza del fenómeno
que encarnaron. Un fenómeno esencialmente colectivo, el de
una generación que se jugó en pos de una sociedad
mejor y antes que mejor distinta, y antes que distinta nueva
que creyó en lo que decía, que le puso el cuerpo a
sus palabras y que pagó con usura esas decisiones. Con digno
castigo por haber querido cambiar el mundo y por haber metido miedo.
Parece fábula decirlo hoy, cuando las relaciones de fuerzas
parecen cristalizadas y los privilegios eternos. Pero esa generación
metió miedo en el poder. Y, ojo, en parte asustó por
la violencia de algunas acciones, pero mucho más porque engendró
entre los dueños del poder la sensación de que la
revolución fuera lo que fuera estaba ahí
nomás. Y, si no la revolución, un cambio importante,
un feroz barajar y dar de nuevo.
Lo que, con titubeos, trato de decir es que lo que dio el tono dominante
a los 70 no fue la violencia sino esa otra gran ausente de hoy:
la política con su potencial de cambiar la sociedad. Y que
la violencia tuvo que ver con el autoritarismo, con cierta excitación
a veces adolescente y militaroide (mucho de eso hay en Galimberti)
pero también derivó (fue la medida) de la gravedad
de lo que había en juego.
Ningún individuo sintetiza esos tiempos, porque en esencia
no fueron tiempos de individualidades... aunque claro está
las hubo fascinantes, decadentes, valientes y, con expresiva asiduidad,
heroicas. Al fin y al cabo, los 70 hubieran sido lo mismo que fueron
si Galimberti, literalmente, no hubiera existido. El tono lo dieron
las multitudes, las agrupaciones, los militantes de base. Si se
quiere, en términos del pasado, los movimientos más
que los partidos o las orgas.
Ningún relato biográfico, por riguroso y preciso que
fuera, pintará un fresco integral de esos tiempos. Se dejan
pintar mejor por varias voces como lo hizo, para mí hasta
ahora insuperadamente La Voluntad, de Eduardo Anguita y Martín
Caparrós. Relato sugerente a fuerza de excelentemente escrito
y sentido pero sobre todo por su estructura de relato coral.
Es que esa fue la época en que el coro ocupó el centro
de la escena. Aunque eso parezca fábula hoy, en tiempos en
que sólo en la política y no sólo en
la política los que hegemonizan todo son los solistas,
usualmente desafinados y, lo que es peor, desangelados.
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POR LUIS BRUSCHTEIN.
Deslumbrado por el
fusil
La figura de Galimberti tiene la fuerza del paradigma negativo.
Resume en forma exagerada, hasta el grotesco, aquello que en el
conjunto aparece más disperso, mezclado con otros valores.
Es decir, la gran mayoría de los jóvenes militantes
montoneros de los 70, los que sobrevivieron y los que no,
verían en Galimberti exactamente lo que ellos no querían
llegar a ser. Galimberti, y algunos pocos más, no son representativos
de esa generación. Y sin embargo fueron parte de ella.
Leyendo su biografía es difícil explicarse qué
hacía Galimberti junto a ellos. Una explicación casi
de cajón está en la concepción de la violencia,
de lucha armada, que primaba en las organizaciones guerrilleras.
Esta concepción se basaba en la idea de que el fusil es un
objeto inerte y depende de quien lo empuñe.
La realidad demostró que no es así. La organización,
la estrategia y el pensamiento militar imponen una lógica
propia que tiende en todo momento a imponerse sobre la ideología.
De lo estrictamente militar se desprenden valores militares que
abarcan desde concepciones sobre el debate y las jerarquías
hasta la idea de triunfo, éxito o victoria. Y por lo general
son valores opuestos a los de una lucha obrera y popular por sociedades
más justas. Un militante popular, triunfa o es derrotado
junto a su pueblo, porque su destino está unido al de su
pueblo. Lo ideológico no reside sólo en definirse
ya sea marxista, trotskista o peronista o lo que sea, sino en la
forma en que se concibe la relación de la organización
y del militante con los trabajadores y su pueblo.
En vez de concebir a la lucha armada, en todo caso, como un mal
necesario cuya práctica sería necesariamente corrosiva,
se la concebía como todo lo contrario, como una acción
purificadora para la conciencia de los militantes. De esta manera
la ideología quedaba inerme frente a la acción degeneradora
del militarismo y un militante revolucionario podía quedar
equiparado con un aventurero con aptitudes militares.
Las organizaciones guerrilleras no supieron resolver esa contradicción
lo que permitió que entre otros problemas, además
de la gran mayoría de los militantes motivados por la propuesta
ideológica, se sumaran otros más deslumbrados por
la acción militar que, justamente por eso, nunca llegaron
a compartir realmente los valores de vida de sus compañeros
aunque coexistieran con ellos.
Habría que diferenciar que para esas organizaciones y para
la mayoría de sus militantes y simpatizantes esta problemática
entre ideología y militarismo se expresaba como una contradicción
mal resuelta. La diferencia es que para Galimberti no fue así
porque, evidentemente, nunca pesó el polo ideológico,
sólo el polo militarista, al punto que aún hoy sigue
siéndolo, ahora como empresario de guardaespaldas.
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POR JOSE PABLO FEINMANN.
Galimba, el colimba
Hay una instrumentación política en la maniobra por
instaurar al oscuro Galimba como símbolo de la militancia
de los 70. Si ése fue el símbolo, poco puede
haber de rescatable en los valores de esos años. En suma,
que lo que reste de todo un proceso histórico complejo, rico
y hasta fascinante sea un personaje tramado por la ambición,
el pragmatismo impúdico y el matonismo favorece a toda una
concepción que busca desacreditar los valores de la militancia,
del compromiso histórico, de los afanes por la transformación
social.
Hace un par de años un escritor polemizó con otro
(cosa rara, ya que los escritores raramente polemizan y menos aún
¡Dios los libre! sobre cuestiones políticas)
acerca de los compromisos de cierta literatura con el videlismo.
Tomás Eloy Martínez le reprochó a Abel Posse
haber sido embajador en Venecia durante los años tenebrosos.
Posse se defendió de un modo paradigmático. Instrumentó
la cuestión Galimberti para protegerse. Respondió
algo así como ¿Iba yo a abandonar la deliciosa
(sic) Venecia para acompañar a Firmenich y Galimberti?.
El razonamiento es paradigmático porque reduce todo un momento
histórico (toda una historia: la de la militancia de los
70) a un personaje desdeñable. O a dos. Firmenich y
el Galimba.
Hay algo patético (y terriblemente injusto) acerca de la
militancia de los 70. Lo dice Martín Caparrós
en Cazadores de utopías. Cito de memoria: Cualquier
militante republicano de la Guerra Civil Española puede hablar
con orgullo de su historia. La izquierda peronista, no. Se
ha logrado instalar en la sociedad que toda insisto
la complejísima urdimbre que constituyó a la izquierda
peronista fuera reducida primero a Montoneros y luego personalizando
a Firmenich y muy especialmente al Galimba. En esto
han colaborado los propios Montoneros por empeñarse en sumar
a su crédito la lucha de esos años. Si ellos fueron
la totalidad de la lucha, entonces les resulta fácil a quienes
desean hundir en el abismo de lo irrecuperable a toda una generación
dar un paso más y decir: ¿Cuál era la
conducción de Montoneros? Firmenich y Galimberti. ¿Qué
se podía esperar de una generación que siguió
esas conducciones?.
Incluso en el reciente libro de Miguel Bonasso (lo que voy a decir
aquí es meramente un apunte, ya que el libro de Bonasso y
sobre todo Miguel Bonasso merecen un análisis más
detallado que espero hacer pronto y que adelanté en la presentación
del libro), pareciera que la lucha fue la lucha de los clandestinos.
Se sabe, no obstante, que la mayoría de los desaparecidos
fueron obreros, y se sabe también que un obrero no es un
clandestino sino un hombre de superficie. Se sabe, en suma, que
los desaparecidos en enorme, abrumadora y dolorosa medida
fueron los llamados perejiles, que no sabían
manejar un arma ni pasar a la clandestinidad. Que eran la carne
fácil para las represalias que los militares ejercían
como respuesta a medidas tan atroces como la contraofensiva del
79, de perfecto cuño galimbertiano.
Galimberti representa lo peor de una generación, y nada de
lo bueno. Representa: 1) los fierros antes que la política;
2) el aventurerismo irresponsable; 3) el desapego y hasta el desdén
por toda política de masas. Curiosa condición, porque
el peronismo al que decía pertenecer siempre
fue un movimiento que concibió a la política en relación
con las masas. Y el marxismo también. Galimba hereda lo peor
del foquismo guevariano. Con una inmensa diferencia: el Che no ordenaba
contraofensivas desde París o desde Nicaragua. Si había
que ir a Bolivia, iba él. Si había que morir, moría
él. Por eso hoy lo respetamos, aun en la discrepancia. Galimba,
en cambio, ordena que nadie salga del país... en 1977. Ordena
(él y Firmenich, claro) que un pibe de diecinueve años
(El Missi, Ernesto Sapag) apoye con las armas la huelga ferroviaria
de octubre (diecisiete) de 1977. Y al Missi lo matan. Y muchos,
demasiados obreros desaparecen porque los militares se justifican
en que la acción guerrillera transforma en subversiva a la
huelga ferroviaria. No hay nada más opuesto salvo la
política de la patronal a una huelga obrera que una
acción miliciana. Notienen nada que ver una con otra. ¡Qué
bien les vino a los militares el apoyo guerrillero a
la huelga del 77! Así, al Missi (hecho que sensiblemente
narra Bonasso en su libro, sin extraer las conclusiones que yo extraigo)
lo matan, desde luego, los genocidas de la seguridad nacional, pero
antes lo había matado desde México la
conducción de Montoneros. 4) Y, por último, el Galimba
representa la metamorfosis de la militancia en militarismo. El concepto
de guerra que utilizan los Montoneros los transforma
en militares. Otorgar a la ratio militarista que en
este país hubo una guerra es otorgarle todo, absolutamente
todo. Si hubo una guerra, ellos dirán, entonces, que en una
guerra se cometen excesos, que su intervención estaba justificada
y que debían salvar a la patria de un ejército agresor.
No hubo una guerra: hubo un ataque terrorista del Estado sobre todos
los sectores de la sociedad que pudieran representar una alternativa
o un impedimento al plan económico que se buscaba instaurar.
(Ver la Carta de Walsh. Quien, conviene recordarlo, decía,
a comienzos del 76, que había que suspender las acciones
armadas, ya que se estaba ante las puertas de una masacre. Walsh,
que no se fue a Italia a fundar ante las luces de la elegante izquierda
europea ningún Partido Peronista Montonero, sino que se fue
a una quinta en San Vicente, a meditar su Carta.) Pero para el Galimba
era la guerra. Vivía para el heroísmo y para los fierros.
Como todo fascista. Así, coherentemente, se transforma en
un milico. O en un colimba (Galimba-colimba), fanático
que desea mimetizarse con el enemigo. En uno de esos
colimbas que entran al Ejército para ser lo que
anhelan: militares. Lo que Bonasso narra bien cuando el Galimba
se encuentra con el Tucho Valenzuela (militante de hierro que había
salvado la vida de Firmenich) y, como gran expresión de respeto,
le dice: Mayor Valenzuela, solicito autorización para
continuar con la operación. Y el Tucho le responde:
Dale, Loco, no rompás las pelotas.
Bonasso (en un pasaje de gran importancia) escribe: Pienso
que la guerra sucia y sin cuartel que libramos puede deshumanizar
a más de un comandante. Me digo que si la deshumanización
llegara a ser total, la lucha dejaría de tener sentido, porque
el enemigo nos habría moldeado a su imagen y semejanza.
No fue así con tipos como Tucho Valenzuela, pero con el Galimba
ese pronóstico se dio por completo. Por eso hoy está
donde está. Asociado a sus viejos enemigos, haciéndose
millonario.
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