Por Emma Brockers
Desde Londres
Un inocuo aviso, bajo el encabezamiento
de ¿Usted se conoce realmente bien?, apareció
en las últimas páginas de algunos diarios británicos
recientemente. Convocaba a voluntarios a participar en un experimento
de ciencias sociales respaldado por la universidad que será exhibido
en TV y advertía que los candidatos seleccionados serían
expuestos a ejercicios, tareas, esfuerzo, hambre, soledad e ira.
Por razones de seguridad, sólo se pedían hombres. No se
ofreció ningún incentivo económico; tampoco se sugirió
que el involucramiento significaría, como en la mayoría
de los reality shows de TV, un atajo hacia la celebridad. En cambio, la
BBC prometía que participar en El Experimento cambiaría
su modo de pensar. Esto no es exagerado. El Experimento,
lejos de ser el último ejemplo de la televisión exhibicionista,
retoma uno de los episodios más notorios en la historia de los
estudios psicológicos, uno tan brutal que su propio creador dijo
que nunca debería ser repetido.
Los estudiantes de Psicología conocen bien el experimento de Stanford:
fueron seis días en el verano de 1971 que inspiraron un infinito
debate ético, un documental televisivo, una película alemana
y una banda punkrock en Los Angeles llamada Stanford Prision Experiment.
Bajo la coordinación del doctor Philip Zimbardo, 18 voluntarios
del cuerpo de estudiantes de la Universidad de Stanford fueron divididos
en prisioneros y guardias. Los prisioneros fueron
alojados en un sector reformado del Departamento de Psicología,
que había sido cerrado con barras de acero para parecerse a una
prisión. A los guardias se les dio control total sobre ellos. Luego
de seis días, el comportamiento de los guardias degeneró
tan dramáticamente hacia el sadismo que el experimento fue abortado,
pero antes de eso varios voluntarios mostraron signos de alteración
mental y el propio Zimbardo se sintió comprometido. Estos
chicos eran todos pacifistas dijo de los estudiantes elegidos como
guardias. Se volvieron prácticamente nazis.
El experimento de Zimbardo se convirtió en un clásico, un
ejemplo perfecto de una ciencia que amplía el conocimiento humano
a expensas de la gente que toma parte en él. Treinta años
después, la BBC, junto con las universidades británicas
de Exeter y St. Andrews, ha diseñado una versión del experimento
que espera poder lograr lo primero sin el riesgo de lo último.
Nuestra motivación es preguntar: ¿cuáles son
las condiciones bajo las cuales la gente acepta la opresión o actúa
contra ella? dice Stephen Reicher, uno de los psicólogos
sociales a cargo. Queremos estudiar cómo funcionan los sistemas
sociales.
Hay riesgos, sin embargo, de que esto se vea como algo totalmente distinto,
algo cínicamente motivado en el rating. Un estudio en Londres está
siendo convertido actualmente en un medio social en el que
los 15 voluntarios serán introducidos antes de Navidad. Aunque
se los dividirá arbitrariamente entre opresores y oprimidos, y
serán estimulados mediante un sistema de privilegios
y castigos para resentir unos de los otros, Reicher se inclina
a bajar el peso de la analogía de la prisión. Funciona igual,
dice, que una oficina o una escuela, donde un grupo de gente tiene poder
sobre otro. Es más como un centro de detención o un
campo de prisioneros de guerra, dice peligrosamente Alex Holmes,
el director creativo.
Pero teniendo psicólogos clínicos con residencia permanente
y la luz verde del comité de ética de la Sociedad de Psicólogos
Británicos, la BBC espera que El Experimento tenga valor científico
como estudio de la manera en que la gente se relaciona con la autoridad,
y sea además un buen programa de TV. Están preparados, sin
embargo, para la acusación inevitable de que El Experimento
es un Gran Hermano aún con peor gusto.
Los psicólogos involucrados, todos muy respetados, argumentan que
no se habrían metido en la operación si creyeran que su
experiencia se está usando para legitimar algo nocivo. Alex Haslam,
de la Universidad deExeter y Reicher, de St. Andrews, han pasado el último
año trabajando en un esquema que, dicen, difere totalmente del
de Zimbardo, de modo que lo peor que saldría de El Experimento
es una televisión aburrida. La primera salvaguarda es estudiar
intensamente a los voluntarios para asegurarnos que la gente agresiva
o antisocial quede afuera dice Reicher. En segundo lugar,
habrá un monitoreo de 24 horas por parte de psicólogos independientes.
Y un cuerpo ético nos observará para asegurar que la experiencia
no nos chupe.
Estas salvaguardas se dirigen a varios de los problemas que permitieron
que el experimento Zimbardo se saliera de control. No fue hasta
mucho después que di cuenta cuánto me había metido
en mi rol de la prisión -dijo Zimbardo, que estaba pensando
como un superintendente de la prisión más que como un psicólogo
investigador. Por ejemplo, a menos de 36 horas de iniciado el experimento,
el prisionero número 8612 empezó a exhibir una alteración
emocional aguda, pensamiento desorganizado, llanto incontrolado y furia.
Pese a todo esto, habíamos llegado a pensar a tal punto como autoridades
de una prisión que creímos que estaba tratando de engañarnos
para que lo liberáramos.
Peor aún, a los guardias de Zimbardo se les dio mano libre. Supimos
a través de cintas de video que los guardias estaban incrementando
su abuso de los prisioneros en la mitad de la noche, cuando creían
que ningún investigador estaba observando explica.
Su aburrimiento los había llevado a un abuso cada vez más
pornográfico y degradante de los prisioneros. Esto incluía
requisas íntimas en la mitad de la noche, obligar a los prisioneros
a limpiar los baños con sus manos y hacerlos caer cuando pasaban.
Los voluntarios se desmoralizaron tan profundamente que perdieron todo
el sentido de la artificialidad del proyecto. Un prisionero desarrolló
una erupción psicosomática sobre su cuerpo cuando supo que
su pedido de libertad condicional había sido denegado.
Nada de eso podría suceder en El Experimento, insisten
sus organizadores. Zimbardo no entendió en lo que se estaba
metiendo dice Holmes. Algunos de los peores excesos sucedieron
porque había una supervisión inadecuada de lo que sucedía.
Nosotros hemos podido aprender de lo que él hizo para diseñar
algo que es más estable, más seguro. Estará más
controlado y por lo tanto será más productivo en términos
de la ciencia. ¿Entonces no habrá requisas íntimas?
Hay límites a lo que podemos hacer en términos de
intrusión física, sí. Pero crear la impresión
psicológica de que no tienen privacidad es importante para nosotros.
La gran pregunta agrega Reicher es: ¿qué es
lo mínimo que uno debe hacer para generar respuestas?
The Guardian, especial para Página/12
Experiencias perturbadoras
- La obediencia: El clásico experimento de Stanley Milgram
en la Universidad de Yale apuntó a las creencias morales
de un individuo frente a la demanda de una autoridad. El experimento
involucraba a dos personas: un actor que hacía el rol de
un estudiante que debía recordar diferentes palabras y el
otro el objeto de la experiencia que hacía de
maestro. Al individuo le decían que le diera al estudiante
un shock eléctrico cada vez que se equivocaba y que aumentara
el voltaje a medida que daba más respuestas erróneas.
No tenía idea de los gritos del estudiante eran
falsos, pero la mayoría siguió administrando los shocks
y aumentando el voltaje cuando el instructor lo presionaba.
- El juicio social: El experimento de Robbers Cave en 1961 se convirtió
en un Señor de las Moscas de la vida real. Dos grupos de
chicos de 11 años fueron enviados a un campo de verano remoto
en Oklahoma. Establecieron vínculos tribales y compitieron
por la atención. Los chicos mostraron prejuicios y desplegaron
violencia territorial. Finalmente debieron ser separados.
- La desindividualización: En 1970 Philip Zimbardo condujo
un experimento en el que estudiantes universitarios eran invitados
a participar con sus identidades cubiertas: sus nombres eran reemplazados
por números y sus cuerpos y caras se cubrían. Les
indicaban que dieran shocks eléctricos a otros participantes.
El grupo desindividualizado mostró que administraba los shocks
con alarmante facilidad.
|
|