Por Luke Harding
Desde
Akora Khattak, Pakistán
Con su proliferante colección
de edificios y su mezquita brillantemente decorada, la Universidad Haqqania
es un lugar imponente. Al mediodía, estudiantes barbados practican
sus abluciones a lo largo de una fila larga de canillas, antes de salir
para rezar. Haqqania es la madrassah, o escuela religiosa, más
famosa de Pakistán, pero en estos días guardias pakistaníes
armados con rifles viejos están apostados afuera. La razón
no es difícil de encontrar. La mayoría de los líderes
talibanes estudiaron aquí, en un lugar muy cerca de la polvorienta
ruta de camiones que une Islamabad y Peshawar, antes de volver a su país,
Afganistán, a instalar su propia Revolución Islámica.
Y muchos de los estudiantes actuales de Haqqania, que pasan la mayor parte
del día memorizando largos fragmentos del Corán, quizás
terminen muy pronto luchando con los talibanes contra el ejército
invasor norteamericano. Si vienen los norteamericanos, los vamos
a matar. Es nuestro deber. No tenemos alternativa, dice uno de ellos.
La madrassah es dirigida por Sami-ul Haq, un hombre jovial y piadoso con
una enorme barba negra y un turbante. Haq también preside el recientemente
constituido consejo de defensa afgano-paquistaní, que actualmente
lidera la campaña para impedir una ofensiva norteamericana sobre
Afganistán, que entre otras cosas amenaza a sus alumnos. En una
habitación sofocante en Rawalpindi, la caótica ciudad que
está cerca de Islamabad, Haq advirtió anteayer que los grupos
religiosos de Pakistán van a apoyar a los talibanes en cualquier
guerra con Estados Unidos. Si el ulema (consejo islámico)
en Afganistán dan un veredicto de jihad (guerra santa) contra Estados
Unidos, entonces las organizaciones religiosas en Pakistán van
a levantarse y a ponerse del lado de los talibanes dijo. Vamos
a lanzar una jihad contra Estados Unidos.
Haq lanzó un programa de resistencia pacífica
para impedir un ataque norteamericano: una huelga general hoy, seguida
de manifestaciones masivas en todo Pakistán. Un ataque estadounidense
provocará una ola de odio en la región, gatillada
por el influjo masivo de refugiados afganos en Pakistán que
de hecho ya comenzó, señaló. Haq acusó
a Estados Unidos de querer destruir el arsenal nuclear de Pakistán
e invadir Irán, Tajikistán, China y el Tibet. No ha sido
asesinado ningún judío en los ataques sobre New York y Washington:
una prueba conclusiva, para él, de que la agencia de inteligencia
israelí, el Mossad, era la responsable.
El problema para los estrategas militares norteamericanos es que es la
posición de Haq, y no la del presidente de facto, el general Pervez
Musharraf, la que representa el sentimiento popular en Pakistán.
Nadie está demasiado seguro sobre cómo se comportará
el ejército paquistaní en caso de que haya protestas violentas.
El clima antinorteamericano está creciendo y Pakistán está
caminando en el filo de la guerra civil. En un restaurant cerca de Haqqania,
en la salvaje frontera de la provincia del noroeste paquistaní
que limita con Afganistán, lo que se escuchaba era el llamado a
una jihad contra Estados Unidos. Si Estados Unidos bombardea Afganistán,
me iré para allá a pelear. Iré y me darán
armas y entrenamiento, prometió el dueño del restaurant.
Un afgano que estaba junto a él, que se marchó a Pakistán
hace 18 años, después de la invasión soviética
a su país, coincidió. No me gustan los talibanes.
Pero si Estados Unidos invade mi país, no tengo otra opción
que unirme a los mujaidines (combatientes islámicos).
En Pakistán hay unas 8000 madrassahs formales, y al menos 25000
no registradas. Para los niños de familias pobres, estas escuelas
ofrecen la única esperanza de educación. Estudiantes de
entre cinco y 25 años pagan una cuota nominal de 100 rupias al
mes, un dólar y medio. Por ello reciben comida y un lugar para
dormir, que normalmente no es más que una alfombra en el piso de
un dormitorio. La enseñanza es puramente islámica. Durante
más de seis horas al día, los estudiantes recitan el Corán
en árabe. Enlas madrassahs sólo pueden ingresar hombres:
a las mujeres no se les permite entrar en Haqqania.
Haq fue cuidadoso en señalar que en las madrassahs no se ofrecen
ningún tipo de entrenamiento militar. Pero muchos de sus graduados
terminaron combatiendo a los soldados indios en las guerras santas del
Islam en la provincia india de Kashmir, o como voluntarios del ejército
talibán. El general Zia ul-Haq, ex dictador derechista paquistaní,
alimentó el sistema de las madrassahs en los 80. Desde entonces
han crecido, en parte por el paulatino derrumbe del sistema de educación
pública en Pakistán, y en parte por las donaciones secretas
que reciben de la línea islámica dura de Arabia Saudita.
Haq está en contacto frecuente con el mullah Mohammad Omar, el
reclusivo líder talibán, y muchos de sus alumnos ocupan
importantes posiciones en la administración del régimen
de Afganistán, incluyendo ministros de gobierno, comandantes militares
y burócratas. En 1997, luego de que los talibanes sufrieran su
peor derrota en la ciudad norteña de Mazar-iSharif, el mullah Omar
llamó por teléfono a Haq para pedirle ayuda. Haq cerró
Haqqania y envió a todos sus estudiantes a combatir junto a los
talibanes. Cerca de 8000 voluntarios de las madrassahs en todo Pakistán
se unieron a la jihad. Arshad Yusuf, de 24 años, cursando su sexto
año en la escuela, dice: Jihad es la lucha por una gran causa.
Le gente en Occidente debe entender cuál es el espíritu
del Islam.
Si Estados Unidos lanza una fuerza de invasión a Afganistán,
se encontrará contra Yusuf y sus compañeros de clase. Y
la guerra quizás comience en Pakistán, no en Afganistán.
Somos valientes. Estamos acostumbrados a pelear en Palestina y en
el Kashmir, señala Haq.
OPINION
Por Sandra Russo
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¿Cuánto vale un afgano?
El secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, dijo
esta semana, al explicar los pormenores de la guerra inminente,
que Afganistán es un país muy pobre, varios
países se agotaron intentando bombardearlo, y no hay objetivos
de gran valor contra los cuales podamos apuntar. Se refería,
claro, a que no existen allí símbolos equivalentes
a las Torres Gemelas, a que no hay grandes pozos de petróleo
ni templos importantes para el Islam ni cuarteles generales ni carreteras
cuya destrucción pueda hacer colapsar a ese país.
Pero da la impresión, escuchando el lenguaje ya militarizado
que ha empezado a roernos los oídos, que el gran blanco al
que apuntó el ataque terrorista fueron esos dos gigantescos
edificios que cayeron como naipes y que constituían la termita
más eminente del capitalismo, y no las cinco o diez mil vidas
que había adentro. Da la impresión de que para esa
lógica militar que ya rige en Estados Unidos, es más
lamentable el ataque a los símbolos que a las personas. Rumsfeld,
con su explicación, dejaba abierta una encrucijada que sólo
puede ser tal para quien le reste valor a la vida humana: quiso
decir que en Afganistán sólo hay afganos. Y los afganos
desde hace mucho tiempo valen poco.
Hubiese sido magnífico que en medio de esta tragedia horrorosa
el país atacado reaccionara estableciendo de una vez y para
siempre la línea divisoria entre quienes siguen creyendo
que el fin justifica los medios, y quienes defienden valores tan
serios y concretos que a veces demandan actitudes de una grandeza
inmedible. Y acaso no sea inoportuno recordar que en este país
del fin del mundo, en el que hubo una enorme pérdida de vidas
por motivos políticos, los familiares de las víctimas
demostraron con el correr de los años esa grandeza inmedible:
no hubo un solo caso de venganza. Nadie le puso un adjetivo tan
desmesurado como infinita a la Justicia: el nombre elegido
por Estados Unidos para su represalia hace pensar más en
una cruzada inescrupulosa que en una operación racional y
consensuada para atacar al terrorismo.
En este momento, cuando todavía no empezaron los bombardeos,
hay casi cuatro millones de afganos refugiados en diferentes lugares
del mundo. Y otro millón ya abandonó sus casas y puja
en las fronteras por escapar de una muerte segura. La mayoría
está desnutrida. Tienen hambre y tienen sed. Los organismos
humanitarios les han retirado su apoyo. Son tan pobres, tan lejanos,
tan otros, tan exóticos, que no son ni siquiera un blanco
a tener en cuenta. Va de suyo que morirán si hay bombardeos.
Pero es la gente que muere siempre, la que habla un lenguaje extraño,
la que cree en otras cosas, la que lleva impregnado en el rostro
el gesto del dolor permanente, la que no se horroriza de su suerte
porque no puede concebir otro destino que el de caer y seguir cayendo
ahora o mañana.
A veces hay que desandar los sobreentendidos y volver a preguntas
básicas, elementales: ¿por qué vale tan poco
un afgano? ¿por qué una vida vale más que otra?
Lo saben los periodistas, los presentadores y los espectadores de
televisión, los funcionarios de organismos internacionales,
lo sabemos todos: hay vidas que valen más que otras, porque
hay muertes que implican guerras, y muertes que no implican ni una
raya en un formulario: nadie las registra ni las llora. ¿De
qué justicia estarán hablando?
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