Por Diego Manrique
Desde
Madrid
Finales de 1951, una fiesta
en la ciudad de México. Un William Burroughs embriagado dispara
su Star del 38 y la bala se aloja en la sien de su esposa, Joan. Es el
llamado incidente Guillermo Tell, que tanto fascina a los
adictos a lo truculento (Hollywood lo acaba de convertir en película,
bautizada inequívocamente Beat). En el libro Loca sabiduría,
que acaba de aparecer en su primera edición en español,
James Campbell coteja las versiones más fiables y encuentra que
Joan llevaba encima de su cabeza 1) una fruta, 2) un vaso, 3) una lata,
4) ¡su hijo! o 5) nada; no considera la opción de que Joan
fuera una verdadera Carmen Miranda, con un tocado donde cabía todo.
A lo largo de su vivificante crónica titulada Loca sabiduría.
Así fue la generación beat, el escritor escocés (nacido
en Glasgow, en 1951) reitera que los primeros quince años de la
generación beat están cubiertos por una espesa niebla hecha
de automitificación, leyendas, incertidumbres. A pesar de haberse
generado una bibliografía oceánica, muchas dudas permanecen.
El mismo Santo Grial del movimiento, el material en el que Jack Kerouac
redacta En el camino puede ser, según diferentes testimonios, un
rollo de teletipo, papel de estraza o papel de dibujar; una bobina continua
u hojas pegadas, vaya a saber qué.
Con deleitosa maldad, Campbell machetea entre la frondosa jungla hagiográfica
que rodea a los beats. Lo que descubre detrás son unas vidas imperfectas,
muy lejanas de las bellas trayectorias oficiales. Los primeros beats coleccionan
fichas policiales, han aparecido en los periódicos por hechos de
sangre antes que por sus obras, rebotan entre cárceles y manicomios,
buscan su propio camino tropezando aparatosamente una y otra vez.
No son exactamente subterráneos, como dice el título de
la novela de Kerouac: sus pasos se cruzan con los del sexólogo
Alfred Kinsey, el teórico Marshall McLuhan, el psiquiatra Wilhem
Reich, el crítico Lionel Trilling (luego, mortal enemigo). Cuando
viajan a Europa, desconocidos pero con dólares, no les cuesta conectar
con Picasso o Genet. Los encuentros suelen desembocar en lo grotesco;
encajan en el tópico del americano prepotente que quiere evangelizar
a los nativos. Buscando a un W. H. Auden de vacaciones, Allen Ginsberg
irrumpe en un bar de Ischia e impone su presencia y sus teorías.
El inglés le da unos cuantos cortes certeros y Ginsberg replica
airadamente: Auden es, según él, un aguafiestas espiritual,
sus amigos son una pandilla de pelotudos, maricas literarios.
A pesar de su origen, Allen no calibra la profundidad del antisemitismo
europeo: acude a rendir pleitesía a Céline como el
más grande escritor vivo de Francia y lo encuentra rodeado
de perros feroces; sirven, le explica, para defenderlo de los malvados
judíos.
Ese Ginsberg exuberante ya ha superado mil dramas: desde los esfuerzos
para reciclarse en heterosexual hasta la convivencia con la locura de
amigos o de su propia madre, sometida a una lobotomía. Todos los
beats primigenios exhiben madera de supervivientes, con la coraza que
proporciona una fe ciega en su talento (Kerouac) o el dinero familiar
(Burroughs). Tal vez no son muy conscientes del descomunal desafío
que representa su escritura y su estilo de vida en la estreñida
América de la Guerra Fría. Los que se dedican a la creación
tienen suerte: jueces liberales fallan a su favor en los procesos por
obscenidad de Aullido o la revista Big Table. Pero Neal Cassady, el beat
prototípico, que fracasa en los intentos de escribir sus andanzas,
carece de esa coartada. Atrapado con unos cigarrillos de marihuana, le
cae encima todo el peso brutal de laley: una pena indefinida, mínimo
de cinco años y máximo de cadena perpetua.
Cassady resulta, con mucho, el más atractivo del círculo.
Como Gregory Corso, una incorporación tardía, tiene tanto
de noble salvaje como de pícaro callejero. El impacto entre sus
amigos escritores es devastador. Frente a un Kerouac que ni siquiera sabe
desenvolverse sobre cómo hacer dedo en la ruta, Neal es maestro
en robar coches. Carece de traumas sexuales: de gustos bisexuales, disfruta
con hombres y mujeres. Seductor nato, no le importa convertirse en bígamo;
sólo Burroughs se resiste a su carisma.
Burroughs es el genuino perro verde. Con su aspecto tétricamente
convencional, lo confunden con un policía rural cuando se sumerge
a la vez en la delincuencia neoyorquina y en la heroína. Su tendencia
centrífuga deriva de una tenaz búsqueda de sexo mercenario
y drogas: es el Dr. Livingstone de los beats, explorador de zonas de tolerancia
en América latina o Tánger; a su llamada, acude presuroso
el resto del grupo. Todo está subordinado al principio del placer.
Mientras Ginsberg lucha por encontrar su voz, a la sombra de un riguroso
padre poeta, o Kerouac sufre un calvario hasta lograr publicar En el camino
sin demasiadas depuraciones, Burroughs acepta impertérrito que
su Junkie se venda a 35 centavos, en un volumen de pulp non-fiction que
incluye también las memorias de un violador de niños. No
le importa que el editor añada moralizantes notas entre paréntesis
a su texto ni un prefacio donde se lo retrata como un drogadicto
que no se arrepiente ni se redime..., un fugitivo que ha sido diagnosticado
como paranoico esquizofrénico, que carece totalmente de valores
morales. Burlón ante la negrofilia de Kerouac o el deslizamiento
de Ginsberg hacia el papel de líder contracultural, Burroughs desarrolla
ideas preclaras respecto del comunismo y el capitalismo. Pero esa desconfiada
inteligencia no le evita ser desplumado por ilustres pillos europeos como
Maurine Girodias, que publica El almuerzo desnudo en Olympia Press, editorial
de vocación pornográfica: los 800 dólares que cobra
como adelanto se esfuman en gastos y viáticos del abogado del propio
Girodias, que lo saca indemne de un desagradable encuentro con la Brigada
de Estupefacientes de París.
Campbell no duda en hundir su espuela en uno de los flancos que quedan
más al descubierto: la incomunicación entre los beats y
los negros que les sirven de idealizado modelo vital. Antes de Loca sabiduría,
Campbell estudió a James Baldwin y Richard Wright: no puede entender
que Kerouac y compañía no hicieran esfuerzos para conectar
con esos novelistas negros, ya situados en el escalafón literario.
Cierto que no les hubieran impresionado: tras leer En el camino, Baldwin
comenta que odiaría estar en la piel de Kerouac si alguna
vez se siente lo suficientemente loco para leer esto en voz alta en el
Apollo Theater de Harlem. En esas páginas o en la vida cotidiana,
los negros son risueñas criaturas que prometen drogas y/o sexo
clandestino: Kerouac y Ginsberg intiman con una atractiva bohemia llamada
Alene Lee, pero rechazan explícitamente profundizar en la relación
por el color de su piel.
El éxito inmediato de En el camino y Aullido coloca a los beats
en el centro del debate cultural. Y los palos llegan desde la izquierda
y la derecha. John Updike parodia cruelmente a Kerouac; Kenneth Rexroth
les retira su apoyo al considerar que la moda beat eclipsa el proyecto
de disidencia político-cultural germinado en San Francisco. La
revista Life entra a matar: no distingue entre los beats legítimos
y sus seguidores, los beatniks. Todos son pequeños estafadores
pasivos, excéntricos solitarios, personas que odian a las madres
y a los policías, exhibicionistas de sonrisas groseras y bongós
dos veces empeñados, escritores que no pueden escribir, pintores
que no pueden pintar, bailarines con desafortunadas disfunciones en los
tobillos (...) personasmuy parecidas a las que en los años treinta
repartían panfletos para los comunistas.
Ante tal ensañamiento, no debe extrañar que Kerouac se hunda
en la bebida: ¡cómo pueden decir eso de alguien que nunca
abandona las faldas de su madre y que terminará defendiendo la
intervención estadounidense en Vietnam! Más flexible, Ginsberg
quiere ejercer de parásito y solicita -infructuosamente una
de las generosas becas de la Fundación Guggenheim. Por su parte,
Burroughs acepta ser agasajado en París por los enviados de Life
y se encoge de hombros al verse descrito como un libertino cadavérico.
Acaba de aprender la técnica del cut up: su discreta venganza consiste
en recortar frases y palabras de revistas del grupo Life, que reordena
con intenciones subversivas. En Nueva York, ya funciona una agencia que
alquila beatniks para animar reuniones de la alta sociedad; Burroughs
sonríe, sabe que nadie podrá montar una agencia para alquilar
collages.
Un mundo de humillados
El Premio Nobel de Literatura José Saramago abogó
por la existencia de sociedades que no humillen al ser humano. Lo
ideal sería un mundo donde el ser humano no fuera humillado,
declaró el escritor portugués, quien está presentando
en Centroamérica su última novela, La caverna. El
novelista reiteró sus ácidas críticas a la
globalización y a los proyectos para la conquista del planeta
Marte, cuando millones de personas mueren de hambre en la
Tierra. Saramago, que en las últimas semanas intensificó
su prédica en favor del Subcomandante Marcos y el pueblo
indígena de Chiapas, en coincidencia con la marcha zapatista
al DF mexicano, apuntó que nuestras sociedades se han
vuelto totalmente indiferentes a las desgracias del ser humano.
Un diez por ciento de la población mundial consume del 70
por ciento de los bienes y servicios, y al 90 por ciento de la población
le queda apenas un 30 por ciento. Esto no deberíamos permitirlo,
señaló el escritor portugués. Saramago, reconocido
militante de izquierda y defensor de los derechos humanos, recibió
una ovación en Ciudad Antigua, Guatemala, durante la presentación
de la obra.
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