Por Miguel Bonasso
Horacio Calderón, el
vendedor de armas cuyo testimonio ante el juez Jorge Urso ayudó
en estos días a enterrar a Carlos Menem, participó junto
con el ex mandatario preso de una cumbre en Libia, que los servicios occidentales
calificaron como congreso internacional del terrorismo. El
cónclave tuvo lugar en Trípoli a comienzos de junio de 1982,
una semana antes de que el general Leopoldo Galtieri se rindiera ante
los británicos. Menem, Calderón, un ex senador justicialista
cuyo nombre se ha borrado de los testimonios y el inefable Herminio Iglesias,
convivieron durante días y noches en el mismo hotel frente al Mediterráneo
con compatriotas que provenían de Nicaragua y de otra matriz ideológica,
como el abogado Manuel Gaggero, que llevó al congreso el saludo
del ex jefe militar del ERP, Enrique Gorriarán Merlo. Gaggero,
que relató los pormenores funambulescos de aquellas jornadas a
Página/12, recuerda las conversaciones en los cuartos del Al
Kebir, los paseos al Castillo y a la Medina, las quejas por la ley
seca imperante en Libia, el descubrimiento de imponentes supermercados
y hasta los lances amorosos que Menem intentó por señas
con una atractiva francesa. Y evoca con una sonrisa ese instante mágico,
irrepetible, en que el carismático coronel Muammar El Ghadafi cerró
el congreso con la propuesta de bombardear Nueva York, Londres y París,
y todos aplaudieron la moción: incluyendo a Menem, Herminio y Calderón,
a quien los servicios norteamericanos acaban de usar en la causa de las
armas para desmoronar el argumento de que hubo venta a Croacia con guiño
estadounidense.
Menem quería un
millón de muertos
La primera vez que este cronista escuchó la historia fue en la
simpática casa con jardín y Pelopincho que el
abogado Manuel Gaggero habitaba con su mujer Cecilia y sus hijos en la
tórrida Managua. Manuel, que había dirigido el diario El
Mundo en los setenta, provenía del peronismo cookista, pero había
recalado finalmente en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT),
que conducía la guerrilla del ERP. Cuando los perros
se dividieron en el exilio a fines de los setenta, el Pelado
Gorriarán y varios de sus seguidores decidieron sumarse a la Revolución
Sandinista. Gaggero fue uno de ellos.
En 1982, cuando viajó al congreso de Libia, se desempeñaba
como asesor del ministro de Justicia y militaba con Gorriarán en
la creación de una fuerza nueva, con erpios y no erpios,
que habían bautizado provisoriamente como Movimiento Revolucionario
General San Martín y algún tiempo después se convertiría
en el Movimiento Todos por la Patria (MTP). Gorriarán, por su parte,
tenía un alto grado en el Ejército Popular Sandinista, alcanzado
por su participación en la guerra contra Anastasio Somoza en el
Frente Sur y la posterior ejecución del dictador en Asunción
del Paraguay. Era secretamente uno de los cuadros principales
del Ministerio del Interior sandinista, que conducía el comandante
Tomás Borge. Quien, a su vez, había establecido una estrecha
relación personal con el líder libio Muammar El Ghadafi.
Por eso, cuando el Guía de la Revolución convocó
a la reunión de Trípoli, Gaggero fue enviado como representante
especial del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Este cronista lo vio en Managua a su regreso de Libia y se regocijó
con el relato de su encuentro con Carlos Menem, el ex gobernador de gigantescas
patillas que apoyaba a los militares en la aventura de Malvinas y que
una noche cálida y húmeda, obligadamente despojada de alcohol
y mujeres, había sentenciado en el balcónterraza del
hotel: En la Argentina hacen falta un millón de muertos.
Un veterano periodista (ex PC) que nos acompañaba en aquella tarde
nicaragüense preguntó sin dar crédito: ¿Estás
seguro de que dijo un millón?. Segurísimo,
repuso Gaggero. No, digo, porque ese guarismo loincluye. Si hubiera
dicho menos, por ahí zafaba, pero en un millón entra sobrado.
Gaggero se rió, pero le otorgó un cierto crédito
combativo al riojano que parecía radicalizado por su experiencia
en las cárceles de la dictadura. Recordaba, con simpatía,
que en los sesenta era uno de los escasos dirigentes justicialistas que
visitaban al Bebe John William Cooke en su departamento de
la calle Santa Fe. El relato que Gaggero hizo aquella tarde en Managua
lo refrendó hace pocas horas ante Página/12, incorporando
detalles fundamentales como la presencia de Horacio Calderón que
lo vinculan con la increíble actualidad del Menempreso.
Trípoli era una
fiesta, sin alcohol
Gaggero viajó a Trípoli acompañado por su esposa
Cecilia, que es profesora de inglés y francés, y le resultaba
indispensable para establecer un diálogo con las distintas delegaciones.
Poco después de llegar y ser alojados en un confortable hotel frente
al Mediterráneo, que Gaggero recuerda sin precisión
como el conocido Al Kebir, las autoridades partidarias locales
les informaron que había otros argentinos. Había, según
ellos, una delegación que acababa de llegar de la Argentina.
Pronto se los toparon en el lobby del hotel y en la gigantesca carpa donde
se llevaban a cabo las deliberaciones. El ex militante del ERP recuerda
claramente que estaban Carlos Menem, Herminio Iglesias, un senador
del PJ petiso y con cara de mafioso, y Horacio Calderón,
a quien Cecilia, la mujer de Manuel, conocía de chica. Ambos Horacio
y Cecilia eran hijos de marinos y habían frecuentado en su
temprana juventud los ámbitos sociales de la Armada, como el Centro
Naval.
¿Qué hace este service acá?,
le dijo Cecilia a Manuel cuando estuvieron a solas en la habitación.
Estaba persuadida de que el tipo trabajaba para el Servicio de Informaciones
Navales (SIN). Ignoraba algunos datos de su currículum: a comienzos
de los setenta, Calderón se presentaba como nacionalista
católico, seguidor del general Eduardo Lonardi (primer jefe
de la llamada Revolución Libertadora) y había
participado como fiscal en un proceso al general Aramburu,
que se había realizado en la revista Extra de Bernardo Neustadt
apenas un mes antes de que los Montoneros secuestraran al militar. Posteriormente
se había enrolado en el extremo derecho del Movimiento Peronista,
cerca del Brujo José López Rega, que casualmente
había hecho el famoso negocio del petróleo en Libia. Otras
fuentes lo ubicaban cerca de la medieval revista Cabildo, una de las publicaciones
más rabiosas del fascismo criollo. Los libios parecían estimar
a Calderón, pero éste podía muy bien ser un filtro
de la CIA. Por las dudas lo trataron con gran cortesía, para que
no sospechara que desconfiaban de él.
También hubo que convivir con Herminio Iglesias, que en los setenta
había disparado con munición gruesa contra la izquierda
peronista, pero parecía convertido al antiimperialismo. El trato
más fácil, en realidad, fue con Carlos Menem. El Turco,
que se aburría soberanamente, iba todas las mañanas a la
piscina del hotel para intentar levantarse a una francesa, esposa
de un ingeniero destacado en Trípoli, y quería que
Cecilia le hiciera de intérprete. No lo consiguió y, según
Gaggero, no pudo levantarla por señas.
Gaggero Manolo para sus amigos estaba impresionado
por lo que veía en Libia, uno de los cinco países del norte
de Africa, que aventajaba lejos a todos los otros en materia de desarrollo
y equidad social. Ghadafi podía parecerle pintoresco a los occidentales,
pero distribuía con gran racionalidad los recursos petroleros que
sumaban más de 12 mil millones de dólares para una población
de apenas 2 millones. Su Libro verde -pensaba Manolo
no era simple retórica y la Jamahiriya (literalmente, la república
de las masas) había incorporado a la modernidad al viejopueblo
magrebí aplastado por el colonialismo italiano. El dinero no estaba
recluido tras los muros de los poderosos, como en Arabia Saudita, se lo
veía en las calles. Incluso en esos supermercados poblados de toda
clase de mercancías que a Manolo, procedente de la carenciada Nicaragua,
le parecían de las mil y una noches.
Los argentinos, divididos por la historia, pero unidos por la lengua y
las costumbres, andaban casi siempre juntos, en el cotidiano peregrinar
entre el hotel y el palacio de convenciones, que era en realidad una gigantesca
carpa blanca, evocadora de esas tiendas beduinas en las que Ghadafi solía
recluirse placenteramente en homenaje a sus ancestros.
El congreso de los pesados
Gaggero, que tomaba asiento frente a un cartel que anunciaba ERP-Argentina,
se sonreía al observar los letreros de sus vecinos: IRA, ETA, Al
Fatah y un sinfín de siglas inquietantes. En esos días,
el ejército israelí, conducido por el actual primer ministro
Ariel Sharon, había invadido el Líbano y desencadenado la
atroz masacre de los palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila,
que generó el repudio internacional y una oleada de indignación
en la cumbre de Trípoli. Cecilia, fascinada, vio cómo Horacio
Calderón pedía la palabra para requerir que el mundo árabe
le enviara tanques soviéticos a Yasser Arafat para resistir la
invasión israelí. Menem y Herminio Iglesias cabeceaban afirmativamente.
Ellos estaban allí para solicitar apoyo para la Argentina en su
pelea con el colonialismo británico. Y se enteraron
del ofrecimiento personal de Ghadafi de enviar varios aviones con armas
que fue cortésmente rechazado por el general Galtieri, que no quería
llegar a mayores. Gaggero leyó un mensaje de Gorriarán que
concluía citando la consigna recién acuñada por las
Madres de Plaza de Mayo: Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos
también.
Vieron al Guía de la Revolución varias veces,
con su túnica blanca, rodeado por esas chicas veinteañeras
que conformaban la Guardia Femenina y encendían las fantasías
del harén en los poco imaginativos medios occidentales. Suponían
con razón que estaban bien entrenadas para cuidar al Líder
y hasta hubo algún chiste suburbano sobre las posibilidades de
resultar castrado en caso de tirarse un lance como los que Carlitos se
tiraba, por señas, con la francesa de la pileta.
Todo llega y también llegó la clausura, donde Ghadafi propuso
bombardear Nueva York, Londres y París. La concurrencia aplaudió
fervorosamente de pie. Manolo miró en su derredor y no pudo creer
lo que estaba viendo: Calderón, Iglesias, Menem y el senador con
cara de mafioso aplaudían frenéticamente con los ojos arrasados
de lágrimas. Esa noche, alguien logró que los libios se
apiadaran de los argentinos y les enviaran a la habitación una
botella de whisky, bebida severamente prohibida por las leyes musulmanas
de Libia. Brindaron y quedaron en verse.
Cuando Gaggero regresó del exilio, integró un equipo de
abogados en el que figuraba el ultramenemista César Arias, y Carlos
Menem por su parte no hizo nada para ocultar sus buenas relaciones con
el Movimiento Todos por la Patria. En agosto de 1985, cuando era gobernador
de La Rioja por segunda vez, recibió a Gaggero y a Carlos Alberto
Burgos y les concedió una larga entrevista para Entre Todos, órgano
oficial del MTP. (Cuatro años más tarde, Quito
Burgos participaría en el asalto al cuartel de La Tablada y sería
asesinado, postrendición, por los militares que recuperaron
la unidad.)
En la entrevista, publicada en el número 10 de Entre Todos, el
futuro presidente deslizaría afirmaciones muy curiosas. Hablando
de la deuda externa diría textualmente: Los cipayos de siempre
quieren hacer recaer los males del país en el sector público,
con la pretensión de achicar al Estado. Hacerlo, en un país
en vías de desarrollo, es entregar a laNación. Y más
adelante: Perón, que hablaba de continentalismo, no quiso
firmar el tratado de Bretton Woods. Dijo textualmente: No quiero
plata dulce para la Argentina. Me voy a cortar las manos antes de firmar
un empréstito. Después del golpe, la dupla trágica
de RojasAramburu firmó el tratado de Bretton Woods, con él
entramos al Fondo Monetario Internacional y ahí están los
resultados. En el extenso reportaje también reivindicó
el juicio a los comandantes del Proceso, porque no hay paz sin justicia
y comprometió su apoyo al padre Antonio Puigjané (del MTP)
para investigar in situ el asesinato del obispo riojano monseñor
Enrique Angelelli, perpetrado por la dictadura militar.
Después cambió de parecer, como se sabe.
El espía Calderón
No fue el único. El pasado martes de junio, Horacio Calderón
se presentó ante el juez federal Jorge Urso y el fiscal Carlos
Stornelli para testificar en la causa de las armas que amenazaba llevarse
por delante a su antiguo contertulio de Trípoli. Curiosamente,
Calderón no negó sus nexos con Ghadafi, e incluso mostró
al magistrado y al fiscal una foto donde se lo puede ver con el Guía
de la Revolución. Una forma de decir yo le vendo fierros
a todo el mundo.
Ante los medios se presentó como ex funcionario de Defensa y como
empresario en la venta de armamento, representante de la firma
norteamericana Interpan Limited. Una representación que sería
difícil asumir sin aceitados contactos con la inteligencia civil
y militar norteamericana. Lo que parece corroborado por la índole
de su declaración. Porque el antiguo lonardista, amigo
del coronel nacionalista Francisco Guevara, aportó documentación
según la cual Washington se habría opuesto a la venta de
armas en los Balcanes. Veinticuatro horas antes, un vocero del Departamento
de Estado había salido a cruzar enérgicamente a Menem por
haber insinuado, en el programa de Nico Repetto, que Washington le había
hecho un guiño para venderle armas a Croacia. Por otra vía,
el testimonio de Calderón (muy valorado en el juzgado de Urso)
venía a decir lo mismo. Eso que nadie cree: que 6500 toneladas
de armas pasaron frente a las narices de los norteamericanos y no se dieron
cuenta.
Indudablemente, el facho que Cecilia Gaggero veía como
service, sí lo era efectivamente. Sólo que no
espiaba para el mono sino para el dueño del circo.
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