CULTURA
Escribir por venganza
En su libro
“La última fiesta”, Adele Morales se dedica a una tarea vieja como el
divorcio: hablar pestes del ex marido. La mujer estuvo casada con Norman
Mailer hasta que éste la apuñaló durante una noche de jolgorio de 1962.
Por María
Moreno
Aja
toro, aja-grité. Venga mariquita ¿dónde están
tus cojones? ¿O es que la mala puta de tu querida
te los ha cortado, cabronazo?. Con este desafío Adele Mailer
invitaba a su borracho marido a jugar el juego preferido de éste,
el toreo (la traducción es de Beatriz López Buisán).
Norman tomó una navaja sucia de siete centímetros de hoja
y la apuñaló por la espalda. Era un día de 1962.
Como miembro de Alcohólicos Anónimos y no como lectora
de Ulises, Adela debió saber el valor de un solo día (la
organización basa la eficacia de la abstinencia en el hecho de
encararla de a 24 horas). Ya con más de setenta años,
y acabadas todas las fiestas estético-políticas en orgías
de sangre, cánceres de próstata y graduaciones en yoga,
ha escrito La última fiesta, escenas de mi vida con Norman Mailer,
editado en español por Circe.
Antes Adele había aprovechado su experiencia de haber sido ensartada
por el arma empuñada por una mano notable, contando su autobiografía
bajo la forma de sucesivas obras de teatro que fueron representadas
en una sala anexa del La Mama Theatre y en otra de Provincetown. La
versión original había sido leída por Norman que
se limitó a exclamar Todo está muy bien, salvo que
nunca le dije joder a la criada, aunque asistió a la representación
de la puesta de Massachusetts acompañado por su sexta esposa.
En los años 50 Adele era una bonita latina apta para encarnar
un mito beatnik: las mujeres de ese origen son fuerzas cercanas a la
naturaleza y por eso verdaderas usinas de renovación para la
potencia fálica, amén de apéndices exóticos
adecuados para el fashion del Village. Aunque ya no era virgen y hubiera
estado casada con un tipo que había conocido durante una conferencia
de Margaret Mead titulada La comunicación. Los sonidos viscerales
de los gruñidos, los eructos, los pedos y las escupidas, Adele
era una libra de carne tercermundista para la serie de machos anglo
que la cortejaron, incluido el mismo Jack Keruak, que fue su amante
sin dignarse a dejar de hacer anotaciones en una libreta para seguir
aspirando al ranking de a ver quién escribe la gran novela
americana.
Aunque la prosa de Fitzgerald pueda haberlo hecho aparecer romántico,
es evidente que Adele conoció a Mailer en calidad de objeto intercambiable
entre dos amigos. Uno de sus ex amantes la llamó a las dos de
la mañana desde su departamento, le pasó el teléfono
al escritor y éste, probablemente todavía inseguro de
la potencia seductora de su prosa, la sedujo por derivación leyéndole
un fragmento de El gran magnate: Al descender la colina prestó
atención a su ser interior, como si estuviera a punto de revelársele
algo poderoso, extraño y fuerte, compuesto por undesconocido,
cuyo tema no reconocería de entrada porque el compositor era
siempre nuevo. Ella fue. La relación fue meteórica,
violenta, saturada de whisky, Seconal y camas redondas en una interpretación
libre del llamado a la vitalidad de Walt Whitman. Adele cuenta la historia
de Pigmalión: Mailer le enseñó a decir mousse en
vez de musei, la fulminaba públicamente con la mirada cuando
se confundía de tenedor en una comida de seis cubiertos y le
hacía limpiar los huevos que él solía estrellar
contra el piso si estaban demasiado cosidos. A cambio Adele pudo participar
de orgías a condición de que fueran con hombres feos y
mujeres bonitas y siempre que su marido estuviera presente. Y tuvo el
raro privilegio de ser tomada como cobayo para permanecer encerrada
durante media hora en una caja de orgón, invento del psiquiatra
Wilheim Reich y que era una especie de casita en el árbol a lo
Mark Twain, una construcción endeble de madera y zinc a la que
se atribuía propiedades energizantes (a Adele le provocó
hambre).
Eran tiempos recorridos por un ethos de exposición personal,
aunque sostenidos por un mito férreo del vínculo entre
varones con instintos homosexuales coartados en su fin (o
no), de acuerdo con el vocabulario de Freud y donde las mujeres sólo
podían encarnar putas iniciáticas o trágicas o
figuras nutricias mucho más chic si pertenecían a la franja
de los excluidos chicanas, afroamericanas, pobres. Adele
muestra a un Mailer preocupado por no derramar como Onán su simiente
en vano, que al menos en ese tiempo estaba en contra del control de
la natalidad y juzgaba el diafragma como cancerígeno. Se ensaña
con escenas como aquélla donde Norman recibe una fenomenal paliza
por haberse enfrentado a unos pandilleros que llamaron maricón
a su perro y otra en que un banquero de Wall Street le apaga un cigarrillo
en una nalga mientras el culo de Mailer sube y baja sobre su esposa
(la del banquero). Lo describe practicando autoanálisis sentado
en una piel de cabra mientras farfulla incoherencias de alcohol y barbitúricos,
serruchando toda la noche (en el sentido ebanístico del término
y no en el de Armando Bo) para construir un armario para gritos
o un huevo para remedar el útero materno, ambos acolchados con
alfombras viejas. Revela cómo el escritor le dio Seconal a su
hija mayor, Susy, hasta que casi hubo que llevarla al hospital, y cómo
aquella vez que él le prohibió cocinar con ajo puesto
que se les podía oler a los dos en todo el cuerpo, ella, Adele,
se le enfrentó diciéndole: Pues yo no lo huelo.
¡Tú y tu superdotado nervio olfativo. Eres como Marcel
Proust, siempre oliéndolo todo. ¿Por qué no escribes
un libro sobre tu nariz? (la traducción sigue siendo de
Beatriz López-Buisán).
Adele Morales que, entre otros trabajos, hacía caniches de papel
maché para los escaparates de Semana Santa de B. Altman deja
sentado cómo Mailer le prohibió también trabajar
y le abrió una cuenta en el banco que le permitió comprarse
en serie vestidos de terciopelo negro, de acuerdo con la idea de la
elegancia de la hija de un ex boxeador y linotipista y de una ama de
casa de sangre flamenca, pianista a deshoras.
Sobre la capacidad sensual de su marido, Adele hace silencio aunque
con cierta influencia de él escribe que las groserías
de cama del autor de La costa de Barbería (traducción
de Costa bárbara) constituían una prosa pornográfica,
lo bastante sucia para mi lascivia y lo suficientemente literaria para
mis sentidos más refinados, aunque vacila en considerar
adecuada la tarjeta de invitación para el casamiento de ella
y Mailer: un pene que se extendía a medida de que se iba abriendo
la tarjeta. ¿Cómo se lo tomará Lilian Hellman?,
se pregunta Adele. En cuanto al apuñalamiento, la autora de La
última fiesta que, a pesar de estar divorciada de su objeto de
investigación, no deja de firmar Adele Mailer, lo
adjudica freudianamente a que muy poco tiempo antes, marido y mujer
habían ido aver Psicosis en donde el protagonista envenena a
su madre y apuñala a una joven.
Adele no habla en nombre del feminismo y apenas invoca cómo William
Burroughs mató a su esposa jugando a Guillermo Tell. No se detiene
a analizar la solidaridad vagamente alarmada con que el intento de asesinato
perpretado sobre ella fue recibido por el stablishment intelectual (en
la Argentina, cuando Alberto Locatti tiró a Cielito ONeal
por la ventana, casi se convirtió en un héroe popular),
parece ignorar el estrangulamiento a la razón que el teórico
marxista Louis Althusser efectuó sobre el cuello de su esposa,
pero sin embargo no deja de echar mano a la palabra sobreviviente,
término que iguala Treblinka, una violación, un conato
de apuñalamiento o esa figura difusa de la crueldad mental.
Tampoco hace una lectura crítica de la visita a un porno shop
casero al que asistieron ella y Norman en Nueva México y que
se reducía a una habitación blanqueada a la cal con una
cama y donde dos chicas y un muchacho hicieron una orgía para
goce del escritor transgresor y su esposa latina que sólo dejó
constancia de que una de las chicas gritaba en el orgasmo ficcional
o quién sabe Aye, aye chihuahua y que, cuando a la
otra se le enganchó el cabello en un broche del vestido, mientras
se lo quitaba, su partenaire masculino se lo arrancó junto con
un enorme mechón de pelo. No era cuestión de impacientar
a los voyeurs.
Adele prefiere insistir sobre el temor de Mailer a quedar escrachado
por la prensa, la absurda explicación de su ataque: La
repetición trae cáncer, explicación adonde
aún se puede leer alguna ambición épica o transgresora:
un héroe contra la repetición que confunde un concepto
complejo con el matrimonio, que ataca por la espalda a una mujer munido
de una navaja oxidada y con tanto whisky encima como para que un dosaje
diera por resultado un poco de sangre en su alcohol, como reza una vieja
rutina humorística de Hollywood.
En cuanto a cómo está escrito La última fiesta,
da ganas de enviar a Adele a que asista a un taller literario a donde
Mailer pueda enseñarle a redactar cómo él la apuñaló
a ella.