Por Gabriel Fernández
Un entorno magnífico.
En lo alto, un cielo limpio; acunando la multitud, los árboles
del bosque platense. Miles de rostros ansiosos esperan el clásico.
Sucede a principios de los 70: la gente no pregunta por el precio de las
entradas, simplemente va a la cancha. Entre esa gente, justo en el medio
de la cabecera local, hay un negrito delgado, fibroso, con hombros imponentes.
La tribuna roja y blanca, desde un costado, en minoría, lanza su
artillería con pegadizo compás: Para ser hincha del
Lobo/ dos cosas hay que tener/ una casilla en Berisso/ y un long play
de chamamé. Racimos de berissenses y mondongueros acusan
el impacto, y la tensión social crece en los minutos previos al
partido. Pocos atinan a mejorar el hijos de puta o el célebre
pincha, compadre... El negrito no lo piensa más: utiliza
su singular potencia para subir a codazos a un paraavalancha y empieza
a cantar. En derredor se hace silencio, hasta que todos captan la idea.
Minutos después, los otros tres costados del estadio aúllan
la consigna, tosca y llana. José Luis Torres (a) El Negro José
Luis, una bestia en la pelea callejera, dicta o vomita su historia, a
modo de respuesta: Seremos negros/ seremos basureros/ pero en La
Plata/ mandamos los triperos. El Loco Tabbia, un gordo enorme que
participa del liderazgo gimnasista, sonríe. Vacuna, con sus andrajos
y su paraguas pintado Ginacia, baila reivindicado. Y los pibes
de la periferia empiezan a hablar del Negro José Luis.
Puede decirse: no fue un buen hombre. Puede decirse: nunca atemperó
la discordia horizontal. Puede decirse: su lealtad era imponente. Y también:
no peleaba para mostrarse valiente. Peleaba porque le gustaba pelear.
En un recordado recital de Polifemo, en el Club Atenas, logró que
toda una tribuna lateral se volcara hacia el campo para batirse con los
que habían conseguido la mejor ubicación. En otro, de Pappo,
protagonizó una riña callejera memorable, a lo Tigre Millán,
con un agravante: varios de sus rivales portaban navajas y su grupo rompió
muchas cabezas a puro palo y fierro bien buscado.
No fueron los únicos cuchillos que se clavaron en su cuerpo. Hinchas
rivales, de Primera y del Ascenso, lograron herirlo, hospitalizarlo, mas
no vencerlo. Rápidamente volvía, vendado, a los estadios
y a los recitales. Algunas de sus tácticas fueron ingeniosas: al
atardecer de un domingo sereno, poco después de empezar el segundo
tiempo de un cotejo entre Gimnasia (triperos) y Quilmes (cerveceros),
un grupo significativo de hinchas de Gimnasia se fue de la popular. Esperaron
a los rivales trepados a los árboles. Cuando la gente del Negro
Thompson el histórico jefe de la barra de Quilmes comenzó
a recorrer el ecológico paseo platense, desde las copas llovían
hinchas. El efecto sorpresa se completaba maniatando al huésped
y lanzándolo al lago.
José Luis no había leído a Sun Tzu, pero tenía
sus recursos. A menos que estuviera atiborrado de drogas y de alcohol:
en esos casos, sólo peleaba, sin planificación alguna. En
una de sus tardes más oscuras, se lo pudo ver tieso sobre un parante
de la cancha de Banfield. Los compañeros lo sostenían, hasta
que en una jugada discutida, cayó. Golpeó su cabeza contra
un escalón de cemento. Se paró enseguida, con una sonrisa
nublada. Se quitó el polvo de la manga izquierda de la remera y
volvió a su lugar ante el asombro de quienes lo daban por muerto.
Como en los buenos tangos, vivió hasta grande con su mamá.
La relación era enternecedora. Aunque parezca extraño, no
faltaba el beso en la frente, el elogio desmedido y la comparación
con otras mujeres, que derivaba inevitablemente en un triunfo de la Vieja.
Su casa tenía las características de un hogar humilde bien
llevado por la patrona. Su habitación era un compendio de
banderas y elementos del Lobo conjugados con discos y posters de rock.
Su tesoro más preciado: la grabación de un programa radial
en el cual el Indio Solari narraba que él, el Negro JoséLuis,
era la Bestia Pop. En distintas etapas de su vida escuchó a Polifemo,
Pappo, Barón Rojo, V8, Hermética y, por supuesto, los Redonditos
de Ricota. No lo sabía cuando los descubrió, pero Poli y
Skay ya lo conocían. En los primeros recitales platenses de la
banda, ese morocho enfundado en una gran bandera azul y blanca era más
conocido en la región que quienes serían ídolos supremos
en todo el país. Cuando la guía espiritual y el guitarrista
todavía podían ir a triperear por los viejos tablones de
60 y 118 sin que se armara un amontonamiento, observaban el accionar del
Negro e, inconscientemente, tomaban nota.
Durante el primer lustro de los 70 fue uno de los Jotapé más
entusiastas a la hora de movilizarse, tocar el bombo y pelear por un país
mejor. El golpe de 1976 lo alejó de la política. Se dedicó
a Gimnasia. Y a otros menesteres. Alcanzó el complicadísimo
liderazgo de la hinchada luego de reyertas sorprendentes contra propios
y ajenos. Entre fines de los 70 y mediados de los 80, su reinado fue turbulento,
pero admitido. A su lado combatían figuras brillantes de las zonas
bravías: Tabbia, el Oso, Arrieta, el Tucumano, Olivia, Wimpy. Emergía
con luz propia un jovencito audaz: Marcelo Amuchástegui (a) El
Loco Fierro. Entre todos, y con varios más, construyeron mitos,
golpearon rivales, elaboraron poemas tribuneros, se convirtieron en la
pesadilla de la Bonaerense.
Una noche, que según amigos fue la misma noche en que Vacuna murió
baleado en un local mítico llamado sin pudor El Rancho de
Goma, fue hasta la sede de Gimnasia, en la calle 4, y estampó
en las paredes: Mi Vieja, el Lobo y Perón. Llegó
a discursear, a su manera, por los andenes porteños cuando el triperío
se movilizaba como visita. Sentado sobre unos barrotes, explicaba a los
más jóvenes la necesidad de luchar por lo que es de
uno. Una verba inconexa pero sugestiva preparaba huestes eficaces,
listas para arrasar lo que surgiera. Claro: amplios sectores de las capas
medias platenses lo tenían como el peor ejemplo del mundo. Desde
ciertos parámetros, tal vez lo fuera. El Negro lo sabía
y su afirmación aumentaba. Había conocido el trato que algunos
les dispensan a los humildes: su padre, trabajador de YPF, arrastraba
su historia. Y aunque vivió tan poco como él, dejó
su huella. Por entonces, su gente cantaba: Todos nos llaman/ los
negros de mierda/ la policía nos persigue sin cesar/ pero la gente
que sabe, comprende/ que a Gimnasia lo queremos de verdad. Haciendo
alarde de una lógica sin hilván que, sin embargo, muchos
palpaban con naturalidad. El día gris en que descendió Gimnasia,
allá por el 78, se llenó los bolsillos de piedras, se calzó
la albiazul y salió a recorrer el centro de la ciudad, sólo,
a la espera de bromas y cargadas. Esa vez no las hubo.
Con los años, el consumo fue aumentando, las entradas a las cárceles
se intensificaron y su liderazgo fue decreciendo. Tabbia estaba más
viejo, pero Fierro irrumpía con dotes organizativos, energía
física e intransigencia ante la policía. El Negro
José Luis es nuestra bandera, Fierro es nuestro jefe empezaron
a decir los muchachos de las áreas sureñas que no figuran
en las visitas guiadas a la capital provincial. El trasvasamiento generacional
se dio, y el Negro quedó como bandera. Siguió peleando,
aunque sin asumir la orientación. Pero, como en las buenas películas
de piratas, cuando las canas empezaban a surcar sus cabellos, el amor
irrumpió y capturó al imposible.
Hay quien dice que le hizo bien. Lo cierto es que cuando empezaban a esfumarse
los 90, una lobita hizo su irrupción en la agitada vida de nuestro
héroe. La bautizó Paloma Azul, sorprendiendo no por los
colores, pero sí por un pacifismo que parecía ajeno a su
personalidad. Este es el testimonio de un amigo común que pudo
ver el primer encuentro del Negro José Luis con su hija. Ella
se veía tan chiquitita, porque vos viste lo que es la espalda del
Negro. Primero se quedó paralizado, y después se transformó.
La agarraba, se reía, le cantaba algo de los Redondos, qué
seyo. ¿Sabés qué? Ahí me di cuenta de que
era la primera vez que el Negro era feliz, feliz así, como cuando
uno está recontento pero de veras. ¿entendés? Y ahí
me dio lástima. ¿Lástima? Sí,
porque me di cuenta de lo que pensaba. Como si lo dijera en voz alta.
El tipo la miraba y yo, que lo conozco, sé qué pensaba ¿cómo
alguien tan malo como yo pudo hacer esto tan hermoso?. José
Luis estaba fascinado, loco, emocionado con la pibita. Por ahí
si le hubiera llegado antes... qué sé yo, por ahí
si le hubiera llegado antes él hasta hubiera aceptado que merecía
tener una nena así... ¿no?
Aunque suene raro en un país que parece no tener códigos,
José Luis y su entorno garantizaron durante bastante tiempo algunas
normas cuya mención puede confundir a los que miran el trazo grueso
de los alrededores. ¿Qué garantizaron esos tipos ultraviolentos
al frente de una hinchada tablonera, recia, amable (al decir de Ardizzone),
como la de Gimnasia? Básicamente, la presencia de la familia en
las canchas. Lo que la propaganda de la AFA no consiguió, lo que
los superpoderes policiales no obtienen, lo lograron Tabbia, José
Luis y Fierro. Quien esto escribe, a riesgo de contrastar con pundonorosos
eticistas, puede afirmarlo por experiencia propia: en los trenes, en los
micros, en los laberintos de las zonas futboleras, se cuidó siempre
a la compacta madeja de hombres mayores, mujeres y niños que buscaron
en la pelota un juego y en la camiseta una pasión.
Las peleas fueron descomunales. Pero los rivales eran unos gordos espectaculares
que estaban en lo mismo. Fierro murió baleado por la
policía en Rosario. El Negro José Luis, la Bestia Pop de
los Redonditos de Ricota, se fue el 7 de junio, días después
de que un dolor trivial lo llevara hasta un centro de salud. Tenía
46 años. Sus últimos momentos los pasó junto a dos
hinchas de su grupo: El Volador y Torugo. Una bandera azul y blanca lo
envolvió al final. Varias camisetas de los Redondos lo despidieron.
Manos nudosas hicieron la V. Quizás le cueste llegar hasta donde
está su padre. Tal vez deba esperar para abrazar de nuevo a la
Vieja. Pero cuando pueda, lo hará. Lo hará como cuando era
un chiquito oscuro, y volvía al hogar después de trompearse
con los chetos en las plazas platenses. ¿Qué
hacía y qué hará José Luis? Le
daba un beso al hombre de la casa y estrujaba a la madre, a la cual le
decía que la quería tanto como al Lobo. Lo cual, ella lo
sabía, era mucho decir.
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