Por Hilda Cabrera
La rebeldía del teatro
argentino no nació con Teatro Abierto 1981, pero dada la singularidad
e importancia de este movimiento en el contexto de la dictadura militar
se convirtió en epopeya y bastión de resistencia creativa
para sus protagonistas: autores, directores, intérpretes, escenógrafos,
músicos y técnicos. Este movimiento, que en principio surgió
del agravio de los autores ante la indiferencia y el menosprecio de sus
obras por parte de quienes dirigían los teatros oficiales y la
universidad (la cátedra de Teatro Argentino Contemporáneo
había sido eliminada), estuvo integrado por artistas que manifestaron
su rechazo a la mordaza social, básicamente a través de
su trabajo personal y, a veces, conformando grupos. Pero siempre habían
existido en el teatro argentino quienes expresaran la realidad, de modo
directo o metafórico, y esto más allá de los conflictos
que suele generar la pregunta de si el teatro debe o no retratar puntualmente
su entorno. Entre las más cercanas al fenómeno T.A. 81,
obras relevantes como Visita (1975) y Marathon (1980), de Ricardo Monti,
o El señor Galíndez (1973) o Telarañas (1976), de
Eduardo Pavlovsky, describieron con diferente mirada y estilo un estado
de cosas, como en otro plano lo hicieron Paco Urondo en Archivo general
de Indias (1972) y Osvaldo Dragún en Historias con cárcel
(1972).
El mismo año en que comenzó a gestarse Teatro Abierto (a
fines de 1980), los medios de comunicación masiva mantenían
al día sus listas negras. Prohibidos y sospechosos debían
emigrar o escribir bajo otro nombre. Era el caso de algunos autores y
guionistas. La búsqueda de una estrategia para expresarse en conjunto
surgió de una serie de reuniones realizadas en la confitería
de la Sociedad de Autores de la Argentina (Argentores). Allí, en
noviembre de 1980, Dragún aportaba empuje e ideas junto a los colegas
fundadores del movimiento. Entre otros muchos Roberto Cossa, Carlos Somigliana,
Elio Gallípoli, Carlos Gorostiza, Máximo Soto, Ricardo Monti,
Oscar Viale y Jorge García Alonso. Griselda Gambaro había
regresado de Barcelona y tenía una pieza breve, Decir sí,
que fue aceptada. Debían seleccionarse 21 obras de diferentes autores.
En un primer momento sólo se contaba con cinco directores para
el ciclo. Cuando se divulgó el proyecto se postularon 36. Después
aparecieron músicos, escenógrafos y técnicos. En
cuanto al dinero, hubo aportes varios, además del que provino de
la venta de abonos. El libretista Abel Santa Cruz, entonces en la comisión
de Argentores, entregó un cheque. El anuncio a la prensa lo hizo
Dragún junto a otros pioneros, el 12 de mayo de 1981. En julio
comenzó la venta de abonos y el 28 de ese mes tuvo lugar el acto
inaugural con la lectura de un texto de Somigliana. El encargado de dar
a conocer el manifiesto fue el actor Jorge Rivera López, entonces
presidente de la Asociación Argentina de Actores. Se iniciaba así
una etapa de reafirmación de la existencia del teatro argentino,
del derecho a opinar sin ataduras y del propósito de mantenerse
unidos a pesar de la diversidad de opiniones y caracteres. Se decidió
que las funciones comenzarían a las 18 para dar oportunidad a que
los protagonistas del proyecto, que trabajaban gratuitamente, pudieran
cumplir con sus otras tareas. Las primeras muestras se iniciaron el 28
de julio y culminaron el 5 de agosto. El escenario era el Teatro del Picadero,
donde se vieron Decir sí, de Gambaro; El que me toca es un chancho,
de Alberto Drago, y El nuevo mundo, de Somigliana. Después, el
desastre de la madrugada del 6 de agosto: un incendio intencional, nunca
aclarado. Pero el hecho le dio un cariz más político a lo
que hasta entonces era ante todo un acto de resistencia ético-cultural.
Se imponía rearmarse.
Frente al Picadero destruido se reunieron técnicos y artistas:
Dragún, Cossa, Somigliana, Gorostiza, el actor Alberto Segado,
los directores Antonio Mónaco, Omar Grasso y muchos más.
Hubo asamblea en el salón de Argentores y una conferencia de prensa
en el Teatro Lasalle. El ciclodebía continuar. Hubo adhesiones,
entre otras del escritor Ernesto Sabato, de Pérez Esquivel, Premio
Nobel de la Paz, y de Jorge Luis Borges, a través de un telegrama.
Los dueños de salas comerciales ofrecieron espacios. El mismo Dragún
recordó en un artículo la buena predisposición de
Alejandro Romay y Carlos A. Petit. Entre los ofertados se optó
por el Tabarís, destinado por la noche al género revisteril.
La etapa en la sala de la avenida Corrientes se inició el 18 de
agosto y concluyó el 21 de setiembre. Las 20 obras ofrecidas (Antes
de entrar dejen salir, de Viale, no pudo presentarse por complicaciones
de orden técnico) fueron expresión de libertad, aun cuando
no se refirieran de modo directo a la realidad política. Era evidente
que, mostradas en un contexto represivo, adquirían un tono contestatario
inusual. Con la sensibilidad a flor de piel, artistas y público
se convirtieron en protagonistas de un fenómeno entonces único
en su género. Las obras fueron compiladas y editadas en un libro
que se vendió rápidamente. En esa edición el orden
en que se encuentran las obras no guarda relación con sus fechas
de estreno sino con el apellido de los autores.
Teatro Abierto no terminó en el 81, como tampoco dejaron de crearse
ni estrenarse obras fuera del ciclo. Hubo otra programación para
1982, ofrecida en el desaparecido Odeón y el Margarita Xirgu, y
una más para 1983, cuando se quemó un muñeco que
simbolizaba la censura, en el parque Lezama. Pero el empuje del 81 se
había debilitado. Restablecida la democracia, Teatro Abierto dejó
de existir. Algunos de sus protagonistas, los autores Carlos Gorostiza
y Pacho ODonnell, y el actor Luis Brandoni, ocupaban importantes
cargos en el gobierno radical. Si bien se iniciaron algunos intentos de
reanimación en 1985, nunca más se recuperó aquel
entusiasmo colectivo. Por entonces se imponían otros modelos de
actuación y producción, y el teatro se enlazaba a la realidad
de manera más metafórica. Varias de las piezas presentadas
en los tres primeros ciclos perduraron y se convirtieron en material de
repertorio de grupos jóvenes, y de estudio, dentro y fuera de la
Argentina.
Teatro Abierto fue una apuesta de la imaginación y una reafirmación
de valores, como los de la libertad y la diversidad de opiniones y estéticas.
Aquel celebrado intento de dar cuenta de su existencia y crear un canal
de comunicación y complicidad sigue vigente, más allá
de si hoy les importa o no a los teatristas trascender su ámbito,
explosión que logró últimamente el ciclo Teatro x
por la Identidad, al cual apoyaron no pocos integrantes de Teatro Abierto.
Tal vez porque éste dejó una marca. Como decía el
pionero Dragún sobre el movimiento concretado en el 81, porque
el objetivo profundo fue volver a mirarnos a la cara, sin vergüenza.
* Mañana a las 12 en el Teatro del Picadero se colocará
una placa conmemorativa y a partir de las 21 se realizará una fiesta
escénica para celebrar la reapertura de la sala donde nació
Teatro Abierto.
La pasión,
ante todo
Por Elio Gallipoli
Recuerdo las reuniones previas al ciclo. Chacho (Osvaldo Dragún)
tenía una capacidad superlativa para enlazar todas las parcialidades,
aun las más tironeadas. En los homenajes a Teatro Abierto
veo que hay dos o tres slogans que se reiteran y preguntas como
por qué lo hicimos. Creo que fue ante todo un acto creativo.
Es cierto que por el contexto fue una oposición a la dictadura,
pero también una oposición a la incapacidad de gobernar.
En 1981 la represión no era la misma de los años anteriores,
y los militares estaban dejando en claro que, a pesar de su poder
y de la sangría que habían producido, eran además
incapaces para gobernar. En ese clima, lo que demostró la
gente vinculada al teatro fue una gran capacidad de gestión
y amplitud de pensamiento. Cuando hubo que elegir un nombre se empezaron
a tirar palabras sueltas. Hasta que alguien dijo abierto y otro
teatro. Después de un silencio, salió teatro abierto,
pero otro reparó que existía Open Theatre. Creo que
fue Chacho quien dijo que eso estaba escrito al revés, y
después de comunicarlo a los demás fue aprobado. En
los años siguientes, Teatro Abierto se fue diluyendo. Predominaron
las ideologías, los agrupamientos... Siempre hubo tironeos.
Nunca fue una cosa idílica, pero la pasión estaba
en primer plano. La capacidad de gestión de gente que apenas
ha trascendido fue impresionante. Tuvimos un ecónomo increíble
(Víctor Watnik). Nunca se produjeron conflictos con el tema
del dinero. Esa capacidad es algo que no terminamos de aprender.
Me inquieta que no podamos generar una gestión cultural equivalente,
tanto en economía como en proyección, a la de aquel
movimiento. El miedo era entonces a la represión, y hoy es
a la incapacidad de gestión. Si en medio del desbarajuste
en que estamos viviendo existiera un aparato cultural sólido,
podríamos contrarrestar tantos males.
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Alzar la voz y decir
no
Por Griselda Gambaro
Me fui de la Argentina en julio del 77 y volví de España
a fines del 80. Me preguntaron si podía colaborar y presenté
una obra corta, Decir sí, que dirigió y actuó
Jorge Petraglia. El hacía el papel de Hombre y Leal Rey,
el de Peluquero. Creo que ésta fue después una de
mis obras más representadas. Es sencilla y eficaz en su humor.
Petraglia mostraba una comicidad especial, muy refinada, y la máscara
de Rey, que después se trasladó a Costa Rica y murió
allí, era tremendamente expresiva. Tenía unos ojos
grandes que provocaban en quien los miraba una especie de terror
oculto. La obra se ajustaba ideológicamente a ese no que
necesitábamos decirle a la dictadura. Yo no percibí
temor en los que trabajábamos allí ni en el público.
Sentíamos sí aprensión, algo parecido a lo
que nos sucedía mientras ensayábamos La malasangre,
con Laura Yusem. No podíamos olvidar que estábamos
bajo una dictadura. Pero el hecho de participar de un proyecto común
nos hacía fuertes. Había mucha furia contenida, mucho
deseo de echar a todos esos seres aberrantes de la dictadura. La
importancia de estas movilizaciones es que permiten cobrarse deudas
pendientes. Deudas que hoy se relacionan con los derechos humanos,
que no son solamente los vinculados con los desaparecidos y con
los niños robados, sino también a la falta de oportunidades
de acceder a la salud, la alimentación, el estudio. Creo
que el teatro no puede separarse de la sociedad, que es la que le
dio origen. Hoy el teatro está oprimido, como la sociedad,
por todo lo que se le quita, y, como ella, resistiendo con bastante
vitalidad. A mí, que estoy desde hace mucho tiempo en el
mundo del teatro, me asombra y conmueve la obstinación que
hay en nuestra gente por crear cultura. Lo agradezco, porque mientras
lo demás se desmorona ese afán nos mantiene vivos.
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